Nunca se es demasiado joven para la filosofía, ni para las preguntas eternas ni para la trascendencia. Otra cosa es lo que tardamos en encontrar el sentido de la vida, cómo lo hallamos y quién nos lo enseña. Y en esto, los animales que amamos y nos aman también tienen mucho que decir. Que este es un camino lleno de sorpresas lo corrobora la experiencia que Ignacio Garijo comparte en este artículo.
Por Ignacio Garijo Campos, estudiante de Economía y Relaciones Internacionales
Que levante la mano quien, en plena adolescencia, no se ha sentado en un banco de madrugada, con poco más que unas pipas y un compañero, a jugar a ser grandes filósofos y dejarse llevar por pensamientos más profundos. Nos preguntábamos qué sentido tiene la vida, qué lugar tenemos en el mundo, qué hay después de la muerte, y todas aquellas grandes incógnitas que nos hacen sentir infinitos.
Las preguntas nos siguen persiguiendo después, pero nacen de manera natural en la adolescencia, porque es una edad entre dos etapas: no se es niño, pero hay que tomar responsabilidades; no se es adulto, pero aún no hemos encontrado nuestro lugar en el mundo. Como expresa el controvertido psicólogo Jordan Peterson, inspirado en el también psicólogo Carl Jung, de niños «no somos nada más que potencial».
Las preguntas brotan en la adolescencia porque es una edad entre dos etapas: no se es niño, pero hay que tomar responsabilidades; no se es adulto, pero aún no hemos encontrado nuestro lugar en el mundo
Introducción: comprender desde la humildad
Según Ortega y Gasset, somos los únicos animales capaces de entendernos en nuestro alrededor y reflexionar sobre ello. No somos sujetos meramente encadenados a una acción-reacción, sino que podemos comprendernos y ser, en cierta medida, dueños de nuestro destino. Esta libertad nos abre un mundo lleno de opciones y hace que nos preguntemos el sentido de lo que hacemos, por qué una cosa y no la contraria, o por qué simplemente nos tomamos la molestia de hacer algo.
Pero, a la hora de escribir sobre ello, uno ha de entender que no debe ponerse a la altura de los grandes pensadores de la historia y creer que viene a revolucionar el mundo de la filosofía con las reflexiones del banco y las pipas, sino que hay que aprender a dejar la arrogancia a un lado, hincar la rodilla y postrarnos ante estos genios que han modelado la sociedad que hoy conocemos, enfrentarnos a ellos antes de enfrentarnos al papel. Como sabiamente expresa la escritora Rosa Montero cuando le preguntan qué haría si tuviera que elegir entre leer y escribir: no se puede hacer lo segundo sin lo primero.
«A la hora de escribir sobre filosofía, uno no ha de creer que viene a revolucionar el mundo de la filosofía con las reflexiones del banco y las pipas», como poco hay que hincar los codos y leer, leer…
Por otro lado, debemos aceptar el carácter absoluto del relativismo. Ya anunciaba el psiquiatra y filósofo Viktor Frankl que no existe un sentido de la vida general, sino que depende de la persona y del momento. Es decir, no encontraremos una respuesta universal, pero sin duda las reflexiones personales serán siempre de ayuda.
En definitiva: este escrito es una combinación de la sensiblera y mínima experiencia de un joven sentado frente a un ordenador y la escasa información que haya podido captar de aquellos inmortales que ha leído hasta el momento. Como me dice mi padre cuando me lee: bendita juventud. Comencemos.
Querer trascender
Si bien había leído previamente sobre el sentido de la vida, no fue hasta leer una columna de la mencionada Rosa Montero que aprendí que todas las interpretaciones de los estudiosos del sentido de la vida giraban en torno a una gran idea: trascender. Al fin y al cabo, la preocupación por el sentido de la vida (profundamente moderna), se debe a la concienciación del ser humano de su finitud y de su problema para encontrar una manera de trascender en el tiempo. Es decir, los seres humanos tenemos un miedo acérrimo a que nuestra vida acabe y que nuestro legado muera con nosotros. Por eso buscamos trascender, porque si solamente estuviéramos aquí de paso y nuestros actos no importaran más que en nuestra inmediatez que ronda los 85 años en un mundo con 4,543 miles de millones, nada tendría sentido.
Pero, teniendo en cuenta que el ser humano lleva miles de años en el mundo, el hecho de que la falta de sentido en la vida sea una neurosis colectiva moderna es bastante curioso. En palabras de Lev Tolstói: «La humanidad entera ha vivido y vive como si comprendiera el sentido de la vida».
