Sacar a la luz, revelar, penetrar, acceder al misterio. Y también pasaje, transformación, conversión. Las Memorias de Balthus están llenas de estas palabras que a él le parecen que pueden explicar su pintura, aunque también afirma no saber nada de lo que sus cuadros quieren decir. Para lograrlo, o intentarlo, nada mejor que un frente a frente con su pintura: en el Museo Thyssen de Madrid hasta el 26 de mayo.
Por Pilar G. Rodríguez
Para empezar, al grano y rápido con el asunto recurrente del erotismo de las figuras en los cuadros de Balthus. Él lo niega de varias formas y en distintos lugares. Su explicación es esta: “Rechazo tajantemente las interpretaciones eróticas que muchos críticos y muchas personas suelen hacer de mis cuadros. Mi obra, pinturas y dibujos en los que abundan las niñas desvestidas, no responde a una visión erótica que me convertiría en voyeur y me llevaría a exteriorizar, incluso sin darme cuenta (sobre todo sin darme cuenta) ciertas tendencias inconfesables o maniáticas, sino a una realidad profunda, aleatoria, imprevisible e incomprensible, que podría así liberarse y revelar su naturaleza fabulosa, su dimensión mitológica…”. Con todo, sí, hay bastantes desnudos y algunas bragas en los cuadros de Balthus. Hay niñas en el aseo, niñas que se desperezan o se adormecen o sueñan… Niñas ensimismadas que, en ocasiones, dejan ver su ropa interior. ¿Es esto noticia? Igual sí, pero hay mucho más cuadro y arte alrededor, mucho más que ver y donde fijarse, así que, si uno va a visitar la exposición a la búsqueda furtiva de estos centímetros de tela o carne, se equivoca de lugar: a deleitarse, a una tienda o sección de lencería, o, mejor, a una mercería antes de que la última desaparezca.
Sí, hay bastantes desnudos y algunas bragas en los cuadros de Balthus. Hay niñas en el aseo, niñas que se desperezan o se adormecen, dejando ver su ropa interior. ¿Es esto noticia?
La mayoría conocerá, o al menos le sonará, este punto polémico de la obra de Balthus. Menos sabrán que él fue un pintor religioso (católico practicante que se santiguaba antes de empezar un cuadro) y que otorgaba al arte y a su obra en concreto atribuciones místicas, religiosas, trascendentales. Era su instrumento, su herramienta, su manera de hacer visible lo invisible, nombrable lo innombrable, finito lo infinito.
Amor fati
Balthasar Klossowski de Rola (1908‒2001) se educó en el arte como uno de pequeño se educa en una tradición religiosa. Su madre era pintora talentosa, su padre, historiador de arte. Las visitas eran de amigos pintores como Bonnard o poetas como Rilke, que acabó siendo amante de su madre y que le animaba a seguir su camino. De hecho, escribió un prólogo para presentar una serie de dibujos que había hecho Balthus de niño, cuyo protagonista era un gato encontrado un día y perdido otro. El empeño del poeta lo convirtió en su primera obra publicada: Mitsou.
El rey de los gatos
Niñas-mujeres, espejos, Oriente, Mozart… Y gatos. No pueden faltar en la enumeración de palabras que compondrían el esqueleto vital de Balthus. Desde la niñez hasta el final de sus días y en número variable (llegó a convivir con 30 en su residencia de Chassy), los gatos acompañaron no solo la vida, sino también la obra y la trayectoria artística de Balthus. Están en su origen, en la mencionada serie dedicada a Mitsou y en numerosos cuadros acompañando a las muchachas u ocupando su lugar.
“Sí, los gatos me recuerdan todo mi trabajo. Son como presencias discretas y silenciosas que no perturban mi existencia, sino al contrario, le hacen compañía (…). Me gusta imaginar que soy realmente su rey”. Y se pintó en un cuadro que tituló precisamente así, lo que no se sabe es si se refiere a él mismo o al animal, Frightener, “que, como su nombre, indica era espantoso; en cuanto aparecía, los demás gatos se esfumaban, era un gatazo soberbio”. Y al final de ese párrafo: “Creo que yo también tengo una actitud muy feroz y me perezco un poco a él”. Reyes los dos, pues.
