Ni la persona es sagrada ni lo son las muchas personas, las colectividades. ¿Qué es entonces lo sagrado? ¿Qué es el bien? ¿Qué es la persona? A estas preguntas responde la siempre inclasificable y lúcida Simone Weil en La persona y lo sagrado, que publica Hermida editores.
Por Pilar G. Rodríguez
«Si resulta inútil contarle a la colectividad que la persona es sagrada, también resulta inútil contarle a la persona que ella misma es sagrada. No puede creerlo. No se siente sagrada. La causa que impide que la persona se sienta sagrada es que de hecho no lo es». Simone Weil firmó estas palabras, este ensayo, en su último año de vida, en Londres. Si siempre resulta recomendable saber algo, tener al menos algunas nociones de la vida de los escritores o pensadores a la hora de analizar su obra en el caso de Weil es imprescindible. Porque ¿qué tipo de persona se atrevería a hacer una aseveración tan categórica, tan cruda y tan incorrecta, se diría ahora? Habría un altísimo porcentaje de que la interpretación subsiguiente fuera erradísima.
Biografía inversa
Es importante el dato de que Simone Weil escribió La persona y lo sagrado –el libro que ahora publica Hermida editores con prólogo de Giorgio Agamben– al final de su corta existencia. Murió a los 34 años, pero le dio tiempo a formarse sólidamente en filosofía y ser profesora. Abandonó la carrera docente por voluntad propia y se fue a trabajar al campo y a la fábrica para conocer sin filtro la condición obrera, esa que tanto le preocupaba, esa sobre la que teorizaba y hablaba con algunos de los nombres que, en sus distintos campos, escribieron la historia del siglo XX como Trotsky o Albert Camus.
En la Guerra Civil española combatió a los franquistas y en la Segunda Guerra mundial a los nazis desde la Resistencia. Al final de sus días luchaba contra la tuberculosis de su extraña manera, pues no quería ingerir más comida que alguien en la Francia ocupada…
La persona y lo sagrado ofrece claves sobre el concepto y la búsqueda de bien que iluminó la vida y la obra de Simone Weil y también interesantes apuntes sobre la contraposición entre lo individual y lo colectivo; la alianza entre verdad y desdicha o las diferencias entre derecho y justicia.
Simone Weil conocía a la persona y a lo sagrado como términos y experiencias de primera mano. Los había intuido, los había buscado y los había conocido: tenía cosas que quería contar respecto a ambos y son muy interesantes. No hace mucho tiempo que los elaboró (Weil murió en 1943) y, sin embargo, sus palabras son extrañas, parecen no ser ya de este mundo del revolcón que dan a instituciones y conceptos con fama de inalterables e intocables. Por ejemplo, la distancia –ruptura más bien– del derecho y la justicia, que tienden a distintas cosas, no están alineados, no hablan de lo mismo. ¿A qué se refieren?
No hace tanto que Weil escribió estas palabras, pero resultan extrañas, se atreven con instituciones y conceptos con fama de intocables como el derecho y la justicia
La justicia es de otro mundo
«Si se le dice a alguien capaz de entenderlo: ‘Eso que me haces no es justo’, podemos tocar y despertar la fuente del espíritu de atención y de amor. No sucede lo mismo con palabras como: ‘Yo tengo derecho a…’, ‘Tú no tienes derecho a…’; estas encierran una guerra latente y despiertan un espíritu de guerra». Se refieren a conflictos, reivindicaciones y personas. «La noción de derecho arrastra tras de sí, de forma natural, por el hecho mismo de su mediocridad, la de la persona, pues el derecho tiene que ver con las cosas personales. Se sitúa a ese nivel».
Para Simone Weil ese nivel es rasante. Ella mira y apunta más alto, a los cielos del derecho. Ella habla de justicia nivel Antígona, la mujer que en la mitología griega decidió desobedecer las leyes del Estado –personificadas en el mandato del rey Creonte (su tío) de no enterrar a los enemigos– y seguir las leyes no escritas de la humanidad y la compasión, dando sepultura a su hermano Polinices. Weil señala que esa ley a la que atendió Antígona no tenía nada que ver con el derecho ni con nada natural; tenía que ver con el amor extremo, absurdo y sobrenatural. «La justicia –afirma Weil–, compañera de las divinidades del otro mundo, prescribe el exceso de amor. Ningún derecho lo prescribiría. El derecho no tiene vínculo directo con el amor».
Expresiones como ‘Yo tengo derecho a…’ o ‘Tú no tienes derecho a…’ despiertan un espíritu de guerra y no tienen que ver con el amor, al contrario que la justicia
¿Qué es lo sagrado?
