¿Se acuerdan de Otto West? O sea, del actor Kevin Kline en la piel de un criminal ridículo, mezquino y también entrañable, de puro disparatado, en Un pez llamado Wanda. Nos vuelve a la memoria con frecuencia porque, uno, nos divirtió enormemente, y dos, porque al citado personaje lo vistieron de intelectual fallido y, para colmo, de «nihilista». Con una granada explosiva siempre a mano, como quien lleva un llavero, hicieron que leyera nada menos que a Nietzsche. Desde entonces –y desde mucho antes, bien es cierto– Friedrich Nietzsche permanece en el imaginario popular como la quintaesencia del filósofo inescrutable, aquel cuyos libros solo pueden sostener, sin que se les quemen las yemas de los dedos, los catedráticos y los pedantes.
Nietzsche permanece en el imaginario popular como la quintaesencia del filósofo inescrutable, cuyos libros solo pueden sostener los catedráticos y los pedantes
No obstante, y por más que cueste pronunciar/escribir su nombre, Nietzsche es uno de los filósofos más divertidos, provocadores y agudos que han existido. Aforista libérrimo, este pensador libre hasta el desbarre nos ha dejado algunas de las frases más contundentes de la historia del pensamiento. Fueron tantos los caminos que abrió que casi no existe ensayo filosófico moderno que ose vadearlo, ni autor que no haya caído en la tentación de denigrarlo o ensalzarlo.
Ni títere con cabeza
Comencemos exponiendo muy sucintamente la demoledora crítica nietzscheana a la cultura de su tiempo, tan parecido al nuestro. Su tesis fundamental de que la entente Ilustración-capitalismo-industrialización pervirtió nuestra ciudadanía y se cargó de paso la democracia real, es decir, la que consiste en vivir como si fuésemos efectivamente parte de una misma comunidad. El par liberalismo-capitalismo consiguió emancipar a la sociedad de los reyes, aristocráticos adláteres y chupópteros varios, pero no evitó que se colara de rondón un mundo en el que los valores están de más y donde solo importan los intereses. Como resultado encontramos una sociedad donde la clase política es –curiosamente– apolítica y donde no se aspira a lo que Nietzsche llamaba una cultura de gran estilo, basada en el crecimiento personal que apunta a lo elevado, sino meramente a que se nos satisfaga. En román paladino: más créditos blandos para no perderse ningún año las fiestas locales, tarifa plana de internet, menos sociedad meritocrática y ninguna discusión de fondo sobre cómo vivir en común sin despellejarnos. Y el que se frustre, que vomite en Twitter.
La tesis de Nietzsche es que la entente Ilustración-capitalismo-industrialización pervirtió nuestra ciudadanía y se cargó la democracia real, la que consiste en vivir como si fuésemos parte de una misma comunidad
Surge así un Estado monstruo que se desentiende de lo que el ser humano necesita. Un Estado en el que ya no cuenta lo bueno, sino lo conveniente, y que para lograrlo ejerce una «violencia legítima». Un ente con más cabezas que la Hidra de Lerna cuyo afán es proveer falsas seguridades y diversión en el sentido militar del término: señuelos. También promueve, sostiene Nietzsche, una aristofobia de rebaño donde el que destaca es siempre digno de sospecha. ¿Nos parece exagerado? Pensemos en nuestros actuales sistemas educativos o en la demonización de la riqueza, ambas cuestiones que ha acabado pagando el conjunto de la sociedad. Contra esta charca tibia de la vulgaridad combatió Nietzsche.
Quizá pensemos que la crítica sociopolítica de Nieztsche padece de sesgos ideológicos, mas no es así. La prueba está en que su influencia aparece en todo el espectro político, de derecha a izquierda, lo mismo que sus críticas. Si las élites las sufrieron en sus carnes, no lo hicieron en menor medida los proletarios comunistas, que también tuvieron el honor de conocer los ataques del buen Friedrich: una caterva de mediocres, vendedores de un sistema que se cree con derecho a asfixiar a quien pretende sacar la cabeza y defiende su derecho a ser diferente. La idea de igualdad nunca hubiera sido defendida por Nietzsche, que sí era partidario de todo privilegio que hubiera sido conquistado con coraje y esfuerzo.
