La era del vacío fue publicada en 1983. El espanto frente al individualismo aparecía danzando las páginas de Lipovetsky, el fantasma merodeaba por la comunidad humana, anunciando que algún día se fortalecería, volviéndose el antihéroe de las sociedades futuras de Occidente. Han pasado ya casi cuarenta años y el individualismo perdió su carácter espectral para volverse el gran conquistador de todo ámbito humano: el «proceso de personalización», del cual escribía Lipovetsky, pasó de ser una posición liberadora que arrancaba al individuo del «orden disciplinario-revolucionario-convencional» a una completa sustracción de hombres y mujeres ante cualquier coerción u orden social, en aras del encuentro consigo mismo. Cuántas veces no hemos escuchado repetir a nuestro alrededor ese gran imperativo del nuevo siglo, uno que ordena que primero es necesario pensar en uno mismo para poder después pensar en los otros; o que ante todo lo más importante es «que mientras yo esté bien, puedo ver el mundo arder». Este «yo» de cada uno de nosotros que debería ser lo más importante sobre todo lo demás se ha vuelto un tipo de mantra de esta centuria. Sin embargo, y como David Pastor Vico escribe en Filosofía para desconfiados, la naturaleza del humano es ser, antes que todo, un ser gregario.
Últimamente he pensado que quienes no pueden mirar al otro con un auténtico compromiso están un poco muertos. No digo compromiso en el sentido de obligatoriedad, sino de comparecencia, de prometerte a los demás de verdad, aunque ni siquiera sean nada de ti, pero porque al final sí son una parte de ti. Miro en aquellos seres egoístas que aumentan cada vez más en número —y que obviamente lo hacen gracias al otro—, seres vacíos, hastiados, que en el autoengaño no dejan de sentir que la solución es la inmersión total en sí mismos, imposible e ilusoria.
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