“No soy filósofo –afirma Charles Arrowby–, pero me pregunto si la autobiografía es el mejor medio para arrepentirse del egoísmo”. Su respuesta da que pensar: “Sólo puedo reflexionar sobre el mundo reflexionando sobre mis propias aventuras en él”. Arrowby, el personaje central de la novela de Iris Murdoch El mar, el mar, comienza de este modo a reflexionar sobre su vida buscando sosiego en un pueblo de la costa que le permita distanciarse del mundo del teatro del que forma parte. Habita, sin embargo, en su propio escenario, desde el que habla de su propio mundo en la ilusión de que lo que dice acerca de él coincide de algún modo con lo que el mundo realmente es. Con el transcurrir de la novela, Murdoch nos hará ver que el mundo de Arrowby está construido a imagen y semejanza de su yo desde una perspectiva, teñida con los oscuros tonos del egoísmo, que hace de los demás meros figurantes de su historia.
La forma de mirarse a uno mismo y mirar al mundo
Como pasión característica del ser humano, se ha entendido que el egoísta es aquel que se ocupa y se preocupa más por sus propios intereses que por el mundo que habita en comunidad junto con los demás. Ha sido por ello, dentro de la historia del pensamiento, la pasión que ha ocupado mayor número de reflexiones desde las más diversas perspectivas: desde aquellas que sostienen que existe una dimensión positiva en el egoísmo hasta aquellas posiciones que subrayan su potencial destructivo. Todas coinciden en todo caso en que el egoísmo ha de ser entendido como una forma de obrar que tiene como motivación el interés propio.
Es la pasión que ha ocupado mayor cantidad de reflexiones en la historia del pensamiento y todas coinciden en que el egoísmo debe entenderse como una forma de obrar que tiene como motivación el interés propio
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Cierto es que el egoísta, según una definición clásica, se ha identificado con un sujeto que, impulsado por un amor desmedido hacia sí mismo, atiende a su interés aun perjudicando a los demás y haciendo del otro un medio para sus fines. Pero, para tratar de analizar lo que el egoísmo implica, habría que entender qué tipo de amor es este del que se habla. El problema del egoísta no es algo así como un “amor hacia sí mismo”, sino la forma del sujeto egoísta de mirar hacia sí mismo y hacia el mundo, como le sucede a Charles Arrowby. El egoísmo implica, pues, un problema de mirada más que de amores desmedidos –aunque las querencias hacia uno mismo estén anudadas en este concepto–, no solo en el sentido de que el egoísta “mira” por sí mismo, sino en una dimensión mucho más profunda que se proyecta hacia el interior del propio yo y que tiene que ver con la conformación de su realidad.
El egoísta atiende a su interés incluso perjudicando a los demás y haciendo del otro un medio para sus fines
Todo lo hace por conveniencia
Uno de los elementos más perjudiciales del egoísta consiste en no percibir que su mirada sobre el mundo está distorsionada y que su yo, lejos de integrarse con el mundo, lo usa en su beneficio. No se trata de que el egoísta no comparta aquello que considera suyo y lo guarde para sí, sino de que todo cuanto hace lo hace por conveniencia. Su trato con los otros pasa por el velo distorsionador de su mirada: al ver al otro no lo ve por aquello que vale por sí mismo, sino por lo que vale para él. De ahí que el egoísmo nada tenga que ver con el amor, entendido como donación de sí, ni con el amor propio, que está relacionado con el deseo de evitar todo aquello que vulnere la integridad de lo que uno es, sino con una mirada que reduce al mundo a lo que la perspectiva parcial e interesada del yo ve en él.
Así, una larga tradición, desde Agustín de Hipona, hizo coincidir descriptivamente el egoísmo con una forma del sujeto de mirarse y mirar el mundo. Si la motivación del egoísmo parte de los intereses del yo y se proyecta hacia un objetivo que vuelve a él en la forma de un beneficio para él, el movimiento egoísta es reflexivo y dibuja la trayectoria que va del yo hacia el sí mismo. Es, pues, un movimiento de curvación sobre sí: curvus es aquel, según Lutero, que mira sólo por sí mismo, que sólo presta atención a su yo y sus necesidades y al hacerlo se vuelve sobre sí mismo. De ahí que se hable de amor hacia uno mismo y no de amor o donación hacia los demás. El egoísta concibe lo otro de sí como medio que puede ser utilizado para sacar provecho, independientemente de sus consecuencias para los demás.
El egocéntrico considera que el mundo gira a su alrededor; el egoísta percibe que hay un mundo además de él mismo, pero lo manipula hasta obtener de él su máximo beneficio
Existe una estrecha relación entre el egoísmo y el egocentrismo, como bien supo ver Schelling, aunque ni todo egoísta es un egocéntrico ni todo egocéntrico un egoísta. Si el egocéntrico considera que el mundo gira a su alrededor, el egoísta percibe que hay un mundo además de él mismo, pero lo transforma y lo manipula hasta obtener de él, a costa de los demás, su máximo beneficio. Quizá por ello el imperativo categórico kantiano implica en el fondo una comprensión egoísta del ser humano por la cual este sólo puede actuar moralmente si su acción es pensada desde una doble dimensión: desde el beneficio que le reporta al sujeto de la acción y desde el impacto que habría de tener en el sujeto si este deviniera objeto de una acción similar efectuada por un tercero; o, dicho de otro modo, desde la conformación de un modo de mirar que asume que nosotros mismos somos objeto de la mirada de otro y parte de un horizonte mucho más amplio de lo que a veces queremos ver.
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