Como exiliada judía que huyó del nazismo, Arendt no buscó explicar el mal como una fuerza demoníaca o irracional, sino como un fenómeno profundamente humano y político. A través de sus obras —como Los orígenes del totalitarismo, La condición humana y Eichmann en Jerusalén—, elaboró una visión original: el mal puede surgir no tanto de la maldad consciente, sino de la ausencia de pensamiento, de la obediencia ciega y de la renuncia a la responsabilidad individual.
El mal radical y el mal banal
En Los orígenes del totalitarismo, Arendt emplea la expresión «mal radical» inspirándose en Kant, quien entendía este mal radical como una corrupción profunda de la voluntad moral. Para Arendt, en un primer momento (el libro sobre el totalitarismo se publicó en 1951), el totalitarismo representaba una forma de mal que buscaba destruir la espontaneidad y la libertad humanas, es decir, la capacidad de los individuos para iniciar algo nuevo, pensar y actuar por sí mismos.
Este mal radical no se limitaba a causar sufrimiento o muerte, sino que pretendía aniquilar la humanidad misma del ser humano. En los campos de concentración, Arendt veía el intento de eliminar no solo la vida física, sino también la condición moral y política del ser humano: su singularidad, su capacidad de juicio y su dignidad.
Sin embargo, una década más tarde, durante el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, Arendt experimentó una transformación profunda en su pensamiento. Lo que observó en Eichmann —un funcionario nazi responsable de la deportación de miles de judíos— no encajaba con la idea de un mal radical consciente y demoníaco.
Eichmann no parecía un monstruo ni un fanático, sino un hombre corriente, mediocre y obediente, incapaz de reflexionar sobre el sentido de sus actos. De esta observación nació su famosa tesis de la «banalidad del mal», expuesta en Eichmann en Jerusalén (publicado en 1963).














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