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Álvaro Cruzado: «Acercarse a la memoria no es sencillo porque está rodeada de sedimentos vitales»

La primera novela de Álvaro Cruzado, «Las ocas», despliega una mirada inquieta sobre la ciudad, la memoria y la fragilidad de la percepción. A través de un arquitecto y múltiples capas de narración, Cruzado explora cómo el lenguaje se quiebra cuando intentamos fijar lo vivido.

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Álvaro Cruzado (fotografía cedida por el autor).

Álvaro Cruzado (fotografía cedida por el autor).

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FILOSOFÍA&CO - Las ocas
Las ocas, de Álvaro Cruzado (Blatt&Ríos).

Lo que más aprecio de un escritor es la atención que le presta al lenguaje y sus bordes. Por este motivo, siempre pensé que los mejores novelistas (o, al menos, los que más he disfrutado) son los poetas. Nada he cogido con más ganas que la primera novela de un poeta, como me ocurrió con Lo que hay, de Sara Torres. Con Las ocas, de Álvaro Cruzado, he tenido (hemos tenido) la suerte de volver a tener una primera novela de un muy buen poeta.

Cruzado nació en Granada en 1993. A pesar de tener muchos poemas publicados en varias revistas literarias, solo tiene un único poemario: Geometría interior, publicado en 2021 en Editorial Dieciséis. De él, la revista especializada Zenda dijo: «Cruzado trata de girar el lenguaje hacia otras cuevas distintas, comprendiendo también sus incapacidades a la hora de ser preciso en la enunciación de lo íntimo». Siempre ahí: en la obsesión por el lenguaje y su revés.

Quizá por eso, la construcción formal (esto es, la arquitectura del lenguaje) sea uno de los elementos más valiosos de Las ocas, su primera novela, publicada por Blatt&Ríos en su nueva aventura en España. Las ocas plantea la historia de un arquitecto obsesivo, atrapado en una ciudad sometida a una transformación traumática y ecológica, y en un entorno social y económico de precariedad: con una sensación social de amenaza que se expande y distorsiona la percepción de la realidad, con inestabilidad permanente en el trabajo, con los obstáculos casi insalvables que enfrentamos los jóvenes para acceder a una vivienda, sumado al desmoronamiento de cualquier horizonte de futuro compartido y al deterioro acelerado del clima. Por seguir con los apuntes de Zenda, una obra que es «un delicado artefacto novelístico» perfectamente construido.

Al arquitecto le acompaña Alba, un personaje fantasmal, hipnótico, seductor. Una presencia que opera como centro narrativo: su fuerza de gravedad ordena los elementos y obliga al protagonista a pensar continuamente su identidad, siempre a través de la distancia respecto a ella (y su distancia al mundo, si es que una y otro son distinguibles). Una búsqueda que oscila entre lo onírico y lo paranoico y donde el lenguaje se altera al mismo ritmo que el paisaje-ciudad (en su poema «Bostezo» publicado en Casapaís escribió Cruzado: «el mundo es diferente / después de soñar / porque las palabras y los significados / se han movido»).

Quizá, más allá de la forma y la búsqueda, el otro gran tema del libro sea la memoria. La tesis de Cruzado en la novela es que la memoria nunca es un archivo limpio: es superficie porosa, fragmentada, inestable. Como cuando en el mismo poema dice que somos atravesados por «una corriente que nos remueve». La memoria como esa corriente que somos y que, sin embargo, nos azuza.

Por último, y por esto también le preguntamos en la entrevista, la ciudad es el paisaje fundamental de la novela. Su declive, su transformación violenta, su crisis ecológica y social… Los personajes viven en un mundo que se cae a pedazos, pero que es bastante reconocible (lo cual es perturbador). Como cuando en su poema «Armonía de las esferas» escribió: «vivir en el miedo: / no saber si todo se ha derrumbado».

