Un servidor respeta mucho a Byung-Chul Han. Por su éxito como filósofo y también por algunas de sus teorías. Pero respetarlo en modo alguno quiere decir compartirlo, y eso es lo que me ha ocurrido con su libro Psicopolítica.
Como digo, me encanta leer a Han. No sólo porque respeto que haya sido capaz de convertirse en un best seller (al que le parezca fácil le invito a escribir un libro y tratar de publicarlo; y si es de filosofía, invitación doble), sino porque sus libros le hacen a uno enfrentarse una y otra vez a sus propios pensamientos, principalmente con el fin de poder rebatir algo de lo que lee. De todas sus obras, puede que esta Psicopolítica sea con la que más me he revuelto intelectualmente.
A≠A
Básicamente, lo que esta obra dice es que la lógica ha muerto. Su exactitud no existe. A no es A. Sólo de ese modo pueden entenderse las afirmaciones del autor, en las que la libertad puede ser no libertad (esclavitud) y la independencia puede ser dependencia. Las reglas de la lógica que establecen que una cosa no puede ser ella misma y su contrario saltan por los aires en Psicopolítica.
Byung-Chul Han pinta un mundo en el que cada término es su contrario y donde todo lo bueno que Occidente ha conseguido como sociedad (la libertad, la prosperidad, el respeto por las personas, etc.), no sólo es falso, sino que además es malo. La cosa es peor aún, pues el libro establece que el único camino que nos queda para escapar del sistema es la estupidez… ¡pero es que la propia premisa en que descansa es que ya somos estúpidos! ¿No deberíamos por tanto ser libres? Al parecer no. A ya no es A, recuérdenlo.
Castigo a la virtud
El problema que nos cuesta resolver es que Han achaca todos estos males del liberalismo a sus virtudes, no a sus vicios –que los tiene, y muchos–, que no son otros que la plena libertad del individuo para hacerse responsable de lo que ocurre en su vida. Libre para leer, para creer, para investigar, para pensar, para instruir o trabajar por nuestra propia voluntad. Para actuar, en definitiva, del modo que cada persona desee, motivado por lo que quiere y con la seguridad de que el Estado y los demás individuos no se lo impidan.
Han castiga a Occidente, no por sus vicios, sino por sus virtudes
El libro parece partir de la base de que somos estúpidos y que no tenemos control ninguno sobre aquello que pensamos, razonamos y hacemos. El ser humano que se desprende de esta obra es un ser carente de la capacidad de razonar. Un robot. Un estúpido. Un borrego descarriado que forma parte de un rebaño en el que todos son borregos descarriados. No tiene poder de decisión, ni valores, ni vive acorde a unos principios desarrollados por sí mismo fruto de su propio razonamiento.
Cuando afronta el tema de la «transparencia» (el fenómeno actual, fruto del auge de las nuevas tecnologías, que nos lleva a «contar nuestra vida» en internet, redes sociales, etc.), parece ignorar el hecho, fundamental en mi opinión, de que nadie nos obliga a actuar y hacer aquello que no queramos, siempre y cuando respetemos que nuestro límite se acaba donde empieza la libertad del vecino (recordemos: el capitalismo es el único sistema en la historia que lo ha permitido). Seducidos o no, manipulados o no, tenemos siempre la sartén por el mango, pues decidimos conscientemente qué es en cada instante lo que queremos hacer. Otra cosa es que no queramos aceptar la responsabilidad que eso supone…
Han pinta la unión entre trabajo y vida personal como una condena, cuando se trata, o debería tratarse, de una virtud y un logro, pues nada hay más placentero que el que nuestro trabajo venga de aquello que de verdad amamos (ya lo dijo Confucio hace miles de años: “Busca un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar un solo día de tu vida”). Convierte en vileza el hecho de ser productivo, de crear y disponer de lo creado, y tergiversa la realidad al decirnos que nuestro éxito, aunque lo disfrutemos, no es nuestro. De ser así, ¿cómo podemos disfrutarlo entonces?
¿Reescribir la libertad?
Más peligrosa aún resulta la afirmación final de la obra, que viene a decir que es necesario “reescribir nuestro concepto de libertad”. Si poder decidir qué queremos hacer, decir o experimentar no es libertad, ¿qué clase de «libertad» es la que nos proponen? ¿Una basada en su opuesto? ¿Tendremos que vivir –otra vez– bajo sistemas totalitarios para ser realmente libres? No cuenten conmigo. Si alguien considera que prefiere renunciar a su libertad para vivir más feliz, es muy libre de enjaularse por iniciativa propia, pero no de obligar a nadie a acompañarle en su celda. Personalmente me defenderé como gato panza arriba antes que aceptarlo.
Según la lógica, una vez conocidas las trampas del sistema (que el autor nos muestra en el libro) podríamos cambiar de actitud y poner nuestros propios límites: ser más cautos con las redes sociales, organizarnos nuestro tiempo entre trabajo y ocio de un modo más definido, o mostrarnos menos crédulos respecto a «los que mandan» y sus directrices; pero esa opción ni siquiera aparece planteada. Más aún, se niega que exista gente capaz de llevar a cabo semejantes actuaciones.
¿Dónde está el liberalismo?
Para terminar, una reflexión acerca del tan cacareado neoliberalismo, que tanto se escucha en los tiempos que corren y en este libro que nos atañe: el liberalismo –originalmente– es un sistema en el que, entre las libertades individuales que defiende, está la libertad económica y la propiedad privada. Y cuando hablamos de libertad económica nos referimos a la libertad total, el laissez faire que se dio en llamar entre los primeros teóricos. La independencia de la economía de controles y regulaciones estatales. Un sistema liberal, por tanto, será aquel en el que haya un alto grado de respeto por los derechos individuales y en el que el sujeto poseedor de dichos derechos tenga plena libertad (o la máxima posible) para actuar, trabajar y disponer de los frutos de ello.
¿Vivimos así? En absoluto. La economía no es libre en ningún país. Está regulada en mayor o menor medida. ¿Dónde está entonces ese neoliberalismo? Si el capitalismo se caracteriza por la no intervención del Estado, pero sabemos a ciencia cierta que sí lo hace, ¿cómo sostener dicha premisa? Un sistema económico regulado por el gobierno de los diferentes estados es un modelo de estatismo, no de liberalismo. El socialismo, por ejemplo, es estatista; el capitalismo es liberal. Lo que hay hoy no es ni uno ni otro.
Los sistemas mixtos actuales tienen tanto de estatismo/socialismo como de liberalismo… puede que más, incluso
Los sistemas mixtos actuales, con sus instituciones reguladoras locales, nacionales e internacionales, con su economía controlada en buena medida por políticos y un bien asentado estado del «bienestar», tienen tanto de liberalismo como de estatismo, por no decir que bastante más de este último, pero la culpa se dirige únicamente hacia el primero. ¿Por qué?
Si el socialismo es el sistema que defiende la intervención del estado en la economía (entre muchos otros aspectos de la vida privada de las personas), la cual queda supeditada a los intereses de la política, y somos conscientes de que vivimos bajo la pauta que nos marcan los ministerios de Economía y Hacienda, el FMI y el Banco Central de turno (nacional o mundial), así como sujetos a múltiples instituciones estatales, ¿no deberíamos establecer, fehacientemente, que vivimos en una suerte de socialismo? ¿No será ese el sistema que falla?
Sería lo lógico… pero es que la lógica, al parecer, ya no existe.
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