La envidia es una pasión. Nada grande se ha hecho sin pasión, según la expresión de Hegel en la Enciclopedia de las ciencias del espíritu (1830), ni podría ser hecho sin ella. Claro que esta pasión tiene diferentes formas y, aunque no deja de ser una expresión de una determinación sobre la que se deposita todo el interés del individuo o, dicho de otro modo, todo lo que uno es (espíritu, talento, carácter y goce, de seguir a Hegel) para la consecución de un fin, esta determinación puede estar ligada no sólo a grandes ideales (la justicia, la bondad y la belleza, por enumerar algo así como la “tríada diurna y biempensante” de la filosofía), sino también a emociones mucho más oscuras vinculadas a lo que podemos llamar “pasiones negativas”. Y si son “negativas” u “oscuras” no se debe, como se afirmó durante mucho tiempo en la tradición filosófica dominante, a que son privativas, es decir, si no hacemos el bien es porque, por ignorancia, “carecemos” del concepto de bondad, o a que sean defectivas, por ejemplo si somos injustos se debe a nuestro erróneo concepto de lo que es correcto y lo que no, sino porque son “positivamente negativas”: para conseguir nuestro propósito, a veces cegados por la pasión negativa de la que hablamos, decidimos actuar y actuar activamente con todo nuestro “espíritu, talento, carácter y goce”, contra aquello que nos imposibilita llegar a nuestro fin sin importar los medios. Y, desde luego, este modo de obrar no se debe a que desconozcamos lo que está bien y lo que está mal, sino porque o nos da igual o pensamos que esas convenciones morales están hechas para otros, dado nuestro carácter “excepcional” no reconocido “injustamente” por los otros.
Tendríamos aquí otra tríada, mucho más tenebrosa pero, lamentablemente, mucho más real y presente en nuestra vida cotidiana: la injusticia, la maldad y la fealdad. Sin duda también con ellas se han hecho grandes y terribles cosas. Y nadie puede decir de ellas que su origen ha sido el desconocimiento o la equivocación. A veces la maldad tiene destellos de genialidad, aunque sea esta una genialidad pulida en un grado de perfección tal que sólo puede provocarnos el horror. La pregunta es, pues, qué sucede cuando se emplean con todo el empeño el espíritu, el talento, el carácter y el goce al mal ajeno.
«Si son pasiones negativas no se debe a que son privativas –no hacemos el bien por ignorancia– o a que sean defectivas –somos injustos por un concepto erróneo de lo que es correcto–, sino porque son positivamente negativas: para conseguir un propósito decidimos actuar activamente»
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Entre estas pasiones una de las más terribles es la envidia alimentada por las llamas incombustibles del deseo que hace que se ansíe lo que el otro posee hasta extremos tales que no sólo se trata de tener lo que el otro tiene, sino que produce el intento de destrucción o de perjuicio hacia quien se dirige la envidia, como si el envidiado no mereciera lo que el envidioso debiera poseer, y consume además al que la padece. Hegel tendría aquí algo que decir, puesto que lo que condiciona la pasión no es el objeto en sí mismo, sino la forma con la que el sujeto se relaciona con él.
Como en todo, hay grados de envidia y este grado depende de la forma de esta relación. Hay “envidias sanas” que significan que, aunque se quiera poseer lo que el otro tiene, este deseo no implica un despojamiento o un perjuicio del otro, sino un mero “yo también”. Cuando digo que me dan envidia las personas que ahora están en la playa, no quiero que ellas dejen de disfrutar de sus vacaciones, sino que a mí me gustaría también disfrutar del mar. Ahora bien, si digo que yo debería tener lo que el otro tiene porque me lo merezco más: que yo, mi YO, es el que debería disfrutar de aquel objeto deseado, entonces introduzco una nueva y perversa categoría: el “debería” que lleva aparejada una noción perversa de justicia por la cual si hay un merecimiento es que alguien lo merece y otro que no, que cuestiona el estado de las cosas tal y como son e introduce un componente de desprecio al otro. El yo del envidioso se sitúa por encima del de los demás, a los que infravalora. No es extraño por ello que el que está verde de envidia ponga a los otros verdes e hinche todo aquello que hace para hacer notar su valía despreciando al tiempo lo que el otro es, tiene, hace o ha conseguido. Le caracteriza, además, un afán de reconocimiento desmedido.
