Aunque separados espacial y temporalmente, Jean de La Bruyère, el marqués de Vauvenargues, La Rochefoucauld y Georg Christoph Lichtenberg compartieron un refinado gusto por las sentencias breves y directas. Estos maestros del aforismo demuestran que, en ocasiones, las frases pueden sustituir la complejidad y extensión de todo un sistema filosófico.
Por Carlos Javier González Serrano
Ya explicaba Baltasar Gracián en su Oráculo manual y arte de prudencia, publicado en 1647 (obra de furibundo éxito en los entornos cultos de los siglos XVII a XIX, un éxito que aún hoy perdura), que «lo bueno, si breve, dos veces bueno». Con tan sencilla máxima daba a entender que la brevedad, lejos de ser un defecto de forma, puede llegar a convertirse en la mejor arma de un escritor. De un buen escritor, se entiende. Si la cabeza de quien escribe está hueca, no contiene nada de utilidad que pueda comunicar, siempre será conveniente seguir el postrero dictado wittgensteiniano del Tractatus: de lo que no se puede hablar es mejor callar.
Si algo comparte Gracián con La Bruyère, Vauvenargues, La Rochefoucauld o Lichtenberg es precisamente el ahínco por decir lo que haya que decir de la forma más apretada posible, sin que la brevedad reste en absoluto eficacia, donosura y fuerza al mensaje. Otro de los grandes maestros del aforismo, Arthur Schopenhauer (1788-1860), quien compuso todo un compendio de máximas para obtener la felicidad (por muy consciente que fuera de su imposibilidad), pensaba que las frases cortas pueden llegar a albergar, si están bien construidas, una universalidad del que numerosos y extensos sistemas filosóficos carecen. No hay nada peor que la vulgaridad intelectual, y en este sentido, extenderse sin medida es signo en ocasiones de vaguedad mental y expresiva.
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