Durante las primeras semanas, dedicadas a examinar los testimonios de las víctimas directas y de los familiares que perdieron a algún ser querido en los atentados, Carrère, autor de V13. Crónica judicial (publicado por Anagrama), escribe: «No hay un solo testimonio que no despierte terror y piedad, las emociones propias de la tragedia». Las palabras de los testigos, algunos de ellos marcados de por vida por la amputación de un brazo, de una pierna o por la pérdida de un ojo, comparten en sus testimonios referencias a lo que se denomina como «síndrome del superviviente». ¿Por qué unos sí y otros no?
Las posibilidades de ser víctima de un atentado terrorista en Francia, según los cálculos del padre de una de las víctimas, es de 2,2 por un millón de habitantes. ¿Por qué tuvo que ser su hija y no cualquier otra de las jóvenes que compró una entrada de 30,70 € para ver «a un grupo de rednecks californianos», por usar las palabras de Clarisse, una de las supervivientes de la sala Bataclan? Los supervivientes, muchos de ellos con culpa, recuerdan los cuerpos que tuvieron que pisar para salir, los torsos agujereados que hicieron de escudo y, en última instancia, el crujir de las costillas que pisaron en la huida. Alguien muere para que otro viva.
Terror y piedad, dice Carrère, son las emociones de la tragedia. Y, sin embargo, hay un tercer elemento en el macrojuicio difícil de obviar: el cálculo. Alrededor de doscientos cincuenta testigos compartieron su dolor en el juicio sobre los atentados de 2015, pero no todos parecen haber sufrido igual. No es una cuestión banal o un falso problema, pues en función de este reconocimiento se repartirán las indemnizaciones que destina el «Fondo de garantía para las víctimas de actos de terrorismo». El baremo cuantifica el sufrimiento de las víctimas y dictamina quiénes pueden ser considerados víctimas y, consecuentemente, recibir una compensación económica, y quiénes deben ser considerados «víctimas de rebote», «testigos desafortunados» o falsas víctimas y, desde luego, no recibir ninguna indemnización.
Lo que trata de establecer el cálculo, como señala Mathieu Delahousse, es el precio de las lágrimas. Y, sin embargo, no podemos dejar de preguntarnos: ¿el dolor es una experiencia objetiva o subjetiva? ¿Son más víctimas —porque sufrieron más— aquellos que experimentaron «angustia por muerte inminente» que los que fueron asesinados en los primeros segundos de los ataques y fueron privados de un último minuto en el que darse cuenta de que, efectivamente, iban a morir? En otras palabras: ¿existe una fórmula justa de medir el dolor?
El castigo del criminal es una parte central de los procesos judiciales. Sin embargo, a diferencia del acento que le concedía Platón al castigo, que consideraba que cometer una injusticia y no pagar la pena era «el mayor y el primero de todos los males», Carrère prefiere subrayar el papel que desempeña el juicio en una determinada comunidad
Si me preguntan, diré que uno de los momentos más fascinantes de un juicio es el que permite el tránsito de acusado a condenado. El reconocimiento de que los hechos de los que se acusa a un hombre se consideran probados permite que su posición en el mundo cambie. El castigo del criminal, desde luego, también es una parte central de los procesos judiciales. Sin embargo, a diferencia del acento que le concedía Platón al castigo, que consideraba que cometer una injusticia y no pagar la pena era «el mayor y el primero de todos los males» (479d), Carrère prefiere subrayar el papel que desempeña el juicio en una determinada comunidad.
Impartir justicia, signifique esto lo que signifique —en el caso de que signifique algo—, tiene que ver, más que con las penas impuestas a los condenados, con escribir un relato colectivo, como recuerda uno de los supervivientes del V13. Lo que ha hecho este juicio en particular, pero lo que hacen también los juicios más pequeños, esos que no salen por televisión ni duran diez meses pero que también tienen víctimas, es intentar hacer justicia a través del reconocimiento de que eso que se denuncia aconteció. Se trata, desde luego, de «leer el libro desde el principio», pero también de escuchar el relato de las víctimas y enriquecer esa historia que se escribe con su gran H mayúscula, que decía Perec.
Deja un comentario