Los seres humanos tenemos un miedo acérrimo a que nuestra vida acabe y que nuestro legado muera con nosotros. Por eso buscamos trascender
Una mirada al pasado
Aquí debo remitirme a mi profesor en la Universidad Loyola Andalucía Ignacio Sepúlveda y a la división del mundo antiguo (o premoderno) y el moderno. A lo largo de la historia el ser humano se ha escudado en la religión y la sociedad antigua para dar respuesta a este dilema. Por un lado, en el mundo antiguo el ser humano pertenecía a un plan mayor, era pieza de un puzle que solo Dios podía comprender y manejar, y por tanto, la falta de sentido era impensable, atentaba contra la propia religión. Asimismo, a pesar del miedo a la muerte, este era atenuado con la idea del paraíso posterior. Las reglas que la iglesia dictaba como voluntad de Dios te distraían de preguntarte cuál era tu lugar en el mundo y qué hacías aquí, puesto que pertenecías a su gran plan: solo había que obedecer.
Por otro lado, dejando de lado la religión, la sociedad acompañaba en el aprendizaje del sentido de la vida. Las comunidades pequeñas en las que todos se conocían, tenían un papel fundamental aportando valor al granito de arena que cada uno ponía. Como panadero aportabas el pan, y si te pasaba algo no era tan fácil reemplazarte. Teníamos un hueco en el mundo, un espacio en el que sentirnos seguros de que valíamos y estábamos aportando, trascendiendo. Así, el sentido de la vida se encontraba en lo cotidiano, como concluyó Tolstói en su epopeya que llamó Confesión. En este mismo sentido hemos de recordar las palabras de Aristóteles, que profundizando en esta vida ordinaria y dando por hecho que somos seres sociales (zoon politikon), encontrábamos el sentido socializando, trascendiendo en sociedad.
Ni la religión ni la sociedad ayudan ya al ser humano en la búsqueda del sentido de la vida
La complejidad del presente
Siglos después, Friedrich Nietzsche anunció la muerte de Dios y no fue por casualidad. Este tipo de sociedad, profundamente aristocrática, había llegado a su fin. Tal y como explicaba Alexis de Tocqueville, con la llegada de la democracia las decisiones dejaron de tomarse por unos pocos y empezaron a ser tomadas por todos, diluyendo el poder en muchos individuos. Ya no había quienes nos dieran un papel que jugar en la sociedad, sino que nos encontramos con que teníamos que buscarlo solos. El lugar que habríamos de desempeñar en la sociedad se hizo mucho más difuso. Ese rol no lo dictaba Dios, ni lo decidía un aristócrata, ni la función (si no esencial, sí importante) de panadero en la sociedad. Esto último directamente ha desaparecido: si eres panadero, el día que faltes la despiadada mano invisible de la oferta y la demanda pondrá a otro en tu lugar, y la sociedad, cada vez más globalizada y abrumadora, seguirá a su ritmo, impasible.
Ya no somos una pieza clave en un puzle de pocas piezas, sino que ahora el puzle es gigantesco. Tanto que, si te pierdes, no se verá el hueco: encontrar el sentido de la vida es una odisea que puede tornarse terrorífica. Para encontrarlo en este mundo moderno debemos tener en cuenta que, como no hay una sola respuesta al sentido de la vida como tal, no podemos entender esta pregunta como abstracta, sino que debemos enfrentarnos a ella caso a caso. Cada persona, en cada momento de su vida, tendrá una razón diferente para vivir. Quizá no se pueda poner el sentido de la vida en ser panaderos (o la profesión de turno), pero aún seremos amigos, madres, hijos, nietas, abuelos, compañeras, amantes, etc.
Ya no somos una pieza clave en un puzle de pocas piezas, sino que ahora el puzle es gigantesco: si te pierdes, no se verá el hueco
El sentido de la vida me lo enseñó mi perra
La primera muerte de un ser querido a la que me enfrenté en mi vida fue la de mi perra Wilma. Me había criado con ella y no conocía la vida sin ella. Despedirme fue lo más duro que había hecho hasta el momento, y aún recuerdo cómo se nos resquebrajó el alma a todos en casa. Despedirse de alguien tan cercano a ti nunca es fácil, nadie lo ha explicado mejor que la propia Rosa Montero en su columna Alzar el vuelo.