Ni los gatos ni la voluntad implacable de seguir su camino –un camino, además, apartado de las modas y de los demás– abandonarían al joven, pero ya resuelto pintor. Ese sería su destino. No necesitaría escuela más allá de sus manos y su práctica ni más profesores que los maestros Fra Angelico, Giotto, Piero della Francesca, Masaccio. Y los algo más cercanos Poussin o Cézanne. Entre sus contemporáneos, el reconocimiento mutuo de Picasso, sabedores ambos de que estaban en los antípodas de las formas, pero unidos en las búsquedas: “Sentía afinidad por él, pues me parecía que ambos nos guiábamos por una necesidad interior que no nos dejaría renunciar a nuestras convicciones. Él con su movilidad y su curiosidad desbordante, yo con mi búsqueda interior, mi constancia y mi silencio”. Su gran amigo artista fue Giacometti, el escultor de las figuras largamente ascéticas al que dedica palabras emocionadas siempre: “Sabía combinar el rigor sublime de los antiguos y la emoción viva del momento. El pasaje y la eternidad al mismo tiempo (…)”. En la descripción del arte de su amigo, Balthus refleja sus anhelos.
Balthus no necesitaría escuela más allá de sus manos y su práctica, ni más profesores que los maestros Fra Angelico, Giotto, Piero della Francesca, Masaccio…
Aislamiento en tres estadios
La vida de Balthus es la del siglo XX, pero su pintura no responde –de forma deliberada– a ninguno de sus movimientos artísticos. Ninguna de las vanguardias le atrajo, del surrealismo despotricaba, tampoco la abstracción, ni el minimal eran para él… Él era un pintor figurativo, lo que se volvió acusación en boca de algunos críticos, pero no era solo eso, no quería limitarse a eso como tampoco sus maestros, los grandes pintores de la tradición religiosa, no se limitaban a serlo: “Es verdad que designan, que muestran, pero sobre todo hacen ver más allá, su pintura hace que la mirada se vuelva hacia uno mismo, medite y se plantee las grandes cuestiones espirituales. Porque sería vano y poco innovador limitarse a hacer figuración sin despertar con ello ningún eco interior”.
¿Cómo lo consigue Balthus? En sus obras, las figuras no interactúan. Cada una es protagonista de su fragmento de cuadro. Son personajes sin tiempo, fuera del tiempo, mejor dicho, ¿qué impide que el espectador forme parte también de ese conjunto? La calle, de 1933, ilustra bien esa apuesta. Cada personaje marcha y mira en direcciones opuestas sin mancharse, sin tocarse, salvo una pareja que forcejea en uno de los lados…
Las composiciones, los interiores poblados por más de una figura siempre responden a ese juego de aislamientos múltiples. En El aseo, una vieja peina el cabello de una joven de apariencia contrariada. Un hombre sentado –un autorretrato de Balthus, así como ella es su primera mujer– completa la escena. Tres figuras, tres planos, tres miradas… Y el espectador como espejo de quien los personajes esperan que devuelva de algún modo lo que ve, como público para quienes representan sus distintos papeles (no hay que olvidar que Balthus hizo varias escenografías para representaciones teatrales).
En sus más famosas composiciones de niños, cada uno también tiene su función, su mundo propio, un secreto que nunca es compartido. Hay que adivinarlo. Así, en Las tres hermanas una lee, otra se mira en el espejo, otra juega con una caja… Cada una en su aislamiento, que es potencia indefinida.
