En exclusiva para los lectores del espacio Filco+, las páginas de Introducción de El intelectual plebeyo, escrito por Javier López Alós y publicado por nuestra editorial colaboradora, Taugenit.
Introducción
¿En qué consiste hoy el intelectual como profesión? ¿Se puede ser intelectual sin que ello constituya una profesión? ¿Se puede cuando sí la constituye y sus condiciones de desempeño parecen disponerse justamente en contra de toda actividad intelectual no sujeta a criterios de productividad?¿Y qué significa ser un intelectual? ¿Es apropiado, en este contexto social dominado por las redes sociales y la tiranía del instante, seguir utilizando este término? ¿Cabe defender todavía la pertinencia de una figura criticada en los últimos tiempos por su agresividad e incapacidad para aceptar su pérdida de influencia? ¿Es factible una modulación distinta? ¿Por qué habría de importarnos?
Con estos interrogantes se procura dilucidar cómo se puede (si es que se puede) tener una vida intelectual sin ser una figura pública y a qué tipo de normatividad habría de sujetarse, particularmente en un momento histórico en el que lo más probable es carecer de cualquier repercusión o que, de darse ésta, el azar no intervenga de modo tan favorable como para prolongarla mucho más que un fogonazo en la oscuridad. Todas estas preguntas invitan, en fin, a repensar quiénes somos y qué hacemos. Aún más radicalmente, qué o quiénes queremos ser y qué podríamos hacer en cuanto a nuestras capacidades y conocimientos, si es que merece la pena hacer algo con ellas distinto a maximizarlas exclusivamente en provecho propio.
Este libro es una reflexión sobre el sentido, implicaciones y posibilidades de la figura del intelectual en nuestros días, no particularmente propicios a según qué modos de acceso, uso y transmisión de saberes. Para mayor claridad, distinguiremos dos sentidos del término intelectual. Anticipemos por ahora que, en una acepción amplia, hablaremos de las personas que se dedican a las actividades consideradas intelectuales, es decir, de suyo productoras de objetos no materiales y vinculadas ante todo a la utilización de sus capacidades cognitivas y culturales. Y sensu stricto identificaremos como intelectuales a aquellas personas que, además de desempeñar alguna de las actividades del grupo anterior, lo hacen con una vocación de intervención pública y de influencia social, a menudo explícitamente política. Esta definición corresponde a la comprensión histórica del vocablo desde finales del siglo XIX y tiene sus antecedentes más reconocibles en formas siempre asociadas a la esfera de la opinión pública, como aún antes les philosophes y los ideólogos. Así las cosas, uno de los centros de interés de este ensayo es la situación del intelectual en la actualidad, entendida esta locución como designación de un régimen de temporalidad específico, de aparición reciente y que aún rige.
Además de hablar de ese tipo ideal de sujetos a los que conocemos como intelectuales, indagaremos en los a priori de su actividad en este momento histórico de globalización neoliberal. En medio, habrá que examinar el significado actual de la idea de vocación, clave, como mostrara Max Weber, no sólo para el desarrollo del capitalismo moderno, sino para la constitución de la ciencia en profesión. Lo veremos en su momento, la modulación dominante de este término lo ha convertido en un concepto funcional a la (auto)explotación y la servidumbre voluntaria. Se trata de una preocupación que articulaba mi Crítica de la razón precaria y que en esta ocasión quiero desarrollar a partir de una figura que proponía en sus últimas páginas: el intelectual plebeyo. Si la pregunta originaria entonces podría resumirse en qué hacer cuando la precariedad bloquea el pensamiento, ahora la continuación gira en torno al interrogante de cómo encontrar fundamentos normativos mínimamente sólidos para una práctica intelectual alternativa a la regida por la ideología dominante. Es decir, no sometida al principio neoliberal de la competitividad y sí comprometida con un pensamiento de lo común.
Cuestiones materiales, pero también formales
Reflexionar sobre las condiciones de posibilidad del intelectual del presente y para las próximas generaciones obliga a consideraciones de índole histórica, sociológica, política y económica, pero hay otras de aspecto más filosófico que ocupan un lugar destacado en este ensayo. Algunas tienen que ver con el modo en que nuestra experiencia contemporánea del tiempo y el espacio modifica objetos, métodos y expectativas del pensamiento, entendido éste como acción social. Otras aluden al ámbito subjetivo del intelectual y su posicionamiento frente a cuestiones como, por ejemplo, amén de la ya mencionada vocación, la responsabilidad, el compromiso o el estilo. El análisis combinado de ambos planos debiera servir no sólo para una mejor comprensión de ciertos valores asociados a la organización y reproducción social del saber, sino también para perseguir unos postulados formales en la esfera intelectual que se dirijan a la justa preservación de sus actividades e individuos.
