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NÚMERO 8

Dosier

¿Qué queda en pie hoy del pensamiento de Kant?

La actualidad del filósofo 300 años después

F+ El intelectual plebeyo

El intelectual plebeyo. Adelantos en exclusiva

En exclusiva para los lectores del espacio Filco+, las páginas de Introducción de El intelectual plebeyo, escrito por Javier López Alós y publicado por nuestra editorial colaboradora, Taugenit.

Introducción

¿En qué consiste hoy el intelectual como profesión? ¿Se puede ser intelectual sin que ello constituya una profesión? ¿Se puede cuando sí la constituye y sus condiciones de desempe­ño parecen disponerse justamente en contra de toda actividad intelectual no sujeta a criterios de productividad?¿Y qué sig­nifica ser un intelectual? ¿Es apropiado, en este contexto so­cial dominado por las redes sociales y la tiranía del instante, seguir utilizando este término? ¿Cabe defender todavía la pertinencia de una figura criticada en los últimos tiempos por su agresividad e incapacidad para aceptar su pérdida de in­fluencia? ¿Es factible una modulación distinta? ¿Por qué ha­bría de importarnos?

Con estos interrogantes se procura dilucidar cómo se pue­de (si es que se puede) tener una vida intelectual sin ser una figura pública y a qué tipo de normatividad habría de sujetar­se, particularmente en un momento histórico en el que lo más probable es carecer de cualquier repercusión o que, de darse ésta, el azar no intervenga de modo tan favorable como para prolongarla mucho más que un fogonazo en la oscuridad. To­das estas preguntas invitan, en fin, a repensar quiénes somos y qué hacemos. Aún más radicalmente, qué o quiénes quere­mos ser y qué podríamos hacer en cuanto a nuestras capaci­dades y conocimientos, si es que merece la pena hacer algo con ellas distinto a maximizarlas exclusivamente en provecho propio.

Este libro es una reflexión sobre el sentido, implicaciones y posibilidades de la figura del intelectual en nuestros días, no particularmente propicios a según qué modos de acceso, uso y transmisión de saberes. Para mayor claridad, distinguiremos dos sentidos del término intelectual. Anticipemos por ahora que, en una acepción amplia, hablaremos de las personas que se dedican a las actividades consideradas intelectuales, es de­cir, de suyo productoras de objetos no materiales y vinculadas ante todo a la utilización de sus capacidades cognitivas y cul­turales. Y sensu stricto identificaremos como intelectuales a aquellas personas que, además de desempeñar alguna de las actividades del grupo anterior, lo hacen con una vocación de intervención pública y de influencia social, a menudo explíci­tamente política. Esta definición corresponde a la compren­sión histórica del vocablo desde finales del siglo XIX y tiene sus antecedentes más reconocibles en formas siempre asociadas a la esfera de la opinión pública, como aún antes les philoso­phes y los ideólogos. Así las cosas, uno de los centros de inte­rés de este ensayo es la situación del intelectual en la actuali­dad, entendida esta locución como designación de un régimen de temporalidad específico, de aparición reciente y que aún rige.

Además de hablar de ese tipo ideal de sujetos a los que conocemos como intelectuales, indagaremos en los a priori de su actividad en este momento histórico de globalización neo­liberal. En medio, habrá que examinar el significado actual de la idea de vocación, clave, como mostrara Max Weber, no sólo para el desarrollo del capitalismo moderno, sino para la cons­titución de la ciencia en profesión. Lo veremos en su momen­to, la modulación dominante de este término lo ha convertido en un concepto funcional a la (auto)explotación y la servidum­bre voluntaria. Se trata de una preocupación que articulaba mi Crítica de la razón precaria y que en esta ocasión quiero desarrollar a partir de una figura que proponía en sus últimas páginas: el intelectual plebeyo. Si la pregunta originaria en­tonces podría resumirse en qué hacer cuando la precariedad bloquea el pensamiento, ahora la continuación gira en torno al interrogante de cómo encontrar fundamentos normativos mínimamente sólidos para una práctica intelectual alternativa a la regida por la ideología dominante. Es decir, no sometida al principio neoliberal de la competitividad y sí comprometi­da con un pensamiento de lo común.

