Steven Pinker, famoso psicólogo experimental, científico cognitivo y autor de best sellers como Los ángeles que llevamos dentro y La tabla rasa, firma esta obra, En defensa de la Ilustración (Paidós), que tiene como objetivo algo que, en principio, parecería innecesario: reconocer los valores del periodo histórico que conocemos como la Ilustración.
Por Jaime Fdez-Blanco Inclán
¿Y necesita la Ilustración ser protegida?, nos preguntamos. A fin de cuentas, pocos son –o parecen ser– aquellos que niegan hoy los principios, valores y logros que han provocado las ideas ilustradas, verdadera revolución de Occidente y, con el paso de los siglos, de buena parte del mundo.
Pero el dos veces finalista del Premio Pulitzer, Steven Pinker (Montreal, Canadá, 1954), es firme: sí, su defensa es hoy más necesaria que nunca. En primer lugar, porque, como decía el economista Friedrich Hayek, “para que las viejas verdades continúen dominando la mente de los hombres, han de reformularse en el lenguaje y los conceptos de las generaciones sucesivas”. Y en segundo lugar porque, aunque a nadie parece molestarle vivir y usar los logros derivados de la Ilustración, no son pocos los que atacan y tergiversan sus principios.
Hoy damos por sentados ciertos dones inimaginables en cualquier otro periodo de la historia, pero no parecemos apreciarlos como lo que son. Y nos referimos, por ejemplo, a que los recién nacidos acaben viviendo ocho décadas, a que haya mercados repletos de alimentos, agua potable que aparece como por arte de magia, residuos limpiados con un chasquido de dedos, píldoras que eliminan una infección dolorosa, hijos que no tienen que conocer necesariamente la guerra o críticos con los gobernantes que no son encarcelados ni ejecutados, entre muchas otras cosas.
Como dice Pinker, todos esos avances “no son logros cósmicos”, sino fruto de la razón humana. De la Ilustración. Son el resultado de la aplicación de sus principios y valores, que dictan desde hace siglos que “podemos aplicar la razón y la comprensión para fomentar el florecimiento humano”.
Todo esto puede parecer obvio, y Pinker estaría de acuerdo con nosotros si no fuera porque se encarga de demostrarnos a lo largo de todo el libro qué no está tan claro como pudiéramos creer. Más aún, se asegura de que nos cercioremos del porqué de su insistencia: si nuestro éxito es el resultado de haber sido guiados por las ideas correctas, sustituirlas o renegar de ellas es un riesgo que no nos podemos permitir, pues podrían tirar abajo todo lo que hemos logrado construir.
“Occidente es muy tímido en su defensa de los valores del liberalismo clásico. No tenemos confianza en ellos. Nos provocan incomodidad”, nos cuenta en el libro el analista de movimientos islámicos radicales Shiraz Maher. Y es que, mientras que el fanatismo y la fe ciega en ciertas ideologías y religiones se caracterizan por tener un acabado perfectamente ensamblado y transmitir la atractiva sensación de certeza absoluta, la naturaleza de la Ilustración, con sus dudas, sus avances pausados y su ensayo/error, se ve en clara desventaja. Por nuestra naturaleza insegura, los seres humanos tendemos poderosamente hacia la certidumbre y es ahí donde la Ilustración, pese a acertar en sus tesis, se queda atrás.
“Occidente es muy tímido en su defensa de los valores del liberalismo clásico. No tenemos confianza en ellos. Nos provocan incomodidad”. Shiraz Maher
Qué nos cuenta el libro
Pero ¿a qué nos referimos cuando hablamos de la Ilustración? Tradicionalmente la definimos como el fenómeno sociocultural que surgió en el siglo XVIII, si bien es cierto que fue fruto de la evolución natural de la revolución científica y la era de la razón del siglo XVII, de la misma manera que su máximo apogeo llegó un siglo después, en el XIX, con el sistema liberal.
Cuatro ideas ilustradas han sido –en opinión de Pinker– la clave del desarrollo exponencial de la humanidad en los últimos tres siglos: la ciencia, el progreso, el humanismo y la confianza en la razón. Esta última es la más importante de todas las apuestas ilustradas, pues de ella depende que las respuestas que hallamos respondan a criterios objetivos, sustituyendo a generadores de engaño como la fe, el dogma, el misticismo o las corazonadas, entre otros, que han existido a lo largo de la historia.
No hemos de confundir la defensa de la razón con la creencia de que los humanos somos seres perfectamente racionales. Eso es sencillamente falso y demostrable a tenor de los hechos históricos. Tampoco fue algo defendido jamás por los defensores de la razón. Hume, Kant, Spinoza, Smith y compañía eran plenamente conscientes de nuestras pasiones y debilidades irracionales.