Las ideas que atraviesan este libro forman parte de una preocupación por lo común a la que responden mis últimos trabajos publicados1 . El título ya lo delata, en particular por lo que se refiere al pensamiento entendido como actividad social. Al abordar el fenómeno de la precarización de la vida intelectual, me impresionó comprobar cómo personas con situaciones profesionales muy diversas, desde el estudiante al catedrático consagrado, desde investigadores en paro a profesores pluriempleados, se reconocen en un cuadro que se caracteriza por la perplejidad y el malestar. Me pareció que esta coincidencia en el descontento debía ser reflexionada con detenimiento y que, bien articulada, contiene una potencia transformadora considerable. Por supuesto, dicha potencia no es automática ni hay que darla por descontada. El descontento puede atribuirse a causas muy diversas y expresarse por cauces incluso antagónicos. En el límite, puede ser la guerra de todos contra todos. El punto de intersección que me interesa señalar es el hecho mismo del malestar: cada cual con sus matices e intensidades, con diferencias que ni pueden despreciarse ni sirven para ignorar el sufrimiento ajeno, se observa una desazón que se filtra por todo el entramado académico, artístico e intelectual. La cuestión es qué hacer ahora con este malestar.
La respuesta a la que nos impele lo que Laval y Dardot han designado como razón neoliberal es que debemos competir: contra el resto, contra nosotros mismos, contra todo2 . Tal y como iremos viendo, la propuesta del intelectual plebeyo, por su parte, es un intento de escapar de esa lógica competitiva en pos de un orden social más justo, orden que necesita ser pensado, imaginado y sometido a discusión en condiciones de libertad e igualdad. O sea, cooperativamente.
En cierto modo, la escritura de este libro es el resultado de una tensión que se esfuerza por no incurrir en contradicción. Por un lado, asume sin nostalgia alguna que el tiempo de los intelectuales clásicos ha terminado; por otro, constata que lo que ha venido después, la era del expertismo, lejos de una transformación que se hiciera cargo de las críticas a los abusos de poder de un sistema que consagraba la desigualdad, ha supuesto la intensificación de los viejos males y la aparición de otros nuevos. Lo interesante del experto en cuanto categoría es justamente su indeterminación formal, clave para su fluidez y operatividad. Quiero decir, por supuesto que ha habido figuras análogas, hombres que hacían de su sabiduría particular sobre un campo concreto la base de su autoridad moral o intelectual en la sociedad. Sin embargo, su reconocimiento y privilegio hermenéutico venían asociados a su profesión concreta de teólogos, juristas, médicos… pero no a su condición de expertos, que es una investidura tan vaga como indeterminada.
En las actuales condiciones sociales, tanto en la producción como en la recepción de las obras, aspirar a convertirse en figura pública con cierta autoridad sostenida en el tiempo es una ilusión sin apenas anclaje en el principio de realidad. Sin embargo, que lo que se piensa o escribe tenga alguna influencia —es decir, sea de alguna importancia para otros— depende en buena medida de la proyección pública del discurso y, sobre todo, de la voz que lo emite. El intelectual plebeyo no puede fingir que esta dependencia no le afecta, pero lo que está por decidir es cómo reacciona ante ella, si encuentra el modo en que la prosecución de unas condiciones materiales adecuadas para la vida intelectual no ahogue el sentido último de esa vida. En el fondo, lo que está en juego es dilucidar si somos capaces de construir las condiciones de posibilidad para una vida intelectual sin para ello tener que convertirnos obligatoriamente en figuras públicas o remedos (a veces grotescos) de un tipo de intelectual en vías de extinción.
A partir de ese contraste de las condiciones de posibilidad de la vida intelectual con la realidad presente para la mayoría de quienes se sienten llamados a ejercerla, interesaría avanzar en la reflexión sobre los modos de estar y hacerse significativo para los otros3 . Entiendo que es uno de los problemas centrales que mi generación y las que vienen después han de encarar. Ya no se trata —pregunta siempre colosal, en todo caso— de decidir qué hacer: buena parte de nuestras angustias y ansiedades procede ahora mismo de las dudas sobre cómo hacer aquello escaso que comprendemos que estaría en nuestra mano hacer. El interrogante se complica si nos imponemos la tarea de encontrar respuestas que no impliquen la reproducción de comportamientos o estructuras de dominación (material o simbólica) que consideramos rechazables o perjudiciales para la mayoría.
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