Cuestiones materiales, pero también formales

Reflexionar sobre las condiciones de posibilidad del intelectual del presente y para las próximas generaciones obliga a conside­raciones de índole histórica, sociológica, política y económica, pero hay otras de aspecto más filosófico que ocupan un lugar destacado en este ensayo. Algunas tienen que ver con el modo en que nuestra experiencia contemporánea del tiempo y el es­pacio modifica objetos, métodos y expectativas del pensamien­to, entendido éste como acción social. Otras aluden al ámbito subjetivo del intelectual y su posicionamiento frente a cuestio­nes como, por ejemplo, amén de la ya mencionada vocación, la responsabilidad, el compromiso o el estilo. El análisis combi­nado de ambos planos debiera servir no sólo para una mejor comprensión de ciertos valores asociados a la organización y reproducción social del saber, sino también para perseguir unos postulados formales en la esfera intelectual que se dirijan a la justa preservación de sus actividades e individuos.

Las ideas que atraviesan este libro forman parte de una preocupación por lo común a la que responden mis últimos trabajos publicados1 . El título ya lo delata, en particular por lo que se refiere al pensamiento entendido como actividad social. Al abordar el fenómeno de la precarización de la vida intelec­tual, me impresionó comprobar cómo personas con situaciones profesionales muy diversas, desde el estudiante al catedrático consagrado, desde investigadores en paro a profesores pluriem­pleados, se reconocen en un cuadro que se caracteriza por la perplejidad y el malestar. Me pareció que esta coincidencia en el descontento debía ser reflexionada con detenimiento y que, bien articulada, contiene una potencia transformadora consi­derable. Por supuesto, dicha potencia no es automática ni hay que darla por descontada. El descontento puede atribuirse a causas muy diversas y expresarse por cauces incluso antagóni­cos. En el límite, puede ser la guerra de todos contra todos. El punto de intersección que me interesa señalar es el hecho mis­mo del malestar: cada cual con sus matices e intensidades, con diferencias que ni pueden despreciarse ni sirven para ignorar el sufrimiento ajeno, se observa una desazón que se filtra por todo el entramado académico, artístico e intelectual. La cues­tión es qué hacer ahora con este malestar.

La respuesta a la que nos impele lo que Laval y Dardot han designado como razón neoliberal es que debemos competir: contra el resto, contra nosotros mismos, contra todo2 . Tal y como iremos viendo, la propuesta del intelectual plebeyo, por su parte, es un intento de escapar de esa lógica competitiva en pos de un orden social más justo, orden que necesita ser pen­sado, imaginado y sometido a discusión en condiciones de libertad e igualdad. O sea, cooperativamente.

En cierto modo, la escritura de este libro es el resultado de una tensión que se esfuerza por no incurrir en contradicción. Por un lado, asume sin nostalgia alguna que el tiempo de los intelectuales clásicos ha terminado; por otro, constata que lo que ha venido después, la era del expertismo, lejos de una transformación que se hiciera cargo de las críticas a los abusos de poder de un sistema que consagraba la desigualdad, ha supuesto la intensificación de los viejos males y la aparición de otros nuevos. Lo interesante del experto en cuanto catego­ría es justamente su indeterminación formal, clave para su fluidez y operatividad. Quiero decir, por supuesto que ha ha­bido figuras análogas, hombres que hacían de su sabiduría particular sobre un campo concreto la base de su autoridad moral o intelectual en la sociedad. Sin embargo, su reconoci­miento y privilegio hermenéutico venían asociados a su pro­fesión concreta de teólogos, juristas, médicos… pero no a su condición de expertos, que es una investidura tan vaga como indeterminada.

En las actuales condiciones sociales, tanto en la producción como en la recepción de las obras, aspirar a convertirse en figura pública con cierta autoridad sostenida en el tiempo es una ilusión sin apenas anclaje en el principio de realidad. Sin embargo, que lo que se piensa o escribe tenga alguna influen­cia —es decir, sea de alguna importancia para otros— depen­de en buena medida de la proyección pública del discurso y, sobre todo, de la voz que lo emite. El intelectual plebeyo no puede fingir que esta dependencia no le afecta, pero lo que está por decidir es cómo reacciona ante ella, si encuentra el modo en que la prosecución de unas condiciones materiales adecuadas para la vida intelectual no ahogue el sentido últi­mo de esa vida. En el fondo, lo que está en juego es dilucidar si somos capaces de construir las condiciones de posibilidad para una vida intelectual sin para ello tener que convertirnos obligatoriamente en figuras públicas o remedos (a veces gro­tescos) de un tipo de intelectual en vías de extinción.