Esa sensación de derrumbe —urbano, existencial, lingüístico— se cristaliza en Las ocas, donde lo arquitectónico no es solo metáfora, sino entorno físico y simbólico. La novela se estructura desde ese colapso: no solo como desastre externo, también como hundimiento interior, desmoronamiento de certezas, de identidades. Pero dentro de ese paisaje gris, Cruzado no renuncia a un pulso que busca resistir. La violencia de la memoria convive con un deseo persistente de nombrar —aunque ese nombre tambalee—. Frente a toda catástrofe y paranoia, en la novela palpita una urgencia de sentido y una necesidad de afecto (que se traduce, estilísticamente, en la búsqueda de una forma que sostenga ese entramado).

Número 14 - Revista FILOSOFÍA&CO

HANNAH ARENDT

Una pensadora imprescindible para el siglo XXI

Las ocas tiene una construcción formal muy cuidada. La novela posee toda una compleja arquitectura de la narración: el personaje principal escribe su propia historia (nivel 1), que a su vez revisa él mismo desdoblándose en otro narrador al ir dejando pósits (nivel 2), lo que genera un manuscrito que edita y ordena alguien que introduce el libro con una carta dirigida a esta primera persona (nivel 3). ¿Qué importancia tenía para usted descentrar la narración a la hora de contar una historia neurótica como la que se cuenta en Las ocas?
Entendí la neurosis como una linealidad, un continuo. Es decir, el narrador busca una reconstrucción de la memoria desde el pasado al presente con un estremecimiento que recorre los detalles. Ese juego de la escritura es completamente artificial, aunque podamos pensarlo real: los retazos e imágenes que retenemos como importantes, o que somos capaces de rastrear, ya están mediados por el paso de la experiencia y el tiempo, lo que supone que ya están modificados. 

En el fondo, si lo pienso bien, diría que hay cuatro niveles. Los diarios que él escribe cuando las cosas suceden en el pasado (nivel 1); la propia historia que está narrando (nivel 2); los pósits que añaden o completan una información que al escribir se ha dejado atrás o no termina de recordar con claridad (nivel 3), y, definitivamente, el nivel de César, que edita y ordena el libro y escribe la carta dirigida al arquitecto (nivel 4).

Necesitaba que, en la construcción, la historia reposicionara la mirada del arquitecto continuamente. Por eso, los capítulos alternando el presente y el pasado. Todo se relaciona con lo que he explicado antes: para mí, acercarse a la memoria no es una tarea sencilla, porque está rodeada de sedimentos vitales. Si quería ahondar en ese punto tenía que complejizar los niveles narrativos. La obstinación por aprehender un hecho que está rodeado de filamentos grisáceos, nunca puede llevar la simplificación del mismo.

«Los retazos e imágenes que retenemos como importantes, o que somos capaces de rastrear, ya están mediados por el paso de la experiencia y el tiempo, lo que supone que ya están modificados»

Esta arquitectura de la narración es, además, un juego matemático perfecto, porque dibuja un círculo como figura final. Digo esto porque uno acaba el libro en el momento anterior a aquel en el que lo empezó. De hecho, cuando lo terminé, volví a leer el principio, como si yo fuera César, el que se ha encontrado todo un manuscrito, sin saber qué hacer con él y preguntándome insistentemente qué es real y qué no lo es. ¿Qué importancia ha tenido para usted, como cuarto arquitecto de esta compleja red (o quinto, según su visión), saber colocar las pistas para dibujar ese círculo sin querer alumbrarlo del todo? (Lo digo porque uno solo vuelve al principio ante la incertidumbre sobre si algo es real o no).
Creo que muchas de las personas que se han acabado el libro han tenido la necesidad de volver al inicio o de releerlo. Al menos eso me han contado. Y, en cierta forma, es una sensación que me gusta. De hecho, uno de mis editores destacaba que, tras la relectura, el libro le parecía más interesante porque entendía la complejidad de su construcción formal, lo que le permitía apreciar detalles que en la primera lectura le pasaron inadvertidos.