Cuatro ideas ilustradas han sido clave del desarrollo exponencial de la humanidad hasta hoy: razón, ciencia, progreso y humanismo
Tampoco es, en sí mismo, el libro de Pinker una “ilustrolatría”. No porque alguien fuera ilustrado debería gozar de nuestro aprecio total e inmediato. Los ilustrados eran hombres y mujeres corrientes, de su tiempo. Algunos eran racistas, sexistas o dueños de esclavos; otros planeaban ideas incomprensibles o defendían tesis absurdas, pero ello no niega que tuvieran cierta clarividencia a la hora de aplicar las herramientas de la humanidad para conocer la realidad y conseguir que viviéramos mejor.
Los ilustrados no negaban la realidad, ni tampoco los defectos de la naturaleza humana, pero sí defendían que poseemos la semilla de nuestro propio perfeccionamiento. Un conjunto de ideas que derivarían en normas e instituciones como la libertad de expresión, la no violencia, la cooperación, el cosmopolitismo, los derechos humanos, la ciencia, la educación, los gobiernos democráticos, las organizaciones internacionales y los mercados. No es casualidad que todas esas cosas fueran creaciones de la Ilustración.
Por qué hay que leerlo
Parece extraño que hoy exista quien pueda estar en contra de todo esto, pero es así. A pesar del desarrollo cada vez mayor del mundo, de la constatación de que, incluso los países antaño subdesarrollados, se han producido avances asombrosos hacia la prosperidad al poner en marcha dichas ideas, existen multitud de movimientos actuales que rechazan abiertamente los ideales ilustrados. Movimientos tribalistas en lugar de cosmopolitas, autoritarios en lugar de tolerantes, críticos con los avances científicos y nostálgicos de pasados idílicos en lugar de esperanzados por el futuro. No es una novedad. Ya justo después de la misma Ilustración, el romanticismo de Rousseau y Schelling fue contrario a ella, negando que la razón pudiera separarse de la emoción, que los individuos pudieran considerarse con independencia de la cultura, que fuera necesario otorgar razones para nuestros actos o que la paz y la prosperidad fueran ideales deseables.
Aunque parezca una locura, en pleno siglo XXI sigue habiendo ideales contrailustrados defendidos por sujetos –muchos de ellos intelectuales– que niegan la creencia de que una mejor comprensión del mundo es capaz de mejorar la condición humana. Solo hay que echar un vistazo a quienes son las estrellas de los currículos de humanidades: Nietzsche, Schopenhauer, Heidegger, Adorno, Marcuse, Sartre, Faron, Foucault, Said, Wert, etc., todos ellos profetas de la fatalidad. Como el sociólogo Robert Nisbet explica en su Historia de la idea del progreso, “el escepticismo respecto al progreso occidental, antaño confiado a un número muy reducido de intelectuales decimonónicos, ha crecido y se ha propagado no solo en la mayoría de los intelectuales de este cuarto de final de siglo (XX), sino entre muchos otros millones de occidentales”.
“Si tuvieras que elegir un momento de la historia para nacer y no supieras de antemano quién serías –si ibas a nacer en una familia rica o pobre, ni en qué país, ni si serías hombre o mujer–, si tuvieras que elegir a ciegas en qué momento querías nacer, elegirías el presente”. Barack Obama
Es fácil entender este auge –explica Pinker en el libro– si tenemos en cuenta que mensajes escuchamos todo el día o cómo funciona nuestra mente. Comprensible, tal vez, pero no deseable. Y es que los resultados de tales prácticas no son precisamente buenos. Sin embargo, Pinker nos recuerda que hay un sistema efectivo y riguroso para demostrar de manera fehaciente lo erróneo de esas premisas: contar. “Contar, ¿el qué?». Pues cuántos pobres hay, cuántos enfermos, cuántos muertos, etc. ¿Suben esas cifras o bajan? ¿Y el resto de cuestiones? ¿Vivimos más o menos? ¿Sobreviven más niños o menos? ¿Producimos más o menos? ¿Tenemos más riqueza o menos? Esas cifras, comparadas a lo largo del tiempo, son la mirada real, ilustrada, y es la que nos permite reconocer cuáles son los problemas y cuáles las medidas que las solucionan. Y a lo largo de los siglos, dichas cifras –que por supuesto Pinker nos ofrece en detalle– demuestra que hemos mejorado extraordinariamente. ¿A un nivel que nos permita relajarnos y dejarnos llevar? Obviamente no, queda mucho por hacer. Pero sería injusto no reconocer que vamos por la buena senda.
Como afirmaba Barack Obama allá por 2016, “si tuvieras que elegir un momento de la historia para nacer y no supieras de antemano quien serías –si ibas a nacer en una familia rica o pobre, ni en qué país, ni si serías hombre o mujer–, si tuvieras que elegir a ciegas en qué momento querías nacer, elegirías el presente”. Y parece cierto.
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