Su labor en la corte del monarca español Felipe IV, encargándose principalmente de pintar al rey y a la familia real, le permitió viajar y estudiar las grandes obras de la colección privada de los Austrias –una de las mejores del mundo–, que le facilitaron conocer de primera mano no sólo la pintura de su tiempo, sino las obras más importantes del pasado. De ahí nació un pintor de increíble técnica, capaz de plasmar la luminosidad como pocos antes y después, y cuya pincelada suelta y rápida –propia de su etapa de madurez– le convertirían en la gran influencia de la pintura contemporánea.
En la obra de Velázquez, que ronda los 120 o 130 cuadros, se incluyen varias obras maestras, como son sus famosísimos Las meninas, La rendición de Breda, Las hilanderas, Vieja friendo huevos o El aguador de Sevilla, todos ellos cuadros que han pasado a la historia del arte por su detalle naturalista y su atmósfera.
Sin escándalos no hay publicidad
Sin embargo, por mucho que conozcamos y admiremos su obra, sabemos poco de la vida de Diego Velázquez. La razón es simple: su existencia estuvo carente de escándalos. No hubo grandes dramas en la vida del pintor español. No hubo épica, ni crisis económicas, ni enemistades famosas. Fue, por el contrario, una vida plagada de éxito y constante ascensión hasta la cima de las artes. Bien planeada, bien jugada y perfectamente ejecutada. Velázquez ha sido ignorado precisamente por lo que es su mayor virtud, que no es otra que haber sido capaz de tejer una vida bien hecha.
No deja de ser curioso que nos sintamos atraídos por el morbo y los vaivenes emocionales de los personajes públicos o históricos y, sin embargo, no tratemos de conocer aquellas historias de las que probablemente más podríamos aprender. ¿Qué mejor enseñanza para nuestra propia vida que la de analizar en detalle la de los que lograron lo imposible, el objetivo de todos buscado, que no es otro que vivir bien? Puede que sea el momento de recuperar no tanto su obra pictórica, que también, como el qué y el quién fue Velázquez, el gran genio español de la pintura barroca.
Goya dijo: «En mi vida solo he tenido tres maestros: Velázquez, Rembrandt y la naturaleza»
La vida y la obra de Velázquez
Pese a que alcanzó la fama como Diego Velázquez, nació como Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, en Sevilla, en 1599. Diego fue el primero de los ocho hermanos Rodríguez de Silva y Velázquez, pero no el único artista. Su hermano Juan también sería un pintor notable, y como él, usaría como firma su segundo apellido, algo típico del gremio de pintores de la época. En aquellos días, Sevilla era la ciudad más grande, rica y cosmopolita de España, y probablemente, una de las más importantes de todo el imperio. Gracias al control que tenía del comercio con América, ganó en esplendor y riqueza, lo que la convirtió en un punto clave para los negocios y el crecimiento profesional.
Las dotes artísticas de Diego ya aparecieron en su infancia, citando los historiadores como primer maestro del futuro artista a Francisco Herrera El Viejo, pintor prestigioso pero de horrible carácter al que el joven Velázquez odiaba. No obstante, de él sacó su impulso inicial y la grandeza y singularidad que caracterizarían su obra, y que más tarde, en 1611, recogería su maestro por antonomasia: Francisco Pacheco.
Pacheco sería sin lugar a dudas el hombre más importante de la primera mitad de la vida de Diego Velázquez. Como aprendiz suyo adquiriría su formación técnica y sus ideas estéticas, que en aquellos primeros años se caracterizan por un tenebrismo cercano a Caravaggio (cuyos cuadros, por otra parte, es poco probable que Velázquez hubiera conocido entonces). Pacheco sería además un pilar fundamental para el genio sevillano, al que siempre apoyaría. Y es que aparte de amigo y colega, pronto se convertiría en su suegro, al casarse Diego con la hija de Pacheco, Juana, en 1618. De aquel matrimonio nacerían en Sevilla sus dos hijas: Francisca e Ignacia. Eran normales por entonces este tipo de uniones, creando rasgos de parentesco a caballo entre la familia y el trabajo. De esta manera se creaba una red familiar que podía beneficiarlos a todos.
Un año antes, en 1617, Velázquez aprueba el examen que le permite incorporarse al gremio de pintores de Sevilla, recibiendo la licencia para ejercer como maestro de «imaginería y al óleo». El examinador fue el propio Pacheco, que era un hombre muy bien relacionado en los ambientes intelectuales y eclesiásticos de aquella Sevilla del Siglo de Oro. Pacheco no era un pintor especialmente brillante, pero sí un hombre culto y con gran visión para los negocios. Aparte de por el papel que jugó en vida de Velázquez, es conocido por su obra El arte de la pintura, un libro imprescindible para conocer la vida artística de esos años.
