«La eternidad es un niño que juega a las tablas:
de un niño es el poder real».
Heráclito. Fragmentos
(Archivo Digital de Humanidades Ervin Said)
Confieso que no soy de videojuegos. No tengo la destreza ni la paciencia ni la curiosidad para explorar mundos imaginarios, excepto aquellos que me ofrece una buena novela de ciencia ficción o un relato fantástico. Sin embargo, hay quien piensa que de los videojuegos se pueden extraer interesantes perspectivas filosóficas. Entonces, hay que mirarlos con otros ojos.
Para muchos pensadores, se trata de un vehículo extraordinario que no solo sirve para emocionarnos y entretenernos, sino que, además, aporta enseñanzas sobre estética e identidad y es una herramienta ideal para la transmisión del conocimiento. Aún más, la narrativa de estas formas de expresión, que en algunos casos constituyen verdaderas obras de arte, cambia completamente las reglas tradicionales del juego. De hecho, ya no hay una única manera de jugar. Por otro lado, nos obligan a reflexionar sobre inteligencia artificial (IA) y realidades virtuales y su cada vez más arrolladora presencia en nuestras vidas.
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