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NÚMERO 12

Dosier

¿Cómo afrontar la crisis ecológica y social?

Rutas hacia el futuro desde un presente distópico

Espacios dignos de ser amados

El lugar que habito puede ser simultáneamente amante y amado. Con los lugares establezco relación, quiera o no. El lugar de origen, destino y residencia son más que casualidades, son identidad propia. Los tecnócratas nominan las ciudades como amables, accesibles, inteligentes, compactas, verdes. Pero es fundamental lo que el morador permanente sienta, piense y diga de ellas.

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«La definición que hace el filósofo francés Jean-Luc Marion de 'amable' está determinada como 'lo digno de ser amado'. Así, decir que un espacio es amable sugiere una correspondencia del cuidado», escribe Sergio Molina en este artículo. Collage diseñado por freepik (licencia CC).

«La definición que hace el filósofo francés Jean-Luc Marion de 'amable' está determinada como 'lo digno de ser amado'. Así, decir que un espacio es amable sugiere una correspondencia del cuidado», escribe Sergio Molina en este artículo. Collage diseñado por freepik (licencia CC).

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Dos que se enamoran y relacionan se alimentan recíprocamente entre sí, esperan el cumplimiento de una promesa. ¿Y qué promete la ciudad? A la ligera, supervivencia y seguridad, pero, más allá de eso, exigimos de ella un estímulo permanente de bienestar.

El turista o transeúnte ocasional usa resúmenes ambiguos sobre los lugares como «hostiles» o «acogedores», determinados subjetivamente. Pero ¿qué hace acogedoras, amables o agrestes a las ciudades?, ¿a qué nos referimos con tales expresiones? El ser humano crea cultura (amable, acogedora, altruista), la misma que va definiendo a la ciudad, y esta recíprocamente al hombre, en una dinámica de retroalimentación.

La corresponsabilidad entre persona y espacio es un fenómeno urgente a considerar que intenta colmar las particularidades del ser (carencias, expectativas, y vulnerabilidad). La definición que hace el filósofo francés Jean-Luc Marion de «amable» está determinada como «lo digno de ser amado». Así, decir que un espacio es amable sugiere una correspondencia del cuidado. Cuida el ciudadano y cuida el gobernante; y este último ¿interviene el espacio público, pensando el bienestar como un concepto univoco?, ¿se vale de la gobernanza para establecer unos mínimos del cuidado? Hasta en esta discusión se ponen a prueba las democracias.

¿Qué promete la ciudad? A la ligera, supervivencia y seguridad, pero, más allá de eso, exigimos de ella un estímulo permanente de bienestar

Habitar como resultado de amor, apego u odio

¿Lo idealizo o hago del domicilio un espacio real? La ciudad es cotidiana, la cotidianidad sorprende. Un día me encontré con una situación curiosa en el espacio público mientras esperaba el cambio del semáforo: un cuadro colgado en un árbol. Sí, así como lo leen. Este extraño fruto en el árbol tenía la imagen sugestiva de una mujer descansando en una cama, un cuadro con su respectivo marco. Una escena que sorprendió a los que por allí transitábamos y nos provocaba en cuanto a resolver quién y con qué propósito puso esa imagen.

Kevin, un joven vendedor callejero, inmigrante, con cara amable y sonriente, se responsabilizó del acto. Me dijo que había tomado el cuadro de la basura y que, al verlo en buen estado, lo quiso izar en el tallo del árbol para hacer agradables las horas del día. Un ejemplo de intervención urbana, de «adecuación del espacio público, espacio de trabajo, con propósitos de amabilidad». Efectivamente, puedo intervenir favorablemente mi espacio, tanto como desfavorablemente si lo ensucio y daño.

La subjetividad que supone lo bueno, bello y virtuoso se aleja del debate en cuanto a lo sorpresivo y provocador de los accesorios en el espacio. El andén es el lugar apropiado al transeúnte, pero la sorprendente y fresca sombra lo hace más amable (digno de apreciarse y usufructuarse). La sombra es accesoria y superlativa, no con carácter despectivo o sin importancia; me refiero como accesorio a las dinámicas inesperadas que suman a la experiencia de identidad individual y colectiva, tan necesaria para el malabarista callejero, el voceador de prensa, el vendedor, como a los manifestantes que desfilan protestando.

