A tres siglos del surgimiento del librepensamiento, el mensaje de Diderot sigue vigente. Urge escucharlo para empezar a construir sociedades más laicas, justas, tolerantes y solidarias.
Por Rogelio Rodríguez Muñoz, licenciado en Filosofía
Dos nociones contrapuestas pugnan al intentar entender los grandes acontecimientos históricos y sus protagonistas. Se piensa, a veces, que es la historia la que hace a los hombres, que la historia toma a este individuo o el de más allá de acuerdo a sus necesidades y que, ya no necesitándolos porque cambian las circunstancias, los va desechando tal como un cirujano coge y deja instrumentos a medida que va operando. Podría ejemplificarse esta noción con la Revolución Francesa, en que —como reza una frase recurrente— iba «devorando a sus hijos» a medida que ya no le servían.
La otra noción plantea que son los individuos, y particularmente aquellos sujetos grandiosos, los que hacen la historia y que la hacen, precisamente, con lo que tienen de más individual, de más propio e insustituible. De acuerdo a esta noción, por ejemplo, no vamos a comprender nunca la Roma de Julio César si no comprendemos a los grandes hombres de esa época, en especial al mismo Julio César.
Cuando se piensa en la Encyclopédie —ese magnífico compendio ilustrado del saber producido en el siglo XVIII en Francia y conformado por veintiocho macizos volúmenes, que tanto alboroto causó durante los veinticinco años que duró su publicación tomo tras tomo, y que asumió la figura simbólica del triunfo del pensamiento libre y secular contra todas las fuerzas retrógradas del Antiguo Régimen—, la balanza se inclina ostensiblemente hacia la última posición.
Para seguir leyendo este artículo, inicia sesión o suscríbete
Deja un comentario