A partir de ese contraste de las condiciones de posibilidad de la vida intelectual con la realidad presente para la mayoría de quienes se sienten llamados a ejercerla, interesaría avanzar en la reflexión sobre los modos de estar y hacerse significativo para los otros3 . Entiendo que es uno de los problemas centrales que mi generación y las que vienen después han de encarar. Ya no se trata —pregunta siempre colosal, en todo caso— de decidir qué hacer: buena parte de nuestras angustias y ansiedades procede ahora mismo de las dudas sobre cómo hacer aquello escaso que comprendemos que estaría en nuestra mano hacer. El interro­gante se complica si nos imponemos la tarea de encontrar res­puestas que no impliquen la reproducción de comportamientos o estructuras de dominación (material o simbólica) que consi­deramos rechazables o perjudiciales para la mayoría.

Intelectuales y plebeyos

Pero ¿por qué hablar de intelectual plebeyo y quiénes son esos plebeyos? Se trata de un término procedente de la antigua Roma que se define negativamente y por una carencia. Para empezar, plebeyos son todos los que no son patricios, los que no disponen de gens y, por tanto, no pueden formar parte del populus. Otra característica que nos interesa es su heteroge­neidad, pues la plebs se componía de elementos muy diversos: proletarios, pequeños y medianos campesinos y una elite rica que podía ocupar puestos políticos y militares importantes. Sin embargo, lo que les unía a todos ellos era la conciencia de padecer, con todas las diferencias de grado que se quiera, una misma clase de injusticia: «la plebe quiere participar en el Mando», resume Ortega y Gasset4 . Este sentimiento de per­tenencia, que respondía a una situación objetiva de discrimi­nación, era fundamental en su autoidentificación como grupo frente al poder senatorial, así como en su organización insti­tucional. La intervención negativa, «la acción mínima imagi­nable» de la secessio plebis que Ortega califica como «arma suprema» de la plebe no es otra que la retirada al Monte Sacro o al Aventino: «Retirarse a una colina valía como la amenaza simbólica de fundar otra ciudad frente a la antigua»5 .

Es decir, la lucha por sus derechos y el fin de los abusos dio lugar a un complejo orden institucional a partir de principios representativos (como las magistraturas de los tribunos y edi­les de la plebe), deliberativos (la asamblea del concilium plebis) y la diferenciación de centros de poder según la función po­lítica, religiosa o administrativa. Asimismo, a partir de su fuer­za negativa, se desarrollaron toda una serie de normas jurídi­cas que contemplaban la protección e inviolabilidad de los magistrados (lex sacrata) y la del plebeyo contra el imperium consular (auxilii latio adversus consules). Lo interesante de estas referencias (no en vano, tan visitadas, por ejemplo, en la Revolución francesa) es que permiten ver cómo la extraordi­naria heterogeneidad de este grupo no es óbice para que se mantenga una fuerte cohesión respecto al patriciado, de la cual deriva una autocomprensión como grupo social diferenciado al tiempo que un entramado de prácticas políticas y sociales que le son propias. Y, muy importante, una produc­ción jurídica e institucional que trasciende el ámbito de la plebe e informa a la misma civitas 6 .

Análogamente, el uso que aquí se hace del término plebeyo ni puede ni pretende ocultar las diferencias ad intra plebis, sino politizarlas de un modo particular. Quién puede negarlo, hay diferencias sustanciales entre el catedrático y la becaria sin beca que se sienta frente al escritorio al salir de su turno de trabajo en la cafetería, entre el jefe de un laboratorio y un novelista en paro, y cuantas comparaciones se nos ocurran. No creo nece­sario ilustrar esto y, por desgracia, sabemos que todas esas si­tuaciones de vulnerabilidad se harán aún más precarias en la medida en que intervengan factores de género, raza, naciona­lidad, etc. En esta ocasión, la cuestión que me interesa es su potencial movilizador: lo plebeyo tiene que ver con una deter­minada conciencia de la desigualdad y la injusticia, así como con una toma de postura ante éstas. Como veremos en el ca­pítulo 9, esta concertación de elementos heterogéneos articu­lados por expresiones concretas de lo común, característica del campo plebeyo, es afín a la noción de contraesfera pública utilizada por el crítico británico Terry Eagleton y sus observa­ciones acerca del discurso y la práctica feminista.