Los primeros trabajos de Velázquez giran en torno al género del bodegón, categoría en principio menor que, sin embargo, en sus manos alcanzaba cotas fascinantes. Ya entonces firmó algunas obras que más tarde serían consideradas obras maestras, como por ejemplo Vieja friendo huevos y El aguador de Sevilla. En estos cuadros su tenebrismo temprano es claramente visible, con una luz dirigida que acentúa los volúmenes y objetos en primer plano, donde se refleja el deseo del pintor por imitar en lo posible la realidad natural. Estas cualidades de Velázquez le serían muy útiles para destacar en otra faceta en la que alcanzó gran renombre, el retrato, pues era sin duda un hombre que llegaba al fondo de sus retratados. El sevillano era capaz, como pocos, de reflejar la fuerza interior y el temperamento de los personajes que protagonizaban sus cuadros.
De Sevilla a la conquista de Madrid
En 1621 murió el rey Felipe III, ascendiendo al trono del Imperio Español Felipe IV. Este nombraría como valido a Don Gaspar de Guzmán, más conocido como el todopoderoso Conde-Duque de Olivares. De Guzmán, perteneciente a una familia noble sevillana, formó pronto una corte integrada principalmente por andaluces, algo que no se le pasó por alto al suegro de Velázquez, Pacheco, que valiéndose de sus contactos movió los hilos para que su yerno fuera recibido y conocido en Madrid. Llegaría a la ciudad por primera vez en 1622.
Por diversos problemas no fue posible que Velázquez conociera o diera muestras de su trabajo al monarca, pero sí pudo aprovechar esa primera visita para conocer y estudiar la magnífica colección real, que estaba formada mayoritariamente por cuadros de Tintoretto, Caravaggio, Veronés y los Bassano. Además, Velázquez tuvo la oportunidad de pintar al capellán del rey, que no era otro que el gran poeta del culteranismo español Don Luis de Góngora y Argote, otra de las grandes figuras de las artes del Siglo de Oro español.
No obstante, Pacheco, inmejorable hombre de negocios, se esforzó por velar por el futuro de su yerno y su hija, por lo que logró poco después que el Conde-Duque de Olivares llamara a Velázquez para retratar al rey y a otras figuras de la familia real. Todo parece indicar que Felipe IV –que tenía algunas nociones artísticas– supo ver el valor del trabajo de nuestro protagonista. Así, en 1623, ordenó a Velázquez que se trasladara a Madrid, nombrándolo pintor del rey con un salario de 20 ducados mensuales y un beneficio eclesiástico por valor de otros 300 anuales (ofrecidos por intermediación del papa Urbano VII). Las cosas pintaban bien, nunca mejor dicho.
El problema es que la rápida ascensión de Diego Velázquez pronto despertó la envidia de los pintores más veteranos de la corte, por lo que se tomó la decisión de celebrar, en 1627, un concurso para decidir quién pintaría el lienzo del salón principal del Real Alcázar de Madrid. Velázquez no se amilanó, aprovechó la oportunidad que el destino le ofrecía y ganó el concurso. Esta victoria lo ascendió a ujier de cámara y serviría de antesala para, un año después, ser nombrado pintor de cámara, el puesto más alto que un artista podía tener en la corte de los reyes de España.
El primer viaje a Italia de Velázquez
En los años siguientes, gracias a su posición, Velázquez conoció e intimó con uno de los pesos pesados de la pintura flamenca del Barroco: Peter Paul Rubens, el pincel favorito del rey. Con Rubens, Velázquez aprende y realiza visitas, y es el genio flamenco quien le convence de que haga un viaje que cambiará su vida: Italia.
El 22 de julio de 1629 se le conceden a Velázquez cartas de recomendación para poder visitar todos los lugares que le interesan de su destino, así como el salario equivalente a dos años de trabajo para costearse sus gastos. Al ser pintor de cámara del rey de España, se le abrieron todas las puertas, lo que le dio la oportunidad de ver y estudiar cuadros a los que sólo algunos privilegiados tenían acceso. El viaje cambiaría su forma de ver y representar la pintura.
Velázquez partió de Barcelona junto al general genovés Ambrosio de Espínola, quien sería retratado por el propio Velázquez en uno de sus cuadros más famosos: La rendición de Breda. Espínola, Grande de España y capitán general de los ejércitos españoles en Flandes, fue uno de los más importantes jefes militares de su época. Espínola, al servicio del monarca español, retornaba a su tierra. Velázquez recorrería durante su periplo italiano Génova, Venecia, Ferrara, Cento y Roma, en la que permanecería hasta 1630, cuando retornó a España vía Nápoles. A su regreso, su técnica, ya de por sí impecable, alcanza un nuevo nivel. Y es que, gracias a sus estudios y oportunidades, el pintor sevillano gozaba de la que era, posiblemente, la mejor formación que ningún otro pintor había tenido en España. Empieza con 32 años la que será su etapa de madurez. Esto se traduce en la mayor producción pictórica de toda su carrera. La década de 1630 marcará un antes y un después, ya que casi un tercio de sus obras se realizan en estos años. Por el contrario, en la siguiente se vería un frenazo drástico, probablemente debido a la acumulación de cargos que tenía (además de pintor de cámara, fue nombrado superintendente de obras y encargado de la conservación y dirección de las reformas de los palacios del rey), que le dejaron sin tiempo para pintar. Añadirá un nuevo cargo en 1643, cuando se le nombra ayuda de cámara, uno de los mayores reconocimientos que el rey podía dar a alguien. Velázquez se convierte así en uno de los hombres más cercanos al monarca, en una época que, por otra parte, fue profundamente traumática: la muerte de su suegro, Francisco Pacheco; la rebelión de Portugal y Cataluña; la caída en desgracia del Conde-Duque de Olivares; la derrota de los tercios españoles en Rocroi; la muerte de la reina Isabel y la del príncipe Baltasar Carlos, heredero de la corona… Una temporada, en suma, de las más duras de la vida del sevillano.