Lo cierto es que soy una persona bastante obsesiva (por favor, que nadie trace similitudes con el arquitecto), pero la escritura de la novela nunca fue pensada. Es decir, yo me sentaba a escribir y trazaba una historia que no sabía bien a dónde iba. Escribía capítulos sueltos, escenas apenas trabajadas, momentos que de por sí no decían nada. Cuando llegué al final y ofrecí el primer borrador (ya estructurado) a algunas amigas para que lo revisaran, destacaron ciertas partes de la narración que no estaban pulidas o en las que la vacilación del narrador no permitía distinguir con claridad lo que sucedía.

Este último elemento me pareció algo bueno, porque en general me molesta muchísimo la literatura masticada y regurgitada. Tomando esto en consideración, tras las devoluciones, me dediqué exhaustivamente a distribuir pistas y tejer una red que sujetase la realidad de la narración. Y de ahí surgieron dos problemas. El primero, las redes son capaces únicamente de sostener entidades físicas de tamaños específicos, pero no pueden con las líquidas: al tener la historia ese aspecto inmaterial, que le permitía colarse por la rendijas, debía tener mucho cuidado para no convertir el texto en una incertidumbre absoluta.

El segundo problema: el reguero de pistas tenía que estar en consonancia con la narración y no podía generar un movimiento infructuoso y justificativo de la narración. Así que dediqué muchas horas a pensar bien cuáles eran los puntos claves a tratar y modificarlos o adaptarlos para develar lo justo la realidad. Todo este juego está muy relacionado con nuestro momento histórico, en el que impera la incertidumbre. De tal forma, acudimos o intentamos aproximarnos a las pocas certezas que nos quedan. Por eso algunas personas lo releen. Quieren cerciorarse de que las pistas estaban ahí, redondas, brillando. Los juegos de la literatura son fascinantes.

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Dice la poeta María Limón en la reseña que le hizo en Substack que el libro va a contracorriente de las propuestas literarias de moda: no es un libro que busque la frase fácil para subrayar ni es un libro que proponga el pacto de identificación como principal motor narrativo (de hecho, es a veces difícil seguir al protagonista por ser, como también dijo María Limón, tan huraño y ensimismado). Según la he leído yo, en la novela hay una fuerte convicción en la indisolubilidad de la forma y del contenido, no porque el contenido deba plegarse a la forma y lo único que importe sean los juegos literarios con más o menos trama, sino porque hacer una novela significa generar las condiciones espaciales donde una historia no solo tiene sentido, sino donde efectivamente pueda darse. ¿Qué importancia ha tenido para usted la forma y su búsqueda en la novela?
Es el momento de acudir al libro de cabecera de la novela, Hacia una arquitectura menor, de Jill Stoner (traducido por Lucía Jalón Oyarzún). Recoge, en algún momento, lo siguiente: «Escrituras provocadas por las tristes construcciones que configuran el paisaje que nos rodea».

Para mí ese fue el punto clave. Es decir, la novela es narrada por un arquitecto, que se dedica a reformar inmuebles, en un presente extendido en el que la ciudad se está deshaciendo —o rehaciendo, según lo miremos—. No podía desligar el espacio externo, el de la acción (la ciudad), del interno, el del texto (la forma). En mi imaginación, la narración solo podía distribuirse en espacios (párrafos) angostos y densos, por la forma que tenía la ciudad y por la propia actitud del arquitecto que está narrando.

Digamos que tanto la ciudad como la narración se olvidan de sus propios interlocutores. Por eso, creo, es tan difícil identificarse con el arquitecto. A mí al principio me caía fatal, no lo podía soportar, y eso que lo que escribía salía de mi imaginación, pero es un personaje desesperante y demasiado crédulo y un poco pardillo.

