Como explica el filósofo Hans-Georg Gadamer en su libro ¿Quién soy yo y quién eres tú?, que dedica al poeta, «los poemas de Paul Celan nos llegan… y nosotros no damos con ellos. Él mismo entendía su obra como una ‘botella arrojada al mar’; siempre hay alguien, este o aquel, que encuentra el envío y lo recoge, convencido de haber recibido un mensaje…, pero ¿qué mensaje?».
Tal vez sea este el gran enigma que nos legó este poeta de la palabra quebrada, del mensaje innombrable, de lo imposible por decir. Cuando el horror se hace presente, cuando se patentiza en la realidad, sus huellas apenas pueden ser sentidas y mucho menos dichas, relatadas. La palabra se queda corta y apenas queda el balbuceo, débil pero necesario, para protestar por lo que nunca debería, debió o deberá existir. También Gadamer comparte esta opinión en el libro citado: «En sus últimos libros de poesía, Paul Celan se acerca cada vez más a ese silencio sin aliento que es el enmudecer en la palabra convertida en críptica».
El propio Celan escribía en sus textos en prosa, publicados en Trotta: «Sueño según reglamento para balas de fusil: Yo soy una calavera humana y taladro un ojo de cañón». Y apuntalaba: «Buscar la certidumbre en la incertidumbre». La palabra se hace disparo que hiere, pero causa una herida que no sangra, porque el lenguaje es inoperante para referirse a realidades inaccesibles para el concepto, que queda invalidado frente a la enormidad de lo real. Se busca una seguridad en lo que, por sí mismo (la vida, nuestra humana existencia), carece de explicación, de fundamento.
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