Me parece que ante determinado tipo de situaciones, que llamaremos de manifiesta injusticia, hay una línea divisoria ele­mental, filosófica y políticamente más importante que la que (circunstancialmente) separa a quienes sufren la injusticia en carne propia y los que no. También más inquietante: los que la impugnan y los que la validan. Esta división permite entender, por ejemplo, que haya quien admire la perfecta geometría de la suela de la bota que le pisa el morro, y hasta tome notas y medidas por si algún día puede permitirse calzarse unas pro­pias. Al fin y al cabo, la oposición del plebeyo frente al patri­ciado no aspira a resolverse volviéndose uno patricio, sino disolviendo esa diferencia, esté más cerca o más lejos de poder beneficiarle. De ahí que ello nos permita identificar aliados potenciales a los que persuadir y de los que es razonable espe­rar implicación en quien, le vaya como le vaya en la vida, cuan­do menos, es capaz de decir: «Sí, esto es injusto: debería ser de otro modo». Y, a partir de ahí, dar pie a algo distinto. Si es preciso, a que digan basta con nosotros y se muestren dispues­tos a fundar algo nuevo en cualquier otro lugar.

Afiancemos nuestro punto de partida: puede hablarse de un malestar y desconcierto generalizado que va más allá de la posición relativa en el sistema de creación intelectual y en el que los sujetos sienten que participan activamente en su re­producción, pero no en su configuración. Es decir, lo observan contribuyendo a su propio sufrimiento al tiempo que están excluidos de su diseño. Reconocer este elemento común de padecimiento y exclusión abre la puerta a una articulación plebeya del malestar, pues sirve para relacionar elementos muy diversos en sus condiciones de vida que, sin embargo, com­parten no pocos agravios y muchos intereses e ideales. A em­pezar a investigar en qué consisten estas relaciones y qué po­dría derivarse de ellas se dedican también estas páginas.

Viejas y nuevas preguntas

Las grandes cuestiones planteadas por la Ilustración clásica tuvieron que ver con los límites del ser humano. Qué nos es dado conocer, hasta qué punto podemos aspirar al perfec­cionamiento moral, a organizar las sociedades de un modo justo u ordenar la historia en clave de progreso… son pro­blemas que reclamaban la participación de las inteligencias más inquietas para su resolución. Muchas de éstas forjaron su crédito público a partir de sus respuestas y, en cierto modo, ese esquema se ha mantenido hasta tiempos no muy lejanos. Se irá argumentando a lo largo de las próximas pá­ginas, la función del intelectual no es ni puede ser la misma. Por supuesto, tampoco su reconocimiento. Y lejos de aban­donarse a la melancolía o la indignación por la pérdida de una influencia que siempre se vivió como insuficiente, con­vendría replantear la cuestión en coordenadas más ajustadas a las necesidades del presente y a los imperativos con que queremos vincularnos al futuro. De las primeras brota la precisión descriptiva, mientras que de los segundos los com­promisos de índole normativa. Y de la adecuada considera­ción de ambas, entiendo, lo que llamamos responsabilidad intelectual.

Con especial fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, mu­chas de estas grandes preguntas ilustradas, así como a una fe demasiadas veces ciega en las posibilidades de la razón, han sido sometidas a estricta crítica, cuando no a demolición. Los excesos y contradicciones de aquel período han sido denun­ciados de modos con frecuencia no menos problemáticos. No es el asunto de este libro abordar dichas discusiones, por lo demás ya clásicas, pero sí quiere tenerlas en mente. Lo intere­sante ahora es advertir que una reflexión que quiera inscribirse en la senda ilustrada y contribuir a prolongar su camino ha de procurar una evaluación más modesta de sus posibilidades y, mediante una atención al contexto, evitar el formalismo. En efecto, hoy la pregunta sobre qué nos es dado conocer o qué podemos hacer con las cosas que conocemos refleja una relación que en muchos aspectos supera las descripciones fou­caultianas acerca del poder-saber.

