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El extraño (íntimo) que llevamos dentro

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«El menosprecio por la vida de los demás proviene de una obediencia que nos enseña que lo propio es débil e insuficiente».

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Si hay un aspecto de la naturaleza humana que siempre ha llamado nuestra atención es la capacidad de ejercer la crueldad hacia el otro. Más que ninguna otra, el ser humano es una especie que parece estar muy bien dotada para el odio y la violencia, de ahí que nos interese este libro de Arno Gruen que nos trae la editorial Arpa.

Por Jaime Fernández-Blanco

El extraño que llevamos dentro, de Arno Gruen (arpa).
El extraño que llevamos dentro, de Arno Gruen (Arpa).

Bajo ese mismo prisma se sitúa el psicoanalista alemán en su obra capital El extraño que llevamos dentro: el origen del odio y la violencia en las personas y las sociedades. ¿A qué se refiere Gruen con ese «extraño»? Pues a la parte de nosotros mismos que se extravió a lo largo de la vida y que todos –en opinión del pensador alemán– tratamos de recuperar. ¿Y de qué manera? Unos luchando consigo mismos… y la mayoría destruyendo a quienes nos rodean. Ese conflicto entre nuestras orientaciones sería lo que determina nuestra futura forma de ser.

La tesis fundamental de esta obra es simple: el odio hacia los demás está relacionado fuertemente con el odio a uno mismo. Para comprender por qué somos capaces de torturar y humillar a otros, hemos de analizar antes de nada qué es lo que detestamos de nosotros mismos.

Qué cuenta

Según Gruen, deseamos destruir al otro porque se nos parece, porque su existencia nos recuerda esa parte de nosotros mismos que deseamos acallar. El enemigo, por tanto, está en nuestro interior y solo nos sentimos dignos cuando lo combatimos externamente. Algo que, en palabras del psicólogo alemán, no es una excepción, sino la norma. Nos afecta a todos y cada uno.

¿Pero de dónde nace ese rencor hacia una parte de quienes somos? Al parecer, las personas reprimimos lo que nos es propio. Rechazamos nuestra propia visión porque nos han enseñado, desde niños, que es despreciable, inadecuada e inferior, y por ello nuestra mente responde convirtiéndolo en algo ajeno para así protegerse. Es de esta manera que el propio Yo se convierte en una fuente de problemas para nosotros, pues es de él mismo que surgen constantemente, al convertirse en algo distinto y extraño, nuestros miedos más íntimos.

Para comprender por qué somos capaces de torturar y humillar a otros, hemos de analizar qué detestamos de nosotros mismos

Para Gruen, esta coerción para con nosotros mismos lleva instalada en nosotros desde la más tierna infancia. «La naturaleza de la relación entre padres e hijos es la de una lucha por el poder, en la que tiene que impedirse que se imponga la voluntad impura del niño». Lejos de lo que queramos creer, nos dice Gruen, no se trata de civilizar a los niños, sino que es fruto de una necesidad instintiva de dominar. La motivación de esta forma de socialización sería, supuestamente, el anclar en el alma la necesidad de obedecer al poderoso, algo que solo es posible si acallamos las necesidades y sentimientos propios.

Precisamente, explica el autor, es este modelo el que dominaba y vertebraba el método de Sigrid Chamberlain reflejado en Adolf Hitler, la madre alemana y el primer hijo (obra de cabecera en la Alemania nazi). Una opinión que, curiosamente, compartía en esencia el inventor del psicoanálisis, Sigmund Freud, pues ambos postulan que los niños vienen dominados por unos impulsos universales sin otro objetivo que el de satisfacer sus deseos, siendo la labor de la cultura el acotarlos para que ni ellos ni las personas a su alrededor puedan sufrir sus consecuencias. Por mucho amor que sientan por sus hijos, los padres no obvian que en sus comportamientos innatos priman la suciedad, la impaciencia, el ansia y la rabia destructiva, características todas ellas que a priori se adaptan mal a la coexistencia social. La idea central es la misma en todos los casos: la certeza de que permitir al niño llevar a cabo sus aspiraciones es algo peligroso para la comunidad y la especie.