Estos múltiples cargos volverían a llevar al pintor a Italia a finales de los años 40, concretamente de 1648 a 1651, con el fin de adquirir obras pictóricas y escultóricas para la corona española. Debido a esto, se trató de un viaje más de gestión que el primero, mucho más creativo.
Según Manet, «Velázquez es el pintor de pintores, el más grande que ha existido»
Última década, Velázquez en la cima
Estos últimos años son la cumbre en la vida de Diego Velázquez. Además de sus anteriores cargos, fue nombrado aposentador real, lo cual, junto a sus honorarios de entonces y lo que recibía en pago por sus cuadros, alcanzaban una suma más que considerable. Además, aunque estos puestos requerían buena parte de su tiempo, no frenaron su producción, siendo en estos años que firma su más conocida y, probablemente, su obra maestra: Las meninas. No fue el único, pues en esos años verían la luz también Las hilanderas y los retratos de La infanta Margarita, El príncipe Felipe Próspero y La infanta María Teresa. En estos trabajos se observa ya plenamente la faceta protoimpresionista de Velázquez, con pinceladas rápidas y atrevidas que, si de cerca parecen algo inconexas, de lejos demuestran todo su esplendor.
El último encargo que el pintor recibió de la corona fueron los cuatro cuadros de escena mitológica que debían decorar el salón de los espejos del Real Alcázar de Madrid, que se colocaron junto a obras de los favoritos del monarca (Tintoretto, Tiziano, Veronés y Rubens) en 1659. Tristemente, sólo ha sobrevivido uno de ellos, Mercurio y Argos, ya que los demás ardieron durante el incendio que asoló el alcázar en 1734.
En esos últimos años, Velázquez también logra un antiguo deseo de toda la vida: entrar en la nobleza. Trató de ingresar en 1658 como Caballero de la Orden de Santiago, pero fue rechazado, pues no constaban pruebas de nobleza entre su linaje. Como venía siendo habitual, vinieron al rescate sus influencias, que movieron los hilos para que el papa Alejandro VII firmara la dispensa correspondiente, de manera que el título le fue concedido el 28 de noviembre de 1659. Un logro más para una trayectoria prácticamente perfecta. Sería el último.
En 1660, durante el verano, Diego Velázquez enfermó, y pocos días después le llegaría la muerte (6 de agosto). Sólo 8 días después moría también su esposa, Juana.
El legado de Velázquez
Pese a que hoy en día la fama de Velázquez como uno de los más grandes genios de la historia del arte es poco discutida, lo cierto es que no siempre gozó de renombre. Si bien tuvo una carrera meteórica y plagada de éxitos, no es menos cierto que sufrió críticas ya en su propia época, siendo calificado por alguno de sus contemporáneos como un pintor «de cabezas». No podía negarse que tenía gran maestría técnica, pero se le echaba en cara la falta de ese ‘toque’ de genialidad que definía a los más grandes.
Si bien es cierto que hubo quien valoró el trabajo de Velázquez en los siglos posteriores –como otro de los grandes de la pintura española, Francisco de Goya: «En mi vida solo he tenido tres maestros: Velázquez, Rembrandt y la naturaleza»–, no sería hasta el siglo XIX cuando comenzaría a considerarse al pintor sevillano como el realista supremo, y ya con la llegada del impresionismo, el artista total, padre del arte moderno. Tal y como lo definió Manet, «Velázquez es el pintor de pintores, el más grande que ha existido».
Hoy Velázquez es considerado, sin asomo de duda, como el más insigne y extraordinario de los pintores españoles del Siglo de Oro, y una de las más influyentes figuras del arte universal. La naturalidad de sus obras, su envolvente atmósfera, su perfección lumínica y su técnica inigualable siguen hoy, centurias después, al alcance de muy pocos. Sus obras, la mayoría de las cuales pueden admirarse en el Museo del Prado de Madrid, nos permiten recorrer su progresión artística desde su tenebrismo inicial al estilo casi abocetado de sus últimas obras maestras. Punto final perfecto para un hombre que llegó a la corte madrileña a los 24 años de edad y fue ascendiendo, inexorablemente hasta convertirse en el más grande pincel que ha dado el arte español.
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