Una férrea voluntad de aislamiento define la actitud de Balthus respecto a las corrientes artísticas de la época: su manera de entender el arte no admitía distracciones
Aislamiento respecto a las modas o corrientes artísticas de la época, aislamiento entre las figuras de sus cuadros… El tercer aislamiento es el de los acontecimientos históricos. Balthus vivió dos guerras, fue movilizado en la Segunda Guerra Mundial, aunque poco después resultara excluido del ejército por motivos de salud. Ni esta experiencia ni el conocimiento de las noticias que llegaban le hicieron mella: su ánimo permaneció imperturbable y centrado en la pintura como fuente de felicidad y tabla de salvación. La exposición del Museo Thyssen incluye paisajes de Champrovent, en Saboya, pintados en esa época. Se puede ver El cerezo, sobre el que Balthus explica: “Hay momentos de felicidad indecible en la pintura. Cuando pinté El Cerezo, por ejemplo, en 1940, obligándome a no dejar que entrara en el lienzo el drama que se representaba en Europa (…). Quería aislar Champrovent del telón negro que poco a poco iba a cubrir Europa y yo presentía. Así decía no a todo lo que se estaba tramando de siniestro y mortal”.
El toque mundano
La parte más accesible, más abierta al público de Balthus es la que coincide con su etapa como director de la Académie de France en Roma. Llega allí en 1961 de la mano de André Malraux. Balthus hace de la renovación del edificio histórico de Villa Médicis, sede de la Academia, su propia obra y se dedica con esmero y entusiasmo a ella mientras atiende los compromisos derivados de su cargo. Él, que es un pintor lento y que adora la lentitud, se vuelve aún más lento.
En esta época, uno de los viajes como director de la Academia le lleva a Japón donde conoce a Setsuko Ideta, con quien se casa unos años después. Pero el amor de Balthus con Oriente no era nuevo. “Diría que mi fascinación por Extremo Oriente se remonta a toda mi juventud. Cuando tenía trece años cogí un buda que Rilke le había regalado a mi madre y no quise devolvérselo, con la intención de copiarlo (…). Cuando a los 14 años descubrí un libro sobre la pintura china, sobre las montañas de los Song del sur, fue como una revelación, no un descubrimiento, sino más bien un reconocimiento de que ese era mi sitio y que no había ninguna ruptura entre los Alpes que tenía delante y esos picachos vertiginosos de la China eterna”. Y lo mismo que Baltus identifica los paisajes relaciona las mismas formas de pintar en los dos extremos del mundo, al menos, las que él le interesan: “Por eso me gusta tanto la pintura de los primitivos italiano y la de los chinos y los japoneses. Su pintura es sagrada, se propone encontrar más allá de las apariencias, de las formas visible, lo invisible de las cosas, un secreto del alma”.
Últimas palabras
Las Memorias de Balthus que recorren este texto fueron dictadas (o conversadas) al final de su vida a Alain Vircondelet. En ellas, el pintor se reconoce aficionado a la lectura; numerosos escritores aparecen por sus páginas, pero Balthus no duda: él no es escritor ni quiere serlo. Sería difícil para alguien que afirma: “No me canso de decir que no debemos contarnos o tratar de expresarnos a nosotros mismos, sino expresar el mundo, sus misterios y sus noches”. Quiere fijar recuerdos, reafirmar impresiones, pero mientras lo hace deja frases que son verdaderos aforismos.
- “No quiero pintar el sueño, sino a la muchacha soñando, y lo que pasa por ella”.
- “Lo único que puedo decir es que el espejo y el gato ayudan a hacer la travesía interior”.
- “Pintar es ir todos los días a la fuente para sacar agua”.
- “La mejor forma de no caer en la infancia es no salir de ella”.
- “No hay nada más denigrante para la pintura que convertirla en un vertedero de angustias e imágenes de sueños”.
- “Al final solo habré sido yo mismo”.
- (A un crítico de arte, John Russell, que le pidió un texto de presentación). “Empiece así: ‘Balthus es un pintor del que no se sabe nada. Ahora podemos mirar su cuadros’”.
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