¿Y si Heidegger fuera el autor de un remake y su filosofía solo la reiteración de un mito irreducible a un principio deductivo –la muerte–? La contemporaneidad de Heidegger tendría que ver así con una intención extemporánea: no retornar a Grecia, sino repetir su principio imposible, solo accesible fenomenológicamente. La originalidad de Heidegger –su «Destrucción»– se encontraría ligada al reconocimiento de esa repetición en el marco de la filosofía moderna, sobre todo a partir de Kant. Más allá del mito mediático, que redujo su filosofía al personaje, Heidegger sigue siendo hoy imprescindible por su propia extemporaneidad, quizá origen a su vez del más profundo error.
Por Arturo Leyte, Universidad de Vigo
¿Qué queda de Heidegger?
La pregunta evoca una ruina de cuyo alcance todavía no tenemos idea. Quizá por eso no tenga sentido plantearla en términos tan neutrales, sino beligerantes: «¿Qué queremos que quede?». En realidad, la ruina se encuentra todavía por conquistar. Si la obra del filósofo se encuentra medio devorada por su propio mito mediático, lo que entretanto sigue llegando al público es solo un eco que tiene poco que ver con aquella.
La recepción viene determinada por una suplantación: la de la obra por el personaje, cuyo protagonismo ha convertido la «filosofía» en denuncia biográfica, impuesta al parecer como único tema del pensamiento y la crítica, que a su vez sería considerada culpable de no proceder así.
Ante semejante panorama no tiene que sorprender que la propia filosofía, a la que esa misma crítica presuponía sin ninguna justificación una virtud incontaminada, se haya vuelto en sí misma sospechosa de la participación en un crimen desmedido, aunque quizá eso todavía le permita sobrevivir como último vestigio previo a su definitivo tránsito a la irrelevancia. Si ya resulta imposible que el eco devuelva hoy por hoy un genuino Heidegger (entre otras cosas porque lo de «genuino» ha devenido un término muy sospechoso), lo cierto también es que, cuando se trata de filosofía, su nombre resulta insoslayable, aunque esa necesidad haya contribuido a introducir todavía mayor confusión.
¿Qué queremos que quede de Heidegger? En realidad, la ruina se encuentra todavía por conquistar. Si la obra del filósofo se encuentra medio devorada por su propio mito mediático, lo que entretanto sigue llegando al público es solo un eco
A qué semejante tributo, se podría preguntar. ¿Tal vez a que Heidegger rompió radicalmente la tradición; tal vez a que en su obra reapareció Grecia, aunque fuera para decretar su absoluta extrañeza, y a la vez se decretó el final de la filosofía, o se deberá simplemente a la fascinación que despertó su expresión literaria, que le devolvía a la filosofía su perdido arcano?
Hoy interesa preguntarse si, al margen de la vulgaridad crecida en torno a su nombre, esa revolución de la filosofía que se ejecutó en Ser y tiempo allá por 1927 no tiene que ver con la recuperación de un mito de una naturaleza completamente diferente al mediático en el que ha quedado encallada su obra; un mito escondido (y «olvidado», diría Heidegger) en el mismo nacimiento de la filosofía. En ese caso, también quedaría por ver si ese mito remite directamente al inicio de la filosofía o ya solo a la posibilidad (o, quizá, solo calculada voluntad) de su reaparición en un tiempo diferido y de vocación terminal; en definitiva, si con lo de mito se remite a algo cronológico o estructural.
La respuesta a partir del texto de Heidegger no es simple por dos motivos solidarios y paradójicos: porque ese mito no tendría contenido ni historia y, a la vez, porque sin embargo haría comenzar una. En realidad, más que de «retorno» al contenido de un mito inicial ya constituido se trataría de la reinterpretación del propio inicio como mito (sin contenido). El presupuesto metodológico que yace bajo la cuestión del mito remite a que todo inicio resulta inaccesible, pues el destino de todo punto de partida es perderse.
El mito del inicio tiene que asumir así una pérdida estructural –desde el momento en que se «dice» el ser (que es siempre el punto de partida), lo único que queda es el propio decir (el mito)– cuya única compensación pasaría por dotarlo de un contenido, aunque en este caso eso suponga la suspensión del propio mito. No será difícil reconocer que en esa compensación (el desarrollo «narrativo» de esa pérdida) reside lo que justamente Heidegger llamó «historia de la filosofía», convertida así en el mayor enemigo –pero también enemigo necesario, porque sin él ni siquiera tendría sentido referirse al inicio– de la filosofía.
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