Con el paso del tiempo aprendí a vivir con la idea de que no volvería a ver a mi perra, hasta que un día reflexionando sobre ello entendí lo que todavía hoy considero mi perspectiva sobre el sentido de la vida, el premio de consolación que nos da la muerte cuando se lleva a nuestros seres queridos, pero también la motivación que nos anima a movernos en vida. Zambulléndome quizá en todos los clichés de estas situaciones:
Wilma no se había ido a ninguna parte. Ella había sido tan determinante para todos nosotros que era imposible que se hubiera ido, seguía viva, o al menos su legado, a través de todos nosotros. Yo no sería quien soy ahora si no fuera por ella, de igual manera que ni mis hermanos, ni mis padres, ni mis tíos o primos lo serían. Con ella había aprendido a querer, a preocuparme por los seres queridos, a ser responsable, a sacrificarme por quienes amamos. Todo eso y mucho más nos lo había enseñado Wilma, y en la medida en la que seamos fieles a nosotros mismos y a lo que ella y su profundo, puro, y desinteresado amor nos había enseñado, ella seguía siendo parte de este mundo. Aún hay más; esas lecciones que nos había regalado las hemos transmitido a quienes son a su vez determinados por nosotros, por lo que Wilma seguirá cambiando el mundo mucho después de que mi familia y yo hayamos desaparecido. Esta es la clave de la trascendencia, la llave para darle sentido a nuestra vida. Su mayor virtud era, como la de todos los perros, la capacidad de amar de la manera más pura, y así ella se convirtió en inmortal.
Encuentra tu potencial… y recoge
Cada uno tiene que buscar ese potencial del que hablaban Peterson y Jung. Algo que los demás aprendan de nosotros o que modele a nuestros seres queridos y que luego puedan transmitir cuando no estemos. Un legado; nuestro billete a la trascendencia.
Viéndolo de otra manera, es la capacidad que tenemos los seres humanos de que otros hayan dependido o dependan de nosotros, de tener una responsabilidad. De esta responsabilidad habla también Jordan Peterson. La concibe como una especie de obligación de tener algo que ofrecer. Y no sólo un día, sino toda la vida. Gracias a ella sentimos que debemos mejorar y ahondar en aquello que nos aporta sentido cada día.
Para ello, él nos aconseja situarnos en la delgada línea entre el caos y el orden. Vivir en el orden, pero siempre asomándonos al precipicio del caos para poder permitirnos mejorar. Si nos acomodamos en el primero y no nos asomamos al segundo, si nos escudamos en la rutina y olvidamos nuestro potencial, no tendremos nada que ofrecer a este mundo y por tanto seremos inútiles: nos habremos vuelto prescindibles, intrascendentes. Y si no trascendemos, seremos efectivamente esa pieza del puzle que si falta no importa porque hay otras tantas iguales. Al final, el sentido de nuestra vida lo encontramos allí donde sentimos que importamos.
Volviendo a la tesis de Frankl de que no hay un sentido de la vida abstracto, y ahondando en ella de la mano de Peterson, encontramos un primer paso hacia la búsqueda tan peculiar como lógico: recoge tu cuarto. Mantener un cuarto ordenado significa levantar el ancla: una iniciativa que nos otorga la satisfacción de sentir que podemos conseguir aquello que nos proponemos, nos regala una responsabilidad, un objetivo, y nos libra del peligroso «no tengo nada que hacer». Una vez levada el ancla, encontraremos infinitos rumbos que tomar, pero todos se encontrarán cuando hayamos abandonado el puerto.
De la mano de Peterson encontramos un primer paso hacia esa búsqueda tan peculiar como lógica: recoge tu cuarto. Un cuarto ordenado significa levantar el ancla, (…) nos regala una responsabilidad y nos libra del peligroso «no tengo nada que hacer»
A la hora de encontrar el sentido nunca está de más investigar sobre cómo queremos trascender. Cada uno debe buscar (a veces con la ayuda de un profesional) y probar hasta encontrarlo, sin dejarse vencer por el hastío de una vida carente de sentido. Y conocer mundo, personas, religiones, realizar actividades nuevas, estudiar, leer, escribir, etc. hasta encontrar algo que nos haga especiales en su mejor sentido, es decir, trascendentes. Hay millones de opciones y cada cual debe abrirse su camino probando y aprendiendo como en el verso de Machado: Caminante no hay camino, se hace camino al andar.
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