La religión siempre ha sido un contenido de referencia a la hora de hablar de la esperanza, pero superada la Edad Media, se vio que otra esperanza era posible: una esperanza que miraba hacia el futuro –eso siempre– y lo revestía de progreso, de utopía, de ciencia, de felicidad personal o de política. Este es un repaso por algunas de esas otras esperanzas sin dioses y sin Dios.
Si mañana mismo se anunciara con fecha concreta la catástrofe más formidable jamás sobrevenida sobre la faz de la tierra, es muy posible que cada uno de nosotros pensara en la posibilidad de que quedase algún superviviente. En ese caso, lo que sí tendríamos claro es que ese superviviente iba a ser cada uno de nosotros. A esto que Eduard Punset ha llamado “el optimismo atávico del ser humano”, y lo es, se le podría llamar también esperanza. “Alguien ha dicho –señala el teólogo Manuel Fraijó, quien ha hecho de este tema una de las líneas argumentales de su trayectoria– que la esperanza es tan esencial al ser humano que entró con los judíos en las cámaras de gas”.
Se llame como se llame ese sentimiento o estado de ánimo, pariente del deseo, que nos hace pensar como alcanzables diversos objetivos (más o menos posibles, más o menos viables, más o menos locos), parece haber acompañado al ser humano desde siempre. Su estudio ha dependido del contenido que se ha insuflado a esa esperanza, del grado de posibilidad de la aspiración, de la acción que sea capaz de suscitar en la persona esperanzada. Si en un artículo anterior se ha tratado el “relleno” de la esperanza desde un punto de vista religioso, en este se revisan autores o corrientes que han hecho de ella un contenido laico, volcado como es necesario sobre el futuro, pero sin necesidad de trascendencia. También de quienes desmontan el automatismo, heredado del concepto cristiano, que presenta la esperanza con un halo de bondad. No, no siempre fue así. De hecho, comenzó no siendo así.
Este artículo se centra en la esperanza con contenido volcado, como es necesario, sobre el futuro, pero sin necesidad de trascendencia
Ni griegos ni romanos le prestaron demasiada atención a la esperanza y, si se la prestaban, era para mirarla con cierto recelo. El crítico de la cultura y ensayista británico Terry Eagleton, en su libro Esperanza sin optimismo, editado por Taurus, comentaba: “En general, para los antiguos griegos la esperanza era más una calamidad que una bendición. Eurípides la llama maldición de la humanidad. Platón nos advierte en el Timeo que la esperanza puede extraviarnos (…)”. Y es que lo de la “virtud” de la esperanza vino luego, porque para los pensadores de Grecia y Roma no dejaba de ser más que una circunstancia o característica de la vida, algo inevitable, inexorable como el paso del tiempo con el que guarda relación. En el libro clásico sobre la materia, La espera y la esperanza, de Pedro Laín Entralgo, se puede leer: “En la mente de un griego clásico, elpis significaba a la vez esperanza, espera, previsión, conjetura, preocupación y temor. Era, en suma, la actitud o el sentimiento del alma humana frente a un evento futuro y probable, fuese éste feliz o desdichado. Más que a nuestra “esperanza”, la elpis griega equivaldría a nuestra “espera”, espera complacida y confiada unas veces, temerosa y preocupada otras”.
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