Ahora bien, la búsqueda de la forma no ha sido para nada sencilla: aunque aquí lo simplifique. Han sido muchas las revisiones del texto hasta que ha quedado pulido. Digamos que en mi cabeza surgieron a la vez tanto el contenido como la forma, de ahí que sean, incluso, inseparables. En una conversación que tuve con Munir Hachemi (autor al que amo, al que exijo leer y que me acompañó en la presentación del libro), me dijo que hay temas —por ejemplo, el trabajo— de los que es muy difícil escribir sin acudir a determinados aspectos de los géneros literarios, porque podría quedar una narración muy aséptica, incluso ensayística.

En mi caso, utilicé de forma inconsciente esas fórmulas detectivescas para impulsar la necesidad de seguir adelante en la lectura. Creo que son sutiles y que están ahí en breves tramos del texto.

«La novela es narrada por un arquitecto, que se dedica a reformar inmuebles, en un presente extendido en el que la ciudad se está deshaciendo —o rehaciendo, según lo miremos—»

Si seguimos pensando su novela como un tratado de arquitectura, podemos decir que dentro de este edificio complejo hay dos protagonistas que son lisa y llanamente dos rectas paralelas (dice María Salgado: «lástima que dos rectas nunca más se toquen / por lo que tiene de épica y / de silencio tal fenómeno»). Escoger como protagonistas a dos personas que operan como rectas paralelas muestra al espacio en toda su ambivalencia: el espacio que hay entre los dos personajes es tanto condición de posibilidad (distancia que permite que florezca, medio por el que viajan las ondas, resonancia, afectaciones, contaminaciones) como vacío (la nada, distancia insalvable, ahogo…). ¿Cómo fue construir la relación entre ambos personajes y mantener, como dos rectas paralelas, la distancia exacta para que nunca se toquen, pero tampoco se alejen?
Uf, me parece precioso ese verso. Ya sabes que la respuesta a tu pregunta está en los dos últimos capítulos del libro… Pero voy a intentar bordearla para hablar del juego constructivo. Porque para mí escribir y leer tienen un componente lúdico, de búsqueda, de interés, de exaltación casi infantil.

Lo cierto es que tanto Alba como el arquitecto están conectados constantemente. Ellos, en cierta parte de la novela, probablemente cuando van al cine, discuten sobre lo que entienden por amistad. Alguno ofrece como respuesta a esa pregunta que la amistad es un espacio en el que poder entregarse sin dolor (si no recuerdo mal). Creo que eso que dicen es importante para entender su relación, su ser-rectas-paralelas.

Están obviamente alienados por la exigencias laborales y de éxito, aunque a Alba se le note menos, lo que supone que estén buscando la forma de sobrevivir (porque en la novela el capitalismo está en un nuevo estadio más exigente y controlador, más destructor e inhibidor) individualmente. Lo colectivo está abolido. En ese caso, es sencillo pensarlos: no pueden acompañarse más que en ciertos gestos limitados y tenues. Pueden impulsarse, pero se desconocen, sobre todo porque el arquitecto no se deja nunca acompañar, ya que piensa que no lo necesita.

Al principio, cuando escribí la primera versión, Alba era apenas un esbozo, una compañera de la universidad. Después, entendí (gracias a las personas que me rodean) que era tan central como el protagonista y la ciudad. Son un trío inseparable. La ciudad es la que habilita esas condiciones de posibilidad. La tensión que hay entre ellos es como un umbral que nunca pueden atravesar. Yo me imagino a dos personas que andan siempre en la dirección contraria, pero están enganchadas por una cuerda: a veces uno tiene más fuerza y arrastra al otro a pesar de que no quiere, y al contrario. Eso es lo que pasa entre ellos. También incluso en la forma de entender la vida, Alba es más artística, manual; el arquitecto, cerebral, competitivo, automático.