Muerte y vida de las grandes ciudades
Muerte y vida de las grandes ciudades, de Jane Jacobs (Capitán Swing).

En el libro Muerte y vida de las grandes ciudades, la urbanista Jane Jacobs (1916- 2006) considera a las personas en relación con su amado Green Village en New York. Sugiere que no puede haber espacio sin habitantes, espacios intervenidos a imagen, semejanza y necesidad. Plantea la importancia de respetar sitios de aparente caos que tienen una identidad particular que seguramente no encaja en un concepto general de orden urbano. ¿Imaginan el barrio chino sin aglomeraciones, regateos, olores, y sin tenerse que abrir paso entre la multitud? Junto a los colores del barrio chino en una postal está la afluencia de público. Jacobs defendió esto que denominó «diversidad y vitalidad de las ciudades».

La ciudad es espacio y oportunidad. Le agregamos adjetivos a esa territorialidad designándola como provechosa, contributiva y, de forma más romántica, espacio para vivir bien siendo felices. La felicidad es una consecuencia de ser reconocidos, de entender que de afuera llega este mensaje: «Sé que existes». Eso dice y significa a fin de cuentas un andén, una silla, una fuente: «Fuimos hechos para ti, alguien ha pensado en ti».

La urbanista Jane Jacobs defiende la «diversidad y vitalidad de las ciudades». Sugiere que no puede haber espacio sin habitantes, espacios intervenidos a imagen, semejanza y necesidad

El espacio en cuanto a dignidad

Incluso lo que transitamos, así sea contingentemente, está determinado como hábitat. Aunque allí no pasemos la noche, aunque solo sea el corredor de un lugar a otro, este tiene la cualidad de habitable (espacio posible y digno de habitar), siempre que no ponga en riesgo la vida del transeúnte. La posibilidad de hacer de un sitio un hábitat es proporcional a la posibilidad de determinarlo como «amable» y lo amable, a su vez, se hace próximo a lo «digno» (meritorio de cualidades que generan dignidad o al menos no la contradicen). Espacio y ciudad se hacen dignos de ser amados; con ellos establecemos relación, como los enamorados, a través de un modo que depende de cada uno.

El ser humano dignifica el espacio transformándolo, y este, recíprocamente, lo transforma a él con dignidad. A la ligera nos podemos extrañar y cuestionar sobre cómo genera dignidad el espacio. Nos sorprendemos ante la evidencia según la cual soy el lugar y el lugar es, gracias a mí. La intervención espacial es la resulta de una conversación entre habitante, transeúnte o visitante que adapta y se adapta. Como contributivo al fomento de la identidad, debo revisar las siguientes cuestiones: la ciudad ¿me desdibuja?, ¿me transforma?, ¿me contraría?, ¿me acoge?, ¿me inspira?, ¿me pregunta?, ¿me responde?

Identidad y pertenencia están en continua tensión, de modo que «disfruto gratamente lo que me representa, y dio origen a mi carácter, estilo y modos, además porque en la ciudad puedo verme o no». La dignidad requiere de símbolos y unos inmediatos indican que ella queda bien representada por la limpieza y accesibilidad, servicios y todo aquello que relacionamos con humanidad. Entre otras cosas, sentarse dignifica, y sentarse a la sombra puede dignificar aún más. Esa comodidad que quiero se interpreta como bienestar.

El espacio es determinante en el desarrollo humano, por lo que el ser humano intenta «llevarse bien» con el espacio, es decir, de cada persona depende el buen modo de relación con el espacio y esto incluye modificar y ajustar a su necesidad y dignidad el entorno, haciéndolo amable. El individuo se hace cóncavo al convexo del espacio. El amor por el sitio habitado genera arraigo antes que patriotismo.

El espacio, al mismo tiempo, se constituye en generador de sensaciones identificadas de forma genérica pero incidente en nuestro aprecio y comportamiento. La amplitud que me da sensación de libertad, lo estrecho que me contrae, limita, me abriga o me genera intimidad, lo iluminado que me genera seguridad, lo oscuro que me incita duda o vulneración, lo limpio que me hace merecedor, con orden mental, lo sucio que redunda en incomodidad y repulsión, lo natural que conlleve a frescura y fluidez, lo artificial a hostilidad y extrañeza. Así, por citar unas cuantas sensaciones que fecundan sentimientos, pensamientos y acciones en favor del espacio público y las ciudades.

