La democracia es un concepto de alto valor reconocido universalmente, tal vez uno de los más importantes de la Modernidad occidental, tal como señala Stephan Lessenich, catedrático de Sociología en la Universidad Ludwig Maximilians de Múnich, en su libro Límites de la democracia. En este dosier te ofrecemos en exclusiva tres fragmentos de tres obras que la analizan desde diferentes perspectivas: además de esta de Lessenich, Democracia sin demos, de la profesora de la Universidad de Rennes I Catherine Colliot-Thélène, para quien pensar la democracia hoy implica desentrañar el sólido vínculo establecido en el siglo XIX entre los conceptos de democracia y soberanía de los pueblos, y Filosofía y democracia: John Dewey, de Richard Bernstein. John Dewey fue un pensador que no conoció barreras entre disciplinas, abarcando problemas de psicología y educación, de ciencia y tecnología, de ética y política, de historia, arte y religión; el filósofo Richard Bernstein hace un análisis sobre su pensamiento y su obra.
Límites de la democracia. La participación como un problema de distribución
(Stephan Lessenich)
La democracia… ¿Quién podría no estar a favor de ella? «Democracia» es un concepto de gran valor apreciado en todas partes, posiblemente el concepto de gran valor de la Modernidad occidental por antonomasia. Las sociedades modernas son sociedades democráticas: esta equiparación de apariencia sencilla es un elemento fundamental del modo en que la Modernidad se percibe a sí misma. Fue solo gracias a una democratización progresiva de la sociedad que a otros valores básicos, como el de libertad o el de igualdad, les fue posible, en general, realizarse. Solo por su intermediación las sociedades «modernas» pudieron volverse modernas realmente (en el sentido de estar constituidas históricamente en línea con su época).
Integración a pesar de la diferencia; unidad en la diversidad; autodeterminación en la vida en comunidad: todas estas ideas directrices aparentemente contradictorias de la socialización moderna están ligadas a la «invención» y a la existencia de instituciones y de procedimientos democráticos. La célebre frase de Winston Churchill acerca de la democracia como la menos mala de las variantes conocidas de regímenes políticos1 da, con su sobria agudeza alejada de todo énfasis idealizador, en la tecla: es la democracia la que torna siquiera posible el hecho, de otro modo altamente improbable, de que la sociedad esté en condiciones de controlar la complejidad social.
El hecho de que, a pesar de todas las repetidas críticas que se le hacen a su funcionalidad, la democracia siga teniendo, en el plano de la norma moral, una posición tan buena como antes, se evidencia, entre otras cosas, en el hecho de que casi nadie desea ser tenido por no democrático o por antidemocrático. No es casual que incluso autócratas reconocidos reclamen para sí mismos y para sus intenciones que se les otorgue su sello de calidad. La «democracia dirigida», hoy defendida por la Rusia del «demócrata puro» Putin pero practicada ya a finales de la década de 1950 por el entonces presidente de Indonesia Sukarno, solo es uno de los numerosos intentos de gobernantes de todas partes del mundo por ajustar los principios democráticos a las costumbres nacionales o bien a las presuntas particularidades del respectivo «carácter popular» (es decir, ablandarlos). E incluso el general Augusto Pinochet, que derribó con un golpe de Estado la democracia popular de Salvador Allende en el Chile de 1973, activamente ayudado por uno de los países padres de la democracia, y que cargó sobre su conciencia, desde entonces, miles de vidas humanas, insistía en presentar a su forma de gobierno, cuasi-democráticamente, como una «dictablanda», o sea, como una dictadura política suave que, en realidad, propiciaría la preservación o incluso el restablecimiento de los derechos civiles.
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