«La amistad es un espacio en el que poder entregarse sin dolor»

Si hemos ido de la arquitectura al espacio, vayamos ahora al diseño interior. En este sentido, creo que las ocas como personaje-hilo de la novela están literariamente muy bien revestidas como símbolos hipersignificados, ya que operan bajo una triple función: promesa de estatus, engaño y único anclaje con lo real para el protagonista. Por un lado, las ocas representan el estatus: la promesa de «tendrás una casa donde puedas tener ocas, tendrás tanto estatus que incluso tendrás gente que te las cuide». Pero, a la vez, las ocas funcionan como un engaño porque el protagonista nunca las ha podido ver, no tiene contacto con ellas. Funcionan casi como la zanahoria para el burro. Pero, por otro lado, las ocas también funcionan para el narrador como lo único que le ata a la realidad, aquello que le hace pensar que hay un afuera del trabajo. ¿Qué importancia tenía para usted esta densidad simbólica en la novela para, entre otras cosas, establecer un hilo de continuidad? Pero, además, ¿cómo construir esta densidad simbólica en unos objetos —los animales— que en la novela están siendo devastados?
Me parece que tu lectura es muy interesante. Para poder abordar a las ocas, como animales, debo empezar por un cuento que escribí para un taller. Nos propusieron describir en quinientas palabras un día horrible en el trabajo. El mío, del que luego surgió la novela, trataba sobre un hombre que llegaba tarde a la oficina y al que picoteaban en la cabeza unas ocas que estaban dentro del metro. De forma similar ha aparecido en la novela, en el capítulo de la firma del contrato o del primer día en la oficina.

Luego, inútilmente intenté expandir la novela con las ocas como centro, pero inmediatamente me di cuenta de que no funcionaba. El texto se deshacía. Esas criaturas emplumadas y equilibradas, impenetrables, no podían sostenerse en la narración, que viraba hacia la ciudad como centro.

De todas formas, las ocas siguieron estando principalmente como un anclaje del mundo real, tanto para el arquitecto como para César, que decide nombrar al libro Las ocas para llamar la atención de la persona que lo escribió. Es posible que la carga simbólica de las ocas se derive del espacio y diseño del texto, del ambiente, que es algo inerte casi muerto, grisáceo, denso, plomizo. De ahí que el único respiro (y protección) de la novela esté en esos pequeños animales que campan a sus anchas por una ciudad arrasada.

El resto es pura deriva. Por ejemplo, la casa que pone a su disposición la empresa, Despacio, aunque es real, en ningún momento pasa a ser suya porque ni la disfruta ni la habita. Sin embargo, queda claro que las ocas sí son su responsabilidad, por lo que se genera una doble obligación: cuidar de las ocas y su trabajo como arquitecto. Eso lo obliga a revisar las cámaras del móvil constantemente y a fijarse en que las están cuidando.

Son el elemento que dirige la atención tanto de Alba como de su madre. Lo demás es una cotidianidad, pero las ocas, no. Es lo único que nunca se excluye pero que nunca está presente. La única vez que el arquitecto las ve, es desde lo alto, a través de un ventanal mientras empiezan a despertarse. Eso le relaja. Por eso, es muy posible que, en el juego de la escritura, esa acumulación de situaciones agobiantes y confusas acabe rompiendo por algún sitio: la neurosis y los animales.

«Es posible que la carga simbólica de las ocas se derive del espacio y diseño del texto, del ambiente, que es algo inerte casi muerto, grisáceo, denso, plomizo. De ahí que el único respiro (y protección) de la novela esté en esos pequeños animales que campan a sus anchas por una ciudad arrasada»

De las vigas al espacio, de ahí a los objetos, y ahora al paisaje. El paisaje de la novela no es el del colapso total, sino uno que va en la línea de lo que Emmanuel Rodríguez dibuja en su último libro con Traficantes de Sueños, El fin de nuestro mundo: la catástrofe ya está aquí, es paulatina y convivimos con su desarrollo. ¿Qué importancia tiene para usted como escritor desplegar ficción desde estos escenarios en los que se va a desarrollar nuestra vida en los próximos diez, quince o veinte años?
Ha sido inevitable. En ningún momento, a pesar de intentarlo, he podido llevar la narración ni la ficción hacia otro lugar. Eso me molesta bastante. Tenía una incapacidad casi manifiesta a la hora de intentar avanzar mi imaginación en direcciones opuestas de lo que finalmente ha sido.