El surgimiento en las últimas décadas, fundamentalmente a partir de la extensión de las tecnologías de la comunicación, de realidades sociales expresadas en voces como cognitaria­do, precariado intelectual o proletariado cultural, fuerza a un replanteamiento de los análisis de relación entre saber y poder. Por una parte, la creciente dependencia respecto del mercado ha producido la devaluación social de ciertos sabe­res, particularmente aquéllos cuya aplicación inmediata no es evidente y cuya expectativa de rentabilidad es menor. Por otra, la estimación de otros conocimientos no ha acarreado necesariamente una repercusión económica ni de influencia real para la mayor parte de quienes hacen de ello su profesión. Sí en quienes compran esa fuerza de trabajo, que, sin embargo, no tienen por qué —algo cada vez más improbable debido al incremento constante de complejidad— ser expertos en ese saber que les da riqueza y poder. Piénsese, por ejemplo, en la asimetría entre la importancia de un sector estratégico como la información y los data y las condiciones laborales de quienes llevan a cabo la mayor parte de las operaciones necesarias para su acopio y almacenamiento.

En demasiados casos, cabe decir, saber no significa gran cosa, pues, por si lo dicho fuera poco, lo que en verdad cuen­ta es la información (almacenable, descomponible, objeto de transmisión instantánea, en aumento exponencial… y conver­tible en valor monetario). Saber e información son dos térmi­nos que pertenecen a un mismo campo semántico y comparten muchas cosas, pero que se desplazan hacia áreas sociales y económicas cada vez más alejadas. La precarización de los trabajos culturales y la ideología del expertismo, a la que pres­taremos especial atención, son dos fenómenos relacionados con esta dislocación.

En este sentido, la gran novedad que nos proporciona el capitalismo tardío es la producción de un tipo humano muy paradójico, tan peculiar como abundante: acumula grandes cantidades de saber y está familiarizado con los códigos de comportamiento y socialización de las instancias de poder, pero carece por completo de dicho poder. Es más, en su precariedad apenas es capaz de decir la palabra «no», que se convierte en una especie de lujo que sólo a veces puede permitirse. El poder es propietario del saber —del tiempo de los sujetos que saben y de la mayor parte de lo que generan—, pero a través de una fuerza de trabajo perfectamente sustituible que porta consigo sus conocimientos de un sitio a otro. Es decir, hay un resto de saber no capturable encarnado en los cuerpos que trabajan, pero ese resto es difícilmente operativo si no se desempeña en un marco de explotación capitalista. Como ocurre con cual­quier otra mercancía, hay un excedente de saber que no puede ser absorbido por el mercado laboral y cuyo precio no cesa de disminuir. Todo ese saber flotante es funcional al poder sobre todo en lo que tiene de disponible. De ahí que sea tan imperiosa la construcción de imaginarios y espacios regidos por lógicas alternativas a la neoliberal: tanto por lo que puedan ofrecer para el incremento y canalización de los saberes como por su carácter disidente respecto a la ideología dominante.

En cuanto a la ausencia de oportunidades donde ver ese conocimiento aplicado o apreciado, se trata de un hecho sin­gular y de hondas repercusiones. Aplicando la lógica econó­mica imperante, se trata de conocimientos inútiles, por lo que carece de sentido seguir instruyendo a la población en cosas que no sirven para nada, cuando de lo que se trata es justa­mente de lo contrario: optimizar todo acto humano con vistas a su retorno monetario. Éste es el horizonte que ya puede distinguirse con claridad en las reformas educativas y univer­sitarias de los países a la vanguardia del neoliberalismo.

Me parece que una actitud ilustrada hoy supone la revisión crítica de las propias condiciones de posibilidad para un pen­samiento en clave emancipatoria. Esta tarea requiere hacerse cargo de una herencia histórica que incluye toda suerte de excesos y propensiones a la omnipotencia de la razón, pero también el mantenimiento de ciertos ideales de progreso como parte de un horizonte normativo irrenunciable. Asimismo, exige que estas premisas sean consideradas no únicamente en abstracto, sino con relación al tiempo y al espacio (en cierto modo, veremos luego, a los tiempos y a los espacios) que ha­bitamos. Por supuesto, ningún proyecto de este tipo puede obviar la preocupación por la pedagogía. Hablar de las con­diciones de posibilidad para un pensamiento emancipatorio conlleva también investigar cómo puede abrirse, extenderse y perfeccionarse a partir de la eventual intervención del mayor número de personas. Esto no tiene nada que ver con una utó­pica asamblea universal capaz de decidir democráticamente sobre la verdad del conocimiento, sino con la idea regulativa consistente en procurar que cada ser humano se encuentre en condiciones de intervenir, si lo desea, en las cosas que le afectan en pie de igualdad con cualquiera. Una modulación de esta idea sería el principio ecológico de la escritura expues­to en la segunda parte del texto.

