Pensamiento de Javier Correa Román. Filósofo español
Graduado en Filosofía por la Universidad Nacional a Distancia (UNED) y doctorando en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), ambas en España. Cofundador del Colectivo Mentes Inquietas y redactor de FILOSOFÍA&CO, ha sido profesor de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid). Cuenta con tres libros publicados: Y pensar ¿para cuándo? Filosofía de jóvenes para jóvenes (2019), Mentes Inquietas. Contrarrefranes y cultura popular (2020) y Estética y Emancipación. Hacia una teoría del arte de lo común (2021).
Un breve preámbulo
No es lo mismo estar solo que estar con nuestros fantasmas. No es lo mismo estar solo, que haber sido acariciado (aunque ya nadie nos toque). Lo decía mejor Enrique Lihn: no es lo mismo estar solo que estar en una habitación de