Entonces, siguiendo a Layla Martínez y a Lara Alonso, y leyéndolas, me he planteado muchos aspectos sobre la abolición de la imaginación en estos escenarios catastróficos. Hay una cierta dificultad en imaginar el fin del capitalismo mientras estamos dentro de ese sistema. Para mí, es insoportable. Lo dice Franco Berardi: es una lenta cancelación del futuro.

Pero también creo que es interesante exponer posibles consecuencias de lo que viene, porque, como dices, todo se produce de forma tan paulatina (es contrario a la velocidad del capital y su intervención) que se ha vuelto una materia ciega. Está bien generar espacios en los que debatir las perspectivas de un futuro desolador. La ficción puede tener ahí una importancia central y considerable. Aunque en sí la literatura no tiene utilidad, hace insoportable a veces nuestra propia condición.

Entiendo que es eso lo que hay al final de todo: la extrañeza, la claridad de la exposición, lo que nos devuelve a nosotros mismos. Si alguien, un escritor novel, sobre un presente extendido, con insuficiente formación política y teórica, ha llegado a esas conclusiones, quiere decir que lo que viene es más aterrador. A veces, ni siquiera soy consciente del miedo. La novela tendría que haber sido de terror (si es que no lo es). La fosa húmeda del trabajo. Una palada encima de otra: el fin de lo colectivo, el fin de los recursos, el fin de la vida.

Y este pensamiento que he reproducido es el que nos incapacita a pensar futuros posibles y mejores (o a intentarlo). Por añadir un poco de esperanza a este discurso tan pesimista, recomiendo muchísimo leer el ensayo Utopía no es una isla, de Layla Martínez. Estamos en una situación en la que hay que realizar un giro brusco: hay grietas desde las que actuar. Ningún sistema, y menos uno que nos lleva a la extinción, es perfecto.

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En este sentido, he creído leer en su novela una propuesta política pesimista. Un paisaje donde apenas hay resistencias, donde casi lo único que podemos hacer es sobrevivir. Un escenario donde la correlación de fuerzas (individuo versus empresa) está incluso más destruida que nunca. Detalla muy bien un mecanismo típico de la huida hacia delante del capital: la empresa todopoderosa parece ofrecer salvaciones a sus propios desastres (casas cuando la gente no puede tener casas, seguros privados al estilo estadounidense cuando las propias empresas y el capital privado han desbaratado los comunes…). En todo este desemparo, la única posibilidad de la clase (media) parece ser la universidad, que sigue vendiéndose como una ascensión de clase, pero en este caso para poder salvarse uno a sí mismo. A la hora de construir este afuera de la trama —que no es nunca un afuera de la misma, claro—, ¿no tenemos la responsabilidad como escritores de no eliminar las tensiones que efectivamente se dan en los paisajes políticos que construimos, para no ahondar en el realismo capitalista y en su idea de que no hay alternativa posible?
No creo que la universidad sea una respuesta de ascensión, aunque se siga viendo de esa forma, básicamente porque nunca lo ha sido. Es cierto que hay parte de la población que no tiene acceso a este tipo de estudios, y creo que es un deber político modificar estas condiciones para que se pueda acceder a dicha formación.