La distinción anterior es útil a la hora de examinar lo que el título del ensayo pone en juego: la persona y lo sagrado. Weil distingue primero persona y ser humano. «Hay en cada ser humano algo sagrado. Pero no es su persona». Y pone un ejemplo: si le sacara los ojos a una persona, esta seguiría siendo exactamente igual que antes: «No habría destruido más que sus ojos», dice Weil. ¿Por qué no debería hacerlo? ¿Qué es lo que se quiebra es ese ataque? La espera (la esperanza) de bien. «Desde la primera infancia hasta la tumba, existe en el corazón de todo ser humano algo que, pese a toda la experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invencible que se le haga el bien y no el mal. Eso es, antes que ninguna otra cosa, lo que es sagrado en todo ser humano».
Esta espera tiene varios enemigos que la desvirtúan o la confunden. Uno de los más peligrosos es la colectividad. ¿Por qué? Porque posibilita un sucedáneo de aquello impersonal que se persigue o se espera. Es una vía hacia lo impersonal, pero es una vía equivocada en el trayecto hacia lo sagrado: «La colectividad no solo es ajena a lo sagrado, sino que se extravía al proporcionar una imitación falsa de ello. El error que atribuye a la colectividad un carácter sagrado es la idolatría». Para Weil, quien está sometido a la idolatría ha perdido por completo la noción de lo sagrado.
El camino hacia lo sagrado tiene parada en lo impersonal, pero hay que tener cuidado y no confundirlo con lo colectivo
El paso de lo personal a lo impersonal, esa condición de lo sagrado, solo se hace en soledad. Los místicos serían un buen ejemplo, porque ellos pertenecen a los que tienen a raya el ego, han conseguido que «no quede en su alma parte alguna que diga yo». Además de la soledad, Weil recomienda espacio, silencio, «cierto grado de disposición del tiempo…».
Hacia el bien (sobrenatural) o nada
Puede sobrevenir entonces la tentación de decirle que muy bien, pero que todo esto no son más que teorías o abstracciones sin contacto con la realidad. Entonces se adelanta la Weil obrera, que ha conocido el horror del trabajo en la fábrica y la dureza en el campo y escribe que el trabajo físico «no es en sí mismo una degradación», que «supone cierto contacto con la realidad, la verdad, la belleza…». Para ella existe un malentendido fatal: «Si los que trabajan (…) percibieran que por el hecho de ser las víctimas son en cierto sentido los cómplices, su resistencia tendría un impulso muy distinto del que puede proporcionarle pensar en su persona y en su derecho».
Weil quiere abandonar el plano del regateo y la reivindicación comercial, quiere una sublevación «del ser por entero, brutal y desesperada», la reacción que corresponde al mercadeo con el alma. La naturalidad con la que lo entiende y el aplomo con el que lo formula sobrecoge: «Para todos los problemas desgarradores de la existencia humana solo existe la opción entre el bien sobrenatural y el mal. Poner en boca de los desdichados palabras que pertenecen a la región promedio de los valores, tales como democracia, derecho o persona, es hacerles un regalo que no es susceptible de conducirlos al bien y que inevitablemente les hace mucho mal».
Weil quiere abandonar el plano del regateo y la reivindicación comercial, quiere una sublevación «del ser por entero, brutal y desesperada», la reacción que corresponde al mercadeo con el alma
Idealista, soñadora, mística e incluso santa son algunos de los adjetivos que con frecuencia acompañan la trayectoria vital de Weil. Hacen hincapié en esa apuesta por el bien sobrenatural que guio su vida. Lo persiguió y lo conoció tan de cerca que supo explicar con sencillez en qué consistía y dónde estaba. Solo hay que leerlo para enterarse. Otra cosa es el compromiso y el valor de encarnarlo y que parece reservado a la altura de pocos: entre esos pocos en los que Simone Weil ocupará siempre un lugar destacado.
Instrucciones para el bien
Hablamos en términos absolutos, como hacía Weil, quien distinguía entre el bien puro y los demás, encarnados por conceptos lustrosos, grandilocuentes, pero que para ella no constituían ningún bien y abrían a la puerta a unas cuantas confusiones, si no directamente males.
Para distinguir ambos «basta con ceñirse a las palabras y frases que siempre expresan, en todas partes, en toda circunstancia, únicamente el bien», esa es la regla de oro. La verdad, la justicia, la belleza o la compasión son bienes irreductibles, sin matices en toda ocasión. Sin embargo, esto no funciona con otros como ‘persona’, ‘derecho’ o ‘democracia’: «Hay una reprobación cuando se dice: ‘Pone su persona por delante’. La persona es entonces ajena al bien. Se puede hablar de un abuso de democracia. La democracia es entonces ajena al bien. La posesión de un derecho implica la posibilidad de hacer un buen o un mal uso. El derecho es entonces ajeno al bien».
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