El año pasado comenzó en el puerto de Buenaventura, el más importante de Colombia, una fuerte escalada de violencia. La Iglesia católica ha sido clave a la hora de denunciarla y pedir soluciones. ¿Por qué tiene ese rol tan importante en la región? La Silla Académica ha hablado con Carlos Manrique, profesor del Departamento de Filosofía de la Facultad de Ciencias Sociales de La Universidad de los Andes, y Juan Carlos Barreto, obispo de Quibdó, capital del departamento del Chocó, en la región del Pacífico colombiano.
Por Camilo Andrés Garzón, de La Silla Académica
Rubén Darío Jaramillo, el obispo de Buenaventura, en Colombia, viene denunciando la escalada de violencia que comenzó a mediados del año pasado en el puerto. En marzo fue amenazado de muerte. No es la primera vez. A mediados del año pasado un sicario arrepentido acudió hasta su púlpito para decirle que «poderosos de la ciudad» le habían pagado para matarlo.
La nueva amenaza contra Jaramillo fue un campanazo de alerta y reunió a 14 obispos del Pacífico para rodearlo. Denunciaron que la situación de violencia no sólo es en Buenaventura, ni contra Jaramillo; también se vive en el Alto Baudó (Chocó), donde hay desplazamientos de comunidades indígenas que están en el fuego cruzado entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) —última guerrilla activa en Colombia tras el acuerdo de paz con las desaparecidas FARC— y el grupo armado Clan del Golfo.
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