El alemán Max Weber (1864-1920) siempre transitó un pasillo central, a medio camino entre las ciencias sociales y las humanidades, que le permitió forjar un rico y poliédrico pensamiento. Esta cercanía entre ambas disciplinas, lejos de provocar una diseminación inocua o aséptica, facilitó la creación de novedosos y muy originales planteamientos en los que los estudios económicos y/o sociales eran potenciados y complementados por un enfoque filosófico, humanístico, y viceversa. Weber se convertía tan pronto en un concienzudo economista o en un puntilloso sociólogo, como en un filósofo antipositivista. Seguramente fuera todo ello a la vez y sin fisuras, lo que convierten su figura en una de las más interesantes en el seno de la transición entre los siglos XIX y XX.
Recién cumplidos los cuarenta años, y en plena efervescencia intelectual y creadora (1904), se hizo cargo –junto con Sombart y Jaffé– del comité de redacción de la relevante Revista de ciencia social y de política social (Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik). El primer artículo que en ella publicó expresa sin tapujos una queja que resulta del todo actual: en su escrito, titulado La ‘objetividad’ del conocimiento en la ciencia social y en la política social, denuncia la facilidad con la que se introducen juicios de valor en investigaciones presuntamente científicas, algo que sucede con fenomenal regularidad, apunta Weber, en los estudios sociales.
Un asunto que se deja ver con claridad, aduce el autor, en la manera en que los partidos políticos sacan a relucir sus dogmas, acompañados de supuestas investigaciones sociales. El uso y abuso de encuestas en nuestros días para desgaste de los partidos contrincantes supone un ejemplo paradigmático, lo que convierte el escenario político no sólo en un fraude y en una pantomima, sino también y sobre todo en una “lucha entre concepciones del mundo”, y no entre argumentos (válidos, empíricos, científicos). Weber escribe de manera tan bella como tajante:
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