Cuando comenzamos a hablar de biopolítica, la noticia fue recibida con cierto escepticismo. Parecía una noción apenas verificable en la realidad. De pronto la situación cambió rápidamente. Y la retroalimentación se ha vuelto cada vez más densa, hasta que ahora alcanza cotas impresionantes.
Por Roberto Esposito, profesor de Filosofía Teorética
Desde procedimientos biotecnológicos, dirigidos a modificar eventos que antes se consideraban naturales, pasando por el terrorismo suicida, hasta la crisis de inmigración más reciente, los problemas de vida y muerte se han asentado en el centro de las agendas y los conflictos políticos. Hasta la explosión del coronavirus, con las consecuencias geopolíticas que ya vamos viendo, estamos llegando al clímax de la relación directa entre la vida biológica y las intervenciones políticas.
Habría tres pasos básicos. El primero es el cambio del objetivo político de los individuos a ciertos segmentos de la población. Secciones enteras de la población, consideradas en riesgo, pero también portadores de riesgo de contagio, se ven afectadas por prácticas profilácticas, al mismo tiempo protegidas y mantenidas a distancia. Este es también el resultado del síndrome inmune real que durante mucho tiempo ha caracterizado el nuevo régimen biopolítico. Lo que se teme, incluso más que el daño en sí mismo, es su circulación incontrolada en un cuerpo social expuesto a procesos de contaminación generalizados. Por supuesto, la dinámica de la globalización ha aumentado este miedo, en un mundo que parece haber perdido todas las fronteras internas. El contraste violento con la inmigración por parte de los partidos soberanistas, más que como una continuación del viejo nacionalismo, debe interpretarse en esta clave inmune.
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