Pensándolo en este sentido, la educación universitaria no deja de ser, en sí, una «salvación» individual. Por eso, creo que el punto clave es el papel que juega cada uno en relación con los medios de producción. De tal forma, es anecdótico que el arquitecto y Alba hayan accedido a la universidad, lo que más me interesaba era atender a su relación con el trabajo, con la explotación laboral. Y, pienso, que el mecanismo propuesto en la novela por el capital no es tanto una huida hacia adelante como un retroceso, una vuelta a la lógica del capital industrial, a las comunidades de fábrica, como antigua colonia obrera: economatos, guarderías, comedores, lavanderías… Con la intención de abaratar los costes de producción y mantener una mano de obra que esté siempre disponible.

Pese a eso, mi pensamiento sobre la literatura es el siguiente: hay que tensionar el paisaje político, aunque eso suponga ahondar en el realismo capitalista, como mencionas. Inconscientemente, si eres una persona atravesada por lo político, algo que no es difícil puesto que nuestro cuerpo está expuesto, recurrentemente, a peligros que no nos dejan indiferentes, es lógico escribir considerando esa perspectiva/paisaje.

Entiendo que la adaptabilidad del sistema asuste. Pero eso no significa que la única respuesta sea la «no representación», sino que pienso que la «representación saturada» nos llevaría a una modificación de las posibilidades, a ser conscientes del peligro que supondrá la desterritorialización de la colectividad y por lo tanto, a la simplificación y a la alteración del lenguaje por parte del capital. La persona que escribe novelas, poemas, ensayos no deja en ningún momento de estar inmersa en el sistema hegemónico, su deslocalización debería promoverse mediante la acción o intervención de los partidos políticos o de asociaciones colectivas.

«El mecanismo propuesto en la novela por el capital no es tanto una huida hacia adelante como un retroceso, una vuelta a la lógica del capital industrial, a las comunidades de fábrica, como antigua colonia obrera: economatos, guarderías, comedores, lavanderías»

Esto que dice lo podemos ligar con el protagonista (que también, de una forma u otra, somos nosotros) y el papel del intelectual en la catástrofe. ¿Cómo puede un personaje (bueno, los dos protagonistas) tener esa sensibilidad hacia el mundo y el espacio y mostrar una pasividad tan fuerte hacia el colapso y sus efectos? La actitud de ambos es la actitud cínica que Žižek achaca a la progresía cultural de nuestro tiempo: somos conscientes de que el mundo se acaba, lo decimos, nos quejamos, pero no hacemos nada para cambiarlo. Y no solo no hacemos nada para cambiarlo, es que trabajamos directamente en el mal, en las grandes destrucciones de las empresas, y lo hacemos aduciendo una supuesta distancia interior («yo no me identifico con la empresa», «sé que no la voy a heredar», o la famosa frase de Eichmann: «Yo solo seguía órdenes»). ¿Se puede tener esa sensibilidad por lo bello y quedar tan pasivo ante la catástrofe? ¿Cómo evitar, como les ocurre a los personajes, caer en una especie de melancolía generalizada?
Creo que sí. En la sensibilidad opera la fuerza de la mirada acomodada, mientras que en la pasividad actúa la imposibilidad del futuro. Ambas perspectivas están mediadas por la trampa del discurso hegemónico: no se puede instaurar una vanguardia que se expanda a la comunidad sin que sea absorbida por las instituciones culturales. Ni siquiera es posible alterar el lenguaje, y tampoco se puede llevar a cabo ningún tipo de revolución porque es un error o una insurrección que no va a ningún lado. ¿Y quién quiere hacer las cosas mal o quedar excluido?

Pues no sé bien cómo acertar en tu pregunta, pero hay dos cosas fundamentales para evitar la melancolía: la sospecha y el optimismo. Antes mencioné el libro de Layla y es importante retomar ese optimismo para no dejarnos caer en la desidia, para preguntarnos por la facilidad que impone el discurso burgués y evitar el primitivismo del lenguaje. Hay que reflexionar, marcar el camino: concentrarnos, obstaculizar las creencias.

