Jorge Luis Borges (1899-1986) fue un escritor de extraordinaria cercanía con la historia del pensamiento. Muy pocos autores han tenido una relación tan estrecha con la filosofía. Incluso parecería que, para aproximarse a sus textos, es necesaria una profunda formación en este campo que permita comprender los numerosos referentes y alusiones. La naturaleza intertextual de los textos borgesianos es múltiple (puede estar presente la historia, la religión, las matemáticas y, por supuesto, la literatura), y la filosofía tiene un lugar preponderante en su obra. Aunque intentar sostener que Jorge Luis Borges haya sido un filósofo sería un despropósito, no sería del todo descabellado entenderlo como un autor ciertamente filosófico en dos sentidos concretos: primero, porque le interesa discutir temas filosóficos con propósitos literarios y, segundo, porque la poética de su escritura ensayística es una suerte de filosofía de lo marginal.
En una biografía sintética sobre el filósofo Oswald Spengler, escrita en 1936 para la revista El hogar, escribe Borges que, para los pensadores alemanes, el universo es apenas un pretexto que justifica la confección de «enormes edificios dialécticos: siempre infundados, pero siempre grandiosos». Aquí ya está presente, aunque de modo un tanto lateral, una de las ideas más citadas del escritor argentino: el que los sistemas filosóficos son más interesantes estéticamente por sí mismos que por su relación real con el mundo o con el conocimiento. En Tlön, Uqbar, Orbis tertius (texto de 1940), al estudiar el idealismo del mundo imaginario de Tlön, menciona que «los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica». El arco que remata esta idea sostenida desde los años treinta aparecería en el epílogo a Otras inquisiciones (1952), en el cual Borges reconoce que en sus ensayos suele «estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso». A este gesto o rasgo en Borges, Liliana Weinberg, experta mundial en ensayo latinoamericano, lo ha descrito como una tendencia a la «solución estética de dilemas filosóficos». Como si Borges leyera la filosofía a través de la literatura y, a la vez, este mismo dispositivo le permitiera desarrollar una lectura filosófica de la literatura, en un flujo de dos direcciones encontradas pero complementarias. Un escritor para el cual el pensamiento es una cuestión estética y viceversa.
Sostener que Borges haya sido un filósofo sería un despropósito, pero le interesa discutir temas filosóficos con propósitos literarios y la poética de su escritura ensayística es una suerte de filosofía de lo marginal
De este modo, la presencia constante de la tradición filosófica en los textos borgesianos suele ser objeto de curiosidad estética. Y la sucesión, a veces caótica y abrumadora, de nombres de filósofos célebres de todas las épocas, de títulos tanto clásicos como conocidos, de citas, a veces reales, a veces atribuidas de forma errónea con plena intención, suele funcionar como la arquitectura del complejo entramado literario de su obra.
La densidad conceptual de sus textos ensayísticos consigue un convincente tono filosófico, por más que los asuntos que aborda estén fuera de la órbita convencional de los grandes temas del pensamiento occidental. Esta vindicación deliberada por los temas de los cuales la filosofía no se ocupa es común en las tradiciones del ensayismo literario, desde Montaigne y, sobre todo, en el ensayo inglés del cual Borges indudablemente procede, y es además, consecuencia de lo que Beatriz Sarlo ha reconocido en Borges como el hacer «del margen una estética». Esta voluntad permitiría ubicar de modo provisional a Borges como un filósofo de lo marginal, de lo asombroso, de lo anómalo, de las asociaciones inusitadas, del hallazgo menor, del pormenor microscópico o del detalle circunstancial del que se sirve para elevar un tema, en apariencia de naturaleza ínfima o menor, hacia el plano de la universalidad. Textos como La muralla y los libros, Quevedo, El idioma analítico de John Wilkins, Kafka y sus precursores o Historia de los ecos de un nombre (Otras inquisiciones) operan bajo este principio.
No es casual que el infinito sea una de las más persistentes obsesiones de la escritura borgesiana
Hay otro sentido más desde el cual Borges puede ser entendido como un autor filosófico. En numerosos textos, sobre todo aquellos donde se desplaza la prosa de ideas a la de ficción, Borges interpreta el papel, como lo hiciera Cervantes, de apenas un lector que glosa, resume o interpreta un texto ajeno. Un modesto exegeta que escribe sobre lo que lee y sobre el que recae el peso de continuar la obra con el propio comentario. La lectura supone entonces un acto de escritura, reescritura, difusión, interpretación, circulación, polémica. La postura y los materiales de Borges parecen ser los del humilde historiador o enciclopedista que, sin embargo, es la piedra angular de la cultura. Borges tiene consciencia plena del papel central de la crítica, del comentario, del metatexto. La escritura misma como posibilidad infinita. Y no es casual que el infinito sea una de las más persistentes obsesiones de la escritura borgesiana. El texto infinito, la biblioteca total, la insistencia por el orden, el tiempo o la totalidad, son cuestiones que hoy más que nunca están presentes en nuestra era digital que parece estar contenida y anunciada de forma metafórica en los textos de Borges. Un precursor de nuestro horizonte epocal, posmoderno, escéptico, frecuentemente apocalíptico.
Borges, fabulador de brevísimos tratados de literatura potencial que son, a la vez, de filosofía especulativa, es quizá, como pensaba Ricardo Piglia, un escritor del siglo XIX en el siglo XX que, al mismo tiempo fue también, en su propia época, un escritor del siglo XXI.
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