En definitiva, la oportunidad de acceso a lo común (en lo que tiene de uso, pero también de contribución) ha de incluir también el conocimiento. Pero luego hay que afrontar la cues­tión de qué hacemos o qué podemos hacer con el conocimien­to, quién o para qué está en disposición de utilizarlo. Y ahí es donde cada cual habrá de decidir si aspira formar parte de algo así como un patriciado intelectual (por lo demás, inútil empeño) o a contribuir a un orden que no confunda la plura­lidad y la heterogeneidad con la desigualdad.

Buscar la claridad

Insisto mucho en la voluntad de claridad. Pero ¿qué es clari­dad y por qué explicitarla como asunto de voluntad?, puede objetarse con todo derecho. Pues bien, desde el punto de vista de quien lee, claridad será el atributo de una escritu­ra que se deja penetrar para volverse inteligible, como el claro de un bosque es el espacio adonde la luz llega teniendo que salvar menos obstáculos y, al mismo tiempo, el lugar desde donde mejor distinguimos lo que queda más allá de los árbo­les. El lector juzga entonces si aún sobra maleza antes de po­der llegar a una idea cabal de lo que se le está diciendo. O, cuando menos, a la creencia de que ha entendido y que eso que ha leído conforma un sentido. Sin embargo, desde la pers­pectiva del autor, la claridad excede de ser la virtud cuyo re­conocimiento se espera por parte del público. Entiendo que, bajo ciertas circunstancias, es una motivación previa e intrín­seca al hecho de la escritura: se escribe para compartir con los demás lo que de otro modo sería reflexión solitaria condena­da a no abandonar su soledad. La claridad, vista así, es aper­tura a la intervención del otro, a que su lectura termine mo­dificando lo que creo que pienso y escribo. En consecuencia, allí donde no esté claro lo que quiero decir, que es condición para que el texto pueda tener alguna continuidad más allá de estas páginas, no me queda otra que asumir yo el error, pues no era ésa mi intención.

Podría decirse que la voluntad de claridad equivale a la voluntad de evitar poner más dificultades a las que de suyo conlleva cualquier acto comunicativo y las relativas a la com­plejidad específica del tema del que se habla. Claridad, enton­ces, no significa simplificación. Es más, a menudo ocurre exactamente lo contrario, que las cosas se nos vuelven abso­lutamente irreconocibles debido a su simplificación. De todas formas, no me atrevo, ni creo que tuviera mucho fundamento, a asegurar que lo habitual hoy es la falta de claridad o, tal vez, su exceso. No sé cómo podría llegarse a un diagnóstico de ese calibre. Lo que me parece interesante tanto de la falta como del exceso de claridad son sus aspectos sintomáticos. De ahí que también subraye su relación con la voluntad.

¿Qué se pretende al escribir? ¿Cómo nos relacionamos con la posibilidad de no ser entendidos, o de ser entendidos en aquello que hubiésemos preferido quedase al margen, o de lo que nosotros mismos no somos conscientes? ¿Hay un esfuer­zo en proteger ciertos pasajes haciéndolos más inaccesibles? Y en sentido opuesto: ¿hasta qué punto remover los obstácu­los que puedan eliminarse se confunde con rebajar la entidad de un texto? Porque —me parece una buena metáfora para ilustrar lo que puede ocurrir cuando se confunde claridad y simplificación—, no es lo mismo despejar un sendero para llegar a lo alto de un monte y contemplar desde allí el paisaje que desmochar la montaña para poder coronar un triste pro­montorio.

Dicho esto, antes de entrar en materia, me gustaría incluir en este ensayo una declaración a medio camino entre la con­fesión personal y lo metodológico: estas páginas son produc­to de la decisión de no escribir únicamente de lo que se está seguro, sino precisamente de aquello sobre lo que se tienen dudas, con la esperanza de reducirlas y de que otros ayuden. Desde luego, para que algo así pueda tener sentido de­ben concurrir una serie de requisitos que sintetizaremos en dos: confianza y aceptación.