Para ello, en relación con la literatura, creo que los libros que ha ido publicando Damián Tabarovsky son interesantes, al menos como punto de partida. Principalmente, Literatura de izquierda. Como dice Deleuze: «El escritor inventa en la lengua una lengua nueva, una lengua extranjera». Es probable que eso sea lo que tengamos que hacer los que escribimos.

«En la sensibilidad opera la fuerza de la mirada acomodada, mientras que en la pasividad actúa la imposibilidad del futuro. Ambas perspectivas están mediadas por la trampa del discurso hegemónico: no se puede instaurar una vanguardia que se expanda a la comunidad sin que sea absorbida por las instituciones culturales»

Por último, la novela construye toda una gramática del inconsciente de nuestro tiempo que me parece interesante mencionar: la del individuo neurótico, aislado, paranoico, que tiene todos los lazos comunitarios rotos y se enfrenta a un poder todopoderoso encarnado en empresas, fondos de inversión y grandes multinacionales. En esta relación neurótica y paranoica con el mundo, el protagonista (que, como digo, bien podríamos ser nosotros) tiene una relación apantallada con su alrededor: no visita a su familia, no tiene amigos, ni siquiera visita a sus ocas, a pesar de que las espía por las cámaras de seguridad. Esto es muy de nuestro tiempo, ¿no le parece? El nuestro es un mundo donde uno no tiene comunes y está todo el rato hipervigilante. De ahí que las propuestas de política (y estética) más interesantes vengan de querer recuperar el cuerpo, pero recuperarlo además en su relación con el mundo (pienso en Reencantar el mundo, de Silvia Federici). En su novela, la lucha del protagonista es una lucha por salir «a lo real» (ver la obra en la que está trabajando como arquitecto). ¿Cómo de difícil es dar ese paso? ¿Nos puede pasar como a su protagonista, que nos demos cuenta en esta búsqueda de que no hay un afuera de la gran empresa?
Eso es lo que la gran empresa y el discurso hegemónico quieren que creamos: que no existe un afuera. No tiene que ser tan difícil dar ese paso, salir de ahí. Sin embargo, encontramos un conjunto de fuerzas que nos lo impiden.

Yo no me dedico a la teoría política, hay personas más competentes e informadas que pueden aportar mayor profundidad a la conversación en este sentido. Pero, creo, y de ahí parte la novela, que hay una serie de elementos que se pueden captar prestando atención: aislamiento, desconexión con lo real, asfixia laboral, recomposición de las prioridades, hastío general, simplificación del pensamiento…

La teoría del cuerpo también se propone para la arquitectura: trabajar con las manos, sentir los materiales, conectar con el afuera; no aislarse en estudios y despachos sin intervención ninguna del contexto sobre el que se trabaja. Esto lo dice Juhani Pallasmaa en La mano que piensa: Sabiduría existencial y corporal en la arquitectura. No obstante, dar el paso es una inmensidad. Incluso en casos de necesidad somos incapaces de responder al vínculo social para terminar de salir. Así que puedo comprender que sea a través del cuerpo y su relación con el entorno (alimentos, vecindario, deshechos, animales, familiares, amigos…) la forma de acercarnos o bordear «lo real». Es escalofriante como está todo distorsionado, pero se debería pensar que existen líneas de fuerza, que es un estado inconcluso, que podemos desmontar el lenguaje y las estructuras para dirigirnos hacia el futuro más convincente y sensato.

Sobre el autor
FILOSOFÍA&CO - lkgjlkhjkknhjk e1706605633724
Sobre el autor

Javier Correa Román (Madrid, 1995) es doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid. Redactor de FILOSOFÍA&CO, es autor de cinco libros, los últimos publicados: Estética y Emancipación. Hacia una teoría del arte de lo común (2021), Micropolítica del amor. Deseo, capitalismo y patriarcado (2024), y, en Libros de FILOSOFÍA&CO, Arte en la era digital (2023) y Nihilismo (2025). Es librero de malaletra.

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