Durante mucho tiempo he sido de los que pensaban que el periodismo era más oficio que licenciatura. Que no hacían falta cinco años de estudio, trabajos y exámenes para ejercer de manera competente esta profesión. No es que venga mal el tener una mínima base formativa y cultural, obviamente, pero consideraba que tampoco era imprescindible para dominar la esencia del periodismo: ir, ver, escuchar y contar.
Algunas de esas certezas se demostraron ciertas trabajando en diferentes medios, donde encontré gente que jamás había estudiado la carrera y daba sopas con honda a mucho titulado prefabricado, del mismo modo que surgieron otras dudas que terminaron alejándome de la profesión.
Hoy, cuando me preguntan a qué me dedico, suelo responder con un conciso: “redactor”, diferenciándolo del “periodista”, aunque muchos lo consideren igual. ¿Y qué es lo que hace un redactor?, os preguntareis. Pues básicamente lo mismo que un periodista en prensa, escribir, pero aplicado de un modo distinto y para otros formatos. Si el periodista cuenta una noticia que ha ocurrido, el redactor lee, estudia y cuenta lo que otros han dicho, normalmente de una forma más legible y cercana a cualquier tipo de público. En cualquier caso, se mantienen una serie de reglas de escritura entre ambas profesiones: claridad, concisión, tono, estilo, estructura, etc.
Fácil, ¿verdad? No tanto. Y es que con el paso de los años he ido experimentando un aumento, en cuanto a respeto se refiere, por esta profesión, ni tan sencilla ni tan a disposición de cualquiera, visto lo visto. Todos saben juntar letras, pero no todos las juntan de la misma manera. Son palmarios los ejemplos en casi cualquier profesión y estrato social, pero es especialmente molesto entre el sector cultural, aunque, como siempre, suele haber justos en Sodoma.
El redactor lee, estudia y cuenta lo que otros han dicho, normalmente de una forma más legible y cercana a cualquier tipo de público
Una parte importante del proceso de comunicación es que el mensaje llegue al receptor de la mejor manera posible. Si el receptor no entiende lo que está leyendo o presenta dificultades para comprender lo leído, la comunicación se interrumpe. Lo mismo que si no se siente atraído por aquello que lee, si no se “engancha”, como suele decirse. Sin un mensaje adecuado, la información no sirve de nada. No enseña, no muestra, no puede ser asimilada correctamente. De este modo, el valor de la comunicación se pierde. Tan importante como la idea que queremos transmitir es la capacidad de hacerlo de manera correcta.
Como digo, no siempre he sabido ver el valor que los redactores tenemos como agentes del proceso comunicativo. Pero la experiencia es un grado, y después de unos cuantos años entre fogones, uno empieza a reconocer los logros, merced a una dura realidad: mucha gente no sabe escribir. O, mejor dicho, no sabe comunicar. Algo sumamente peligroso cuando esa falta es cometida por aquellos que, en teoría, más saben.
Podemos encontrar ejemplos en todos los ámbitos. Cualquier lector o estudiante habrá topado con ellos. Obras, artículos y pasajes, firmados en ocasiones por grandes nombres, que resultan absolutamente ininteligibles. Alguien dirá que eso es problema del que lee, que no está preparado para asimilar el mensaje y que tiene que ponerse las pilas. Aparte de pedante y soberbia, considero esa afirmación errónea, al menos si se acepta de manera absoluta. He leído lo suficiente como para reconocer cuando un texto es malo, cuando se podría haber dicho lo mismo con la mitad de palabras y cuando, tras una página, se esconde paja y no sustancia. No hace falta ser un lince para saber que no es lo mismo escribir mucho que contar mucho.
De un tiempo a esta parte, puede que la filosofía sea la rama del conocimiento que más se ha contagiado de esta tendencia, como si cuanto más incomprensible fuera un texto, más sabio y culto fuera su autor. “¡Qué profundidad de pensamiento!”, “tremenda originalidad expositiva”, “revolucionario uso del lenguaje”… Perdonad la expresión, pero eso suelen ser chorradas. La lengua es un instrumento, y del mismo modo que no es igual rasgar las cuerdas de una guitarra sin ton ni son que hacerlo armónicamente bajo la pauta de una melodía bien estructurada, en la escritura no vale cualquier galimatías bajo la excusa de ser “demasiado profundo”. Un texto se ha de entender, esa es su función. Si no la cumple, mal vamos. “Detestable esa avaricia espiritual que tienen los que, sabiendo algo, no procuran la transmisión de esos conocimientos”, que decía Don Miguel de Unamuno. Quien engalana, abigarra y oscurece sus sentencias en su afán de lucir misterioso e inalcanzable, comete el mismo pecado que el arriba citado, además de hacer gala de un notorio complejo de inferioridad, pues quien se sabe inteligente no necesita andar gritándolo a los cuatro vientos.
La lengua es un instrumento, y del mismo modo que no es igual rasgar las cuerdas de una guitarra sin ton ni son que hacerlo armónicamente bajo la pauta de una melodía bien estructurada, en la escritura no vale cualquier galimatías bajo la excusa de ser “demasiado profundo”
Esa ha sido, en opinión de un servidor, el gran error cometido por la filosofía en los últimos tiempos: la aparente excelencia de aquello que parece imposible de ser descifrado. Autores de todas las procedencias y escuelas luchando por decir la frase más incomprensible, la sentencia más disparatada y usar la sintaxis más estrambótica. Es un fenómeno que en ocasiones roza lo demencial. Como redactor, he sido testigo de auténticas joyas de la ilegibilidad, donde cada frase parecía regirse por una gramática propia y la edición del texto se convertía en una suerte de traducción (como si se tratara de otro idioma diferente) cuando no de abierta deducción.
Esa moda sin sentido de “cuanto menos legible, mejor”, de loa automática por la idea abstrusa, es el gran problema de la filosofía. Es lo que la ha arrinconado, lo que hace que mucha gente no quiera verla ni en pintura. No porque no estén interesados (cuando uno habla con la gente se da cuenta de que todos, en mayor o menor medida, se hacen preguntas y algunas de gran relevancia), sino porque no la entienden. Peor aún: porque muchos, parece, no quieren que sea entendida. Lo cual es muy triste.
Es de ahí de dónde salió la idea de Filosofía&co (como anteriormente fue el leit motiv de la desaparecida Filosofía Hoy): poner la filosofía a disposición del gran público. De adaptar, en la medida de lo posible, ese lenguaje extraño y aislante a la claridad y concisión del lenguaje periodístico, tal y como se ha hecho en muchas otras áreas del conocimiento, como las artes, las ciencias, la tecnología o la medicina.
No se trata de hacer que la parte académica de la filosofía desaparezca, sino de lograr que esta oferta divulgativa tenga el reconocimiento que se merece y no sea minusvalorada. De entender que ese paso es clave para lograr que el “amor por la sabiduría” sea moneda corriente, forme parte de nuestra vida diaria y “atrape” cada vez a más gente. No es algo que se arregle con leyes ni con obligaciones, sino que ha de ser una adopción cultural libre y voluntaria. Si alguien considera que hay un camino mejor para lograrlo que hacer ese mensaje atractivo, entretenido y valorado, hacédmelo saber. Pero la opinión de un servidor es que una buena oferta genera buena demanda, y la filosofía, como muchas otras cosas en la vida, se disfruta mejor en compañía.
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