En el ensayo de Montaigne De la edad, explica el pensador al hilo de la anécdota de Catón el joven, que se quería suicidar a los 48: “Estimaba que esta edad era ya madura y avanzada, considerando cuán pocos son los hombres que la alcanzan. Los que creen que el curso de la vida, que llaman natural, promete pasar de aquel tiempo se engañan”. Y efectivamente sabía de qué hablaba: durante largos siglos la edad media de vida se situó entre los 30-40 de la Edad Media y los 50-60 en el inicio del siglo XX. ¿Qué pensarían de nosotros todos esos antepasados si supieran que la esperanza de vida media en España es hoy algo superior a 83 años? ¿No nos mirarían como bichos raros, semidioses, superguerreros –pues era pronto para que la palabra cíborg se les ocurriera– o cualquier tipo de criatura fantástica e imposible que pudiera concebir su cabeza? Igual es algo parecido a la sensación que tenemos hoy cuando nos hablan de la posibilidad de vivir 140 años. Porque en ratones lo de extender la vida un 40% es ya un hecho gracias a investigaciones como las de la bióloga molecular María Blasco, directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas. Eso, sin exagerar, que los más arriesgado lo multiplican por dos o incluso hablan de esquivar a la muerte. El año pasado en la Cumbre Internacional de Longevidad y Criopreservación que se celebró en Madrid (España) en mayo, José Luis Cordeiro, profesor de la Singularity University, en California (Estados Unidos), y uno de los organizadores del acto, hablaba de la «muerte de la muerte», con fecha y todo: antes del año 2045.
Materia viva + tecnología
Nos quedamos como estamos, llegando a nuestros poco más de 83 con todo tipo de implantes, operaciones, válvulas, diálisis y demás tratamientos… Con todo ello a cuestas, somos los humanos mejorados, los campeones de la existencia para todos aquellos que creían imposible pasar de los 60: para quienes habitaron el mundo antes del siglo XX, nosotros somos los cíborgs. Porque de eso se trata, al final, de añadir tecnología (dispositivos, tratamientos…) a un ser humano para mejorar sus capacidades y rendimientos. Eso vinieron a decir en los años 60 y en plena Guerra Fría quienes se inventaron el término. Eran la singular pareja científica que formaban Clynes y Kline, encargados de lanzar al espacio a astronautas en las mejores condiciones. Ellos querían liberarlos de sus necesidades fisiológicas –“achaques” tales como el insomnio, la ingesta y expulsión de fluidos o la falta de actividad– para que se concentraran en lo importante. La clave de aquella operación era que se conocía la tecnología y sus ventajas, pero no que aplicada de cierta manera podía redundar directamente en el bienestar (adaptación al medio espacial en este caso) de un individuo. Como explica Igor Sádaba en su libro Cyborg, sueños y pesadillas de las tecnología, “la relación con la tecnología existía, por supuesto, pero no se había optimizado de la manera adecuada; era preciso un giro copernicano en la forma de enfocar la cuestión”.
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