En primer lugar, una suficiente dosis de confianza en el público lector, que ni ignorará los yerros ni se valdrá de ellos para atormentar al autor. Creo que una verdadera comunidad intelectual es aquélla de la que puedes esperar te saque del error, no de la que desees le pase desapercibido o no lo tenga demasiado en cuenta. Sin esta confianza básica, que tiene tam­bién una base antropológica, no hay comunidad auténtica, pues las relaciones de cualquier individuo con el grupo estarán mediadas por la reserva y el temor a ser descubierto en falta, situación que tratará de evitar a toda costa. A su vez, sin esta confianza en la benevolencia (que no es condescendencia) de quien escucha es mucho más difícil que se exprese el segundo requisito, la aceptación de las propias limitaciones del sujeto enunciador. Algunas pueden ensancharse con el paso del tiem­po y otras son insuperables, pero tenerlas es constitutivo de cualquier ser vivo. Una particularidad de nuestra especie es precisamente la capacidad para trabajar sobre ellas de mane­ra colectiva. Aquí el principio básico de cooperación es la asunción de que nuestros conocimientos se desarrollan más y mejor a partir de lo común. Y lo común incluye el error, la incapacidad para la precisión absoluta, la inconmensurabili­dad con el todo y el temor a ser reprehendidos por los demás cuando no respondemos a sus expectativas. Ahora bien, no se me escapa que la confianza es algo que se construye y que quien escribe tiene que ir renovando capítulo a capítulo.

De los elementos citados, confianza en los semejantes y aceptación de los límites, se derivan cuestiones importantes que irán apareciendo en las próximas páginas. Por un lado, un imperativo de claridad en el decir. Una célebre sentencia de Ortega y Gasset establecía que «la claridad es la cortesía del filósofo». La idea que quiero mostrar aquí es otra muy distin­ta, pues la claridad, lejos de depender de ninguna cortesía, constituiría la obligación no sólo del filósofo, sino de cualquie­ra que se dirija a un público con alguna voluntad de persua­sión. Hablo de alcanzar la mayor claridad posible, que no significa degradar los temas hasta hacerlos tan blancos como el papel, punto máximo de claridad en el que entonces no se puede entender nada. Si, como creo, buscar la claridad es materia relativa al respeto, entonces es obligación y no corte­sía. Nos detendremos más adelante en esta cuestión al hablar de algunos implícitos del discurso público, pero reparemos un instante en un argumento adicional a propósito del temor a la equivocación o a ser sorprendidos en un renuncio.

Habida cuenta de que se considera a quien habrá de recibir nuestro discurso alguien razonable y ecuánime, incluso con una predisposición favorable a escucharnos, carece de sentido adoptar demasiadas precauciones o parapetarse detrás de no se sabe qué arbustos de letras. Si hay algún fruto apreciable, mejor que, entonces, quede a la vista; si hay alguno en malas condiciones, mejor también que pueda ser reconocido y reti­rado cuanto antes. Por otro lado, asumir que existen ciertas limitaciones que son comunes a cualquier hombre o mujer nos obliga a relacionarnos con los errores ajenos y los sujetos que los cometen de una manera bastante más matizada a como solemos hacerlo.

En cierto modo, el hilo rojo que recorre este ensayo es la pregunta por cómo nos relacionamos con la insuficiencia, con la imposibilidad y los límites del pensamiento en la época presente del neoliberalismo, que, a los viejos problemas del pasado, ha sumado novedades sobre las que debemos reflexio­nar según esa rara combinación de urgencia y cuidado que caracteriza lo verdaderamente grave. Por todo ello, este libro se pregunta asimismo por las razones de su propia existencia, qué significa escribir, con qué propósito lo hacemos y qué esperamos como resultado.

La escritura es una actividad solitaria, que pide apartamien­to y reflexión para su elaboración; pero (al menos en el senti­do en que la estamos considerando) no es una actividad pri­vada. Antes al contrario, tiene una explícita proyección pública. Todo lo que no sea «escribir para uno» incorpora la posibilidad, si no la firme voluntad, de ser leído por otras personas, acerca de las cuales es adecuado observar ciertos implícitos, como el respeto y la atención sobre las posibles consecuencias de lo escrito. Aún más cuando se pretende in­tervenir en asuntos que incumben a la sociedad en su conjun­to. Si a la preocupación sobre qué podemos pensar sumamos la reflexión sobre los condicionantes éticos y retóricos en la elaboración y comunicación de nuestras ideas, llegamos de un modo natural al problema del estilo, que atravesará todo el libro. Pero también a la cuestión del goce de y en la escritura, de lo que se hablará al final del libro.

