Si se me permite, comenzaré por una anécdota personal que visibilice lo que estoy diciendo. Hablaba, dentro de un congreso de bioética, una persona con un halo de importancia más aparente que real y en su discurso hizo mención más de veinte veces a la palabra «dignidad». Al acabar le pregunté si podía definir con cierta concisión qué es lo que significa dignidad. Dicho de otra manera, que me diera una definición o miniexplicación. Se puso lívido, tartamudeó y poco más. Nada inusual.
Y es que el término «dignidad» es como una bola de billar que no encuentra nunca el agujero en el que encajar. Desde que Cicerón en De Officiis introdujo la palabra –por cierto, Cicerón también es el padre de los términos «religión» y «cultura»–, ha pasado de mano en mano o de doctrina a doctrina desbordándose en función de quién la usaba, pero siempre sin responder con claridad a cuál es su significado. Lo más que se ofrece es un conjunto de descripciones que se repiten con no poca arbitrariedad. O se la iguala a libertad e igualdad. O se dice, sin más, como es el caso de Pascal, que equivale a pensamiento. Hobbes, en el otro extremo, la reduce al precio que merecemos cada uno si se nos compra. Si entramos en las disputas jurídicas sobre el iusnaturalismo podemos acabar mareados, y si nos acogemos a la ultima ocurrencia de cualquier sedicente bioético podemos ver por todos partes minidignidades en fetos, moribundos, enfermos mentales y un sinfín de situaciones en las cuales puede encontrarse el ser humano. Parecería más correcto comenzar por saber cuál es el núcleo de lo humano y no por sus esquinas.
Desde que Cicerón introdujo la palabra «dignidad», esta ha pasado de mano en mano o de doctrina a doctrina, desbordándose en función de quién la usaba, pero sin responder con claridad a cuál es su significado
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Para hacer más clara esta oscura cuestión que se viste de domingo reluciente, vamos a ir por partes a riesgo de que en algún momento nos repitamos. Comenzaremos encuadrando el tema de la dignidad desde las posiciones más extremas. Enseguida haremos una breve historia de los momentos más sobresalientes, desde un punto de vista histórico, de este escurridizo concepto. Después nos fijaremos en un momento clave, aquel que condiciona toda la polémica que llega a raíz de la nefasta Segunda Guerra mundial y que se desborda en nuestros días. Luego desembocaremos en el complicado asunto de la identidad para acabar criticando lo que en la actualidad se acepta, con excesiva ligereza, en la bioética, siempre flotante, de hoy. Es obvio que muchos otros aspectos quedarán sin tocarse. Es imposible abarcarlos. Curiosamente, o fatalmente, observaremos que la teología no se ha despegado de nosotros y sigue enredada en los pensamientos de no pocos. Así, como en su momento veremos, autores como Robert Spaemann o Leon R. Kass recurren a algo trascendente para no dejar huérfana a la dignidad. Llamaría más la atención que lo haga Jürgen Habermas, aunque, todo hay que decirlo, fruto de una insistente propaganda se le ha otorgado una relevancia teórica más que cuestionable. Interesante también es el caso del discípulo de Heidegger Hans Jonas, del que me atrevería a afirmar lo mismo. A favor de Jonas habría que decir que nos ha dejado buenos estudios sobre el maltratado y olvidado gnosticismo.
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