La envidia, ya lo dijo Aristóteles, es una emoción característica de personas de “alma pequeña”, amantes de la fama y de los honores (Retórica 1387b 33-34). El envidioso es, por ello, un ser insatisfecho, incapaz de ver y reconocer lo que en verdad tiene, siempre pendiente del otro que “ocupa” su lugar. Es, por ello, un resentido. Mira lo que hacen los demás, de ahí, por cierto, el origen etimológico de la palabra: envidia (invidio) contiene la idea de mirar (videre) hacia los otros con malos ojos. Así hacían los dioses del Olimpo griego: vivían su vida envidiando –mirando– a los hombres.
El grado superlativo de la envidia la vincula con los celos: desear no lo que el otro tiene, sino ocupar –sin perder su propio nombre– su lugar que “en justicia” le corresponde más que al otro, debido, como en el anterior caso, a la visión distorsionada de la propia valía y la de los demás. Señala Sócrates en el Filebo que el envidioso, que siente una mezcla de dolor y placer ante lo que ve, es un ignorante porque vive bajo el engaño de no saber apreciar sus propias capacidades. Sin embargo, lo que no sabe apreciar el envidioso es la valía de los demás, a los que desprecia y desmerece, al creerse mejor que ellos: “Creyendo que son sobresalientes en virtud –dice Sócrates–, aunque no lo son […] ¿no es acerca de la sabiduría donde la mayoría, pretendiendo poseerla por completo, está llena de rivalidades y de una falsa apariencia de sabiduría” (48e-49a).
«La envidia es desear no lo que el otro tiene, sino ocupar su lugar que en justicia le corresponde más que al otro»
Sobre grandes pasiones se han escrito grandes obras. La ira de Aquiles dio lugar a la Ilíada de Homero, al igual que sobre la astucia (o mejor, el ardid para el engaño) de Ulises se construyó toda una Odisea o sobre la cobardía y la venganza trataron algunas de las más grandes obras de la tradición clásica, pero la envidia como tal nunca fue el tema central de las emociones trágicas. En todas estas pasiones hay algo de honorable, de lo que carece la envidia, que nada sabe de honor sino de resentimiento. Por eso no hay grandes hazañas que puedan contarse a partir de ella ni nada que sea digno de encomio. Si los poemas épicos fijan en la memoria aquello que no debe ser olvidado y las tragedias transmiten una enseñanza moral, de la endivia ni hay nada que recordar ni ninguna lección que aprender. En su relectura de los trágicos, Antonio Buero Vallejo presentó una nueva interpretación de Electra más acorde con los nuevos tiempos: lo que Electra siente hacia su madre, la bella Clitemnestra, es envidia: envidia por su belleza, que igualaba a la de su hermana Helena de Troya, envidia por su inteligencia, envidia por su vientre capaz de engendrar hijos, envidia por su elegancia, envidia pura, envidia llena de odio y de afán de un ajusticiamiento y tiene más que ver con el resentimiento. Y si alienta a su hermano Orestes a cometer matricidio como forma de ajusticiamiento por haber asesinado impunemente a Agamenón tras su regreso de Troya, es sólo como excusa. Por eso, dice Orestes, Electra nunca “perdonó” a su madre, igual que hay personas que nunca perdonan que los demás prosperen. El envidioso trata de destruir y desposeer al otro y alcanza su goce no sólo por obtener el objeto de su deseo, sino por infligir dolor al otro. Recuérdense las palabras de Electra en la versión de la Orestiada de Sartre: “¡Qué grite! ¡Qué grite! Yo los quiero, esos gritos de horror, y quiero sus sufrimientos”- pero al hacerlo deviene, como la hija de Clitemnestra, “revejido, […], condenado a la renuncia de la belleza y de la alegría […] roca enhiesta envuelta de su propia rigidez; insoportable. Óyela, susceptible ante las cosas más insignificantes”. Tristeza ante el bien ajeno y felicidad ante su mal, pero incapacidad para fijarse y disfrutar de lo más propio: la irrevocable y auténtica propia vida.
Ana Carrasco-Conde es filósofa y profesora de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, especialista en idealismo alemán y romanticismo y formada en filosofía antigua y ciencias y lenguas de la antigüedad. Ha sido investigadora invitada de la Academia de las Ciencias de Baviera, y es colaboradora habitual en FILOSOFÍA&CO y medios de comunicación, como la Cadena Ser o los periódicos La Marea o El País. Entre sus últimas publicaciones se encuentran Fuera de sí mismas (Herder, 2020), Decir el mal (Galaxia Gutenberg, 2021) y La muerte en común (Galaxia Gutenberg, 2024).
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