¿Son todas las víctimas iguales? ¿Quién es el victimista? ¿Qué relación tienen ambos? ¿Cómo nos afecta socialmente? A la hora de afrontar el tema, es necesario delimitarlo y enfocarlo desde todos los prismas posibles. En esta parte del dosier nos centraremos en acotar el concepto y observar sus reversos tenebrosos, que los hay.
El concepto de víctima tiene a veces una fuerte carga polémica porque se confunden los términos. Si bien en un primer instante todos nos sentimos identificados y deseosos de apoyar a quien es víctima, el mismo concepto ha sido tergiversado y manipulado en muchas ocasiones, por lo general para lograr diferentes intereses que se aprovechan de esa condición. Ha surgido de ahí un reverso tenebroso, el victimismo, que despierta en el imaginario colectivo sentimientos no tan agradables…
Una víctima es siempre una víctima. Siempre. Nunca el verdugo ni el culpable de su mal. Todo aquel que sea considerado bajo esa condición despierta en nosotros unas emociones y una empatía que nos instan a ayudarlo, a prestarle atención, a tratar de que su vida mejore. Víctimas de maltrato, del terrorismo, de acoso escolar, del racismo, de la homofobia… Todos aquellos que identificamos como víctimas merecen nuestro reconocimiento y apoyo. Y hoy lo reciben más que nunca. Todos nos sentimos en deuda con las víctimas. Si bien la ayuda al necesitado ha estado presente a lo largo de la historia en casi cualquier código moral establecido, en la actualidad tenemos una sensibilidad mayor de la que jamás ha existido. La víctima merece apoyo y ayuda. Es un dogma que nadie discute. Y sin embargo también puede acabar despertando sentimientos contrarios en lo más hondo de nosotros mismos. ¿Cómo es posible? Por esta razón: no cualquiera que se queja es víctima. No es lo mismo ser una víctima que ser un victimista.
Hacer esta diferenciación es fundamental, tal como nos decía el experto en literatura comparada y crítico literario Daniele Giglioli –autor de Crítica de la víctima, editado por Herder– en la entrevista que le hicimos hace unos meses en Filosofía&co. Aunque ambas palabras suelen ser confundidas, hay importantes diferencias.
Una víctima lo es por un hecho externo. Algo que le ha ocurrido por alguna razón o a causa de alguien, por motivos ajenos a su voluntad. Una víctima es la mujer que ha sido acosada, violada o maltratada; o un peatón atropellado; o un niño al que marginan y agreden los matones del colegio; o quien, por sus ideas políticas o religiosas, es atacado y/o asesinado; o el que es rechazado, insultado, humillado por su raza o por su identidad sexual. Esos son víctimas.
El victimismo es otra cosa diferente, una actitud o constructo social que se desarrolla en torno a la posición de víctima. Se trata de un modelo humano basado en una afición por renegar de uno mismo y no aceptar su responsabilidad vital. Como observa el director del portal interrogantes.net y experto en educación Alfonso Aguiló, “el victimista se autocontempla con consentidora indulgencia”. Decide voluntariamente cargar su vida y su desarrollo sobre los hombros de los demás, negando cualquier tipo de responsabilidad. Y lo paga caro, pues es el mejor camino para caer en la desesperación vital, el conformismo y la apatía, imbatibles condiciones para fallar en la consecución de cualquier objetivo que nos hayamos planteado.
Ahí es donde se produce la confrontación. La víctima siempre merece nuestro apoyo y respeto, pero cuando una persona decide hacer de su condición una forma de vida, cuando el victimismo se convierte en la norma, la opinión social cambia.
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