Revisemos las siguientes cuestiones: la ciudad ¿me desdibuja?, ¿me transforma?, ¿me contraría?, ¿me acoge?, ¿me inspira?, ¿me pregunta?, ¿me responde?

Las ciudades como espacio de resiliencia

Los sentidos permiten la relación espacial. Si algo está en nuestra memoria son los barrios de nuestra infancia, la cuadra y el bloque de apartamentos. La ciudad se huele, se escucha, se ve, se toca y metafóricamente se gusta (se constata). La experiencia sensorial da inicio a la reflexión que determina si lo sentido me hace bien o mal. Cualquiera de las dos sugerencias permite la pregunta: ¿por qué me hace bien?, ¿por qué me hace mal? Si es mala mi experiencia, ¿puedo adaptarme?, ¿puedo transformar la ciudad como espacio a una mejor percepción constatable para mí?, ¿qué implica ello? A partir de mi expectativa, puedo incluso aceptar cosas de esa ciudad que en otras no soportaría.

La ciudad me pertenece sin que yo la controle o determine en su totalidad. Soy reciproco y amable con los demás que viven y la visitan, al punto de decir: «Voy a esa ciudad, porque además de sus parajes, sus habitantes son muy amables» (atentos, dispuestos, serviciales, buenos anfitriones), por lo tanto, dignos de ser amados.

El tren y el asiento en los que vamos son habitación, el andén es casa, es casa esta mesa que ahora ocupo y que dejaré limpia para que otros hagan de ella su casa también, es casa un árbol que sirve siempre de referente. Disponer el espacio a otros es uno de los mayores actos de amor, respeto y consideración humana, dado que lo hacemos con el amigo que no conocemos, con otro como yo. Al dejar dispuesto el sitio, estoy generando otredad y practicando el personalismo. Entonces, el lugar o espacio es amable naturalmente y por la previa mano del transeúnte o concurrente anterior que puso de sí para hacerlo amable incluso para otros (consciencia colectiva).

Para terminar, traigo a colación la escena descrita por Gabriel García Márquez en el libro Cómo se cuenta un cuento, en el que anticipa la moraleja según la cual tendemos a modificar el entorno para vivir con calidad, propósito y dignidad. El cuento propone a un par de desconocidos, hombre y mujer, atrapados en un ascensor. Les brindan auxilio sin que puedan socorrerlos mientras pasan los días y solo les proporcionan, con una cuerda, las cosas básicas para subsistir: comida, mantas… El tiempo pasa y la mujer está encinta. Ambos parecen estar instalados muy cómodamente en el pequeño espacio del que disponen y piden una radio para escuchar música y libros para ilustrarse. Sin poder ser rescatados —en ese realismo mágico del autor— tienen un niño, y ella se queda encinta otra vez. En las paredes del ascensor hay cuadritos y macetas con flores. El lugar es un pequeño paraíso. Él termina de leer un libro, lo pone en la cesta y tira de la cuerda. «¡Mándame el tomo dos!», grita. Cuando al fin los intentan rescatar, increpa a los bomberos: «¡No se les ocurra volver por aquí!». Nunca más quisieron salir de allí, adecuaron su espacio.

Esto nos hace pensar sobre la pregonada resiliencia humana. Siempre ha existido, concerniente en ajustar favorablemente circunstancias, espacio y aspiraciones del hombre. Las ciudades entonces también son oportunidad de llevar a cabo la resiliencia. Viene a bien el pronunciamiento de Francis Bacon (1561-1626): «Arregla tu propio jardín», así serán tus lugares. Ajustarnos y dejarnos ajustar con modo amoroso y digno es una constante en la buena relación entre persona y espacio.

Sobre el autor
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Sobre el autor

Sergio Molina (Medellín, Colombia) es doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB), investigador posdoctoral en la Universidad Pontificia de Salamanca, en la Universidad Autónoma de Madrid y en la UPB. Miembro del grupo de investigación Epimeleia, es autor de dos libros: Razonamórate. La importancia de pensar el amor Me voy, y columnista habitual en diarios de Colombia.

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