La influencia del alemán aparece en todo el espectro político, de derecha a izquierda, lo mismo que sus críticas
Lo cierto es que, si uno escribe un libro que se llama El Anticristo, no puede esperar caer bien a todo el mundo. Menos aún si, además de decir aquello de que «Dios ha muerto» (resaltando que tal noticia suponía «una aurora» y una enorme responsabilidad), reparte estopa a los «tontateos», por no hacerse cargo del grave hecho de vivir sin Dios…, así tampoco puede uno esperar que le pongan su nombre a una calle. Menos aún quien llamaba a los nacionalistas «provincianos», defiende europeizar Alemania (y no al revés) y cree que el estado natural del hombre moderno es el de apátrida. Ya lo dijo él mismo: «No soy un hombre, soy una carga de dinamita»; y esa onda expansiva aún se siente. No hay premios a la popularidad para quien critica con argumentos y propone soluciones sin casarse con nadie.
Una oda al ser humano
Ningún filósofo ha escrito más descarnadamente sobre la necesidad de autosuperarse y de endurecerse que Nietzsche. «Cada logro, cada avance del conocimiento» –escribe en Ecce Homo– «depende de la resistencia contra uno mismo». Y añade en El crepúsculo de los ídolos: «La primera tesis fundamental es: hay que tener necesidad de ser fuerte, de lo contrario, no se es fuerte nunca». Nietzsche nos invita a enfrentarnos a lo peor como lo hacemos con una ducha fría: entrando decididos y saliendo deprisa y refrescados. A fin de cuentas, es lo problemático y difícil del hombre lo que lo hace interesante, y solo es verdadera vida la que puede malograrse. El camino de los mejores nunca es recto, pues el humano es el ser no ajustado a la naturaleza, siempre disonante y en movimiento. Su receta esencial es un tipo particular de pesimismo que describió en El nacimiento de la tragedia: «Una predisposición intelectual a la dureza, al horror, al mal, al hecho enigmático de existir, que hunde sus raíces en una salud desbordante, en una existencia plena». No es lo que leeríamos en un libro de autoayuda, pero no estaría de más preguntarse si no está en lo cierto.
El camino de los mejores nunca es recto, pues el humano es el ser no ajustado a la naturaleza, siempre disonante y en movimiento
Un decimonónico con alma centennial
Mientras otros han envejecido inmisericordemente, Nietzsche, el tarado, el desaforado, el nazi –que hubiera tildado de enanos mentales a los mismos nazis–, el antisemita –que se peleó con Wagner por ser antisemita–, el incomprensible y el incomprendido, ha sido quien ha terminado por ser reconocido como uno de los más perspicaces y actuales filósofos de la historia, quien antes atisbó la clase de mundo a la que nos abocamos. Probablemente se reiría socarronamente, con un punto de tristeza, al constatar cómo tantas de sus desoídas advertencias se han terminado materializando.
Olvídense, pues, del cliché de Otto West y atrévanse con cualquier texto del autor de Así habló Zaratustra. Tampoco lo tomen demasiado en serio (ni a este ni a ningún otro), ni lo idolatren, no sea que se les atragante. Prueben su Genealogía de la moral, La gaya ciencia o cualquier otra de sus estupendas obras. Caten sus ideas sagaces y sus arrogancias, sus extravagancias y sus lucideces, y verán qué risa les entra y qué escalofrío les sacude el cuerpo.
Atrévanse con cualquier texto del autor de Así habló Zaratustra. Tampoco lo tomen demasiado en serio (ni a este ni a ninguno), ni lo idolatren, no sea que se les atragante
Y para acabar, volviendo a la mencionada película, Wanda (Jamie Lee Curtis) le dice a Otto que ha llevado trajes con un cociente intelectual más alto que él, que no es más que un mono, a lo que el pseudointelectual replica que los monos no leen filosofía. Remata Wanda: «Sí que la leen, Otto, pero no la entienden».
Nietzsche no siempre lo pone fácil, pero siempre merece la pena.
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