De esa manera surgiría ese enemigo interior, esa parte de nosotros que terminamos perdiendo porque fue rechazada y castigada por nuestro progenitores. Y así la mente de cada pequeño convierte ese Yo propio en algo ajeno, puesto que si sus padres –que son personas cariñosas y buenas– lo recriminaban, tenía que ser por fuerza culpa suya. Así crece en nosotros la vergüenza y el rencor hacia lo que somos en realidad, que se convierte con el tiempo en una fuente potencial de terror. ¿Y cómo combatimos ese odio? De la manera que nos hace sentir íntegros: hacia fuera. Al rechazarnos nosotros mismos desencadenamos la necesidad de buscar enemigos que compartan nuestros rasgos, para así poder mantener la estructura personal que nos hemos construido.

Durante décadas, la idea central de la educación ha sido que permitir a los niños llevar a cabo sus aspiraciones es algo peligroso para la comunidad

Por qué leerlo

Tenemos que entender que el temor interior a ser víctima es puramente existencial. De niños somos seres absolutamente dependiente e indefensos. No podríamos sobrevivir sin nuestros padres. Es por eso que los sentimientos de pérdida y exclusión tienen tal poder sobre nosotros. El abandono de la familia, los amigos o la pareja, la pérdida del empleo o del rol social, tienen potencial más que de sobra para hacer que nuestra personalidad se tambalee, se transforme o, incluso, se destruya.

Según Gruen, una persona cuya socialización ha estado marcada por la obligación de abandonar su Yo vivirá según unas reglas psicológicas muy diferentes a alguien que sí fue aceptado y que se desarrolló de una manera más fiel a sí mismo. Al primero, a menudo, lo impulsará el deseo inconsciente de idealizar a su opresor, transformando su amor propio en odio hacía sí mismo y, de ahí, a los demás, por no ser capaz de enfocarlo hacia su represor.

La mayoría de las personas se consideran a sí mismas seres libres y autónomas en cuanto a sus sentimientos, pero la realidad es bastante distinta. El peso que nuestras vivencias y nuestra propia biología tienen en nuestro desarrollo es mucho mayor de lo que pensamos. De hecho, son muy pocos los que alcanzan un grado cierto de libertad. Tanto es así que podríamos considerarlos la excepción, mientras que los mal llamados «normales» son precisamente lo contrario, aquellos que se han adaptado a la negación general de su Yo.

Al rechazarnos nosotros mismos desencadenamos la necesidad de buscar enemigos que compartan nuestros rasgos para así poder mantener la estructura personal que nos hemos construido

De acuerdo o no con sus tesis, el enfoque de Gruen es interesante porque arroja luz sobre ciertos comportamientos que de otro modo son difíciles de explicar. ¿Por qué la cercanía en las relaciones es una característica que aumenta las hostilidades? No son las diferencias las que hacen que las personas y las sociedades choquen, sino los puntos en común. ¿Nunca nos ha llamado la atención lo a menudo que dos hermanos se odian? ¿O que mostremos a menudo más deferencia y respeto por los desconocidos que por aquellos que amamos? ¿Por qué existe ese mítico refrán de «donde hay confianza da asco»? Aquí hay una posible respuesta. Se genera resistencia porque, cuando conocemos a alguien íntimamente, somos más dados a ver en ellos esos rasgos de nosotros mismos que odiamos y que nos incitan a combatirlos.

Existe en todos estos comportamientos agresivos un sentimiento de repulsión hacia el otro, dice el autor alemán. Una desvalorización que hace que, quienes la ejercen, se vean a sí mismos como personas, mientras que sitúan a los otros en un nivel inferior. El odio y el rechazo los convierte casi en animales.

La esperanza de Gruen con este libro es romper ese círculo vicioso. Hacer entender que la preocupación de los padres por la educación de sus hijos tiene más que ver con el propio ego que con el afecto. Es una búsqueda de autoaceptación disfrazada de un deseo de adaptar al pequeño/a al mundo en el que ha de vivir. Y, de esa manera, el autor intenta «animar el compromiso diario de atender al corazón».

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