Friedrich Nietzsche (1844-1900) transformó el destino del pensamiento moderno al cuestionar la base misma de la verdad, la moral y la trascendencia. Su proclama «Dios ha muerto» no solo marcó el final de la creencia en un fundamento trascendente (esto es, en una verdad absoluta), sino que desarmó la pretensión de objetividad que sustentaba la filosofía occidental.
Antes de Nietzsche, la tradición filosófica había construido un edificio ideológico apoyado en la verdad absoluta y un esquema jerárquico que elevaba lo divino por encima de lo humano. Con su crítica, Nietzsche puso punto final a esa herencia —una herencia que, en palabras suyas, resultaba decadente— y expuso la pantomima que ocultaba cualquier pretensión de universalidad. Después de Nietzsche, no hay universales.
Comprender la influencia de Nietzsche y sus herederos resulta esencial para desenmascarar los restos de Dios que sobreviven en prácticas sociales, discursos académicos y formas narrativas. Esa herencia obliga a localizar las «trazas de Dios» —los retales que persisten en concepciones filosóficas, literarias o políticas sin justificación sólida— y a asumir que cualquier pretensión de universalidad es, en última instancia, frágil o pura farsa. Pero, antes de andar con sus herederos, examinemos con más profundidad la muerte de Dios.
La muerte de Dios
«Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado.
¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos?
El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído
se ha desangrado bajo nuestros cuchillos».
Nietzsche, La gaya ciencia
Este episodio se ha convertido en la hazaña más famosa de Nietzsche: la hazaña que desmanteló todo un paradigma filosófico basado en la verdad absoluta, en la objetividad y en la verticalidad, y que ha dado la vuelta al mundo —desde camisetas y tazas hasta congresos académicos y artículos infinitos—. Después de toda una eternidad creyendo en algo superior, Nietzsche puso punto final a esa herencia decadente, proclamando que, para nosotros, terribles y lamentables (pos)modernos, Dios ya no puede creerse.
La metáfora tiene un sentido literal: vivimos en una sociedad que camina hacia la secularización y, en ese trayecto, Dios ya no tiene fieles que le hagan existir. Pero esta muerte no se reduce a un fenómeno demográfico o religioso; es mucho más que eso. Con la muerte de Dios, toda trascendencia filosófica ha mostrado su procedencia profana (humana, demasiado humana): dejó de poder afirmarse un fundamento último desde el que juzgar y construir sistemas que aspiraran a totalizar la realidad.
Toda visión totalizadora resultó ser un desesperado intento de huir de su propio perspectivismo, y la moral dejó de ser una realidad objetiva o deducible para mostrarse como la cristalización de un determinado régimen corporal y de poder compuesto por diversas fuerzas y afectos. El vendaval nietzscheano tiró abajo el atrezzo que sostenía la filosofía occidental, mostró su pantomima y expulsó a la tradición platónica y cristiana de su pedestal.
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