* * *

Las páginas que siguen son, en cierto modo, una de las conse­cuencias de los diálogos surgidos a raíz de Crítica de la razón precaria. Frente a una concepción de la autoría que subraya su singularidad como valor de mercado (que es hoy casi lo mismo que decir condición de existencia), me gustaría re­cordar aquí una verdad bien sencilla: escribimos solos, pero pensamos con los otros. Cualquiera que sea la fuerza de un pensamiento, éste choca con las resistencias que otros le pro­ponen y debe esquivarlas, si se puede, o reconocer que esa idea conduce a un callejón sin salida y es más sensato dar la vuelta y seguir por otro lado. Los otros no sólo nos muestran los límites de nuestros razonamientos, sino que nos ayudan a afinarlos y reorientarlos para que puedan ser operativos. Y también nos señalan otros caminos posibles y territorios que no nos habíamos animado a explorar o que desconocíamos por completo. Me gustaría mencionar aquí a algunas personas cuyas reflexiones he tenido la suerte de que afectaran las mías de modo especial en alguno o varios momentos a lo largo de la conformación de este trabajo: Antonio Valdecantos, José Luis Villacañas Berlanga, Berta del Río, Antonio Gómez Villar, Albert Jornet Somoza, Vicent Botella, Alfonso Corral, Belén Rosa de Gea, Sara Barquinero, Miguel Álvarez Peralta y Álex Gómez Marín. Además de la suerte de su conversación, Isabelle Touton, Fruela Fernández, Federico López Terra, José Luis Moreno Pestaña y Antonio de Murcia Conesa me brindaron observaciones y sugerencias muy valiosas a partir de la lectura del manuscrito. En particular, a José Luis quiero agradecer tanto su generosa introducción como la invitación a un diálogo franco y sereno sobre asuntos que consideramos importantes, no sólo para nosotros, sino para los modos en que podamos pensar lo común. Y a Antonio, sin cuyas razonables dudas, sabias objeciones y sensatos ánimos estas páginas no hubie­sen llegado a escribirse, no se me ocurre reconocimiento más explícito que dedicarle este libro.


A partir del 2 de marzo de 2021, El intelectual plebeyo estará disponible en la web de Taugenit editorial y en la librería de tu preferencia.


1 Crítica de la razón precaria. La vida intelectual frente a la obligación de lo extraordinario, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2019; e «Ima­ginar sujetos para pensar lo común: notas sobre las representaciones de la crisis en España», en Claesson, Christian (coord.), Narrativas precarias. Crisis y subjetividad en la cultura española actual, Libros de Hojalata, Madrid, 2019, pp. 89-120.

2 Laval, Christian y Dardot, Pierre, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Gedisa, Barcelona, 2013.

3 Me parece que ésta es una de las consecuencias de lo que con toda perspicacia Albert Jornet Somoza ha llamado «pensar vulnerable», tema al que ha dedicado una tesis doctoral imprescindible para el aná­lisis de los cambios operados en el ámbito intelectual a partir de la crisis de 2008. Vid. Jornet Somoza, Albert: Un pensar vulnerable. El ensayo de la precariedad en el campo intelectual español de la crisis eco­nómica (2008-2018). Tesis doctoral, Barcelona, Universitat de Barce­lona, 2019. Disponible en línea: http://hdl.handle.net/2445/149565.

4 Ortega y Gasset, José, Del Imperio Romano. Obras Completas, VI, Fundación Ortega y Gasset-Taurus, Madrid, 2006, p. 128

5 Idem.

6 Para Ortega, todo esto es posible porque persiste un horizonte tal que «los contendientes están soldados unos a otros bajo tierra por la concordia radical fundada en las comunes creencias y en la solidari­dad inquebrantable de querer ser un pueblo», vid. idem.

Intelectualismo moral, o la senda del bien

La expresión "intelectualismo moral" significa que no hay hombres malos, sino ignorantes, y que quien sabe y conoce qué es el bien ya no dejará de practicarlo, porque se dará cuenta de que ese es el verdadero camino hacia la felicidad.

El conocimiento es virtud. Eso asegura el intelectualismo moral. Quien hace el mal es por ignorancia y quien conoce el bien lo abraza y lo practica siempre. Sócrates fue el impulsor de esta idea. ¿Qué es? La expresión «intelectualismo moral» significa básicamente que no hay hombres malos, sino ignorantes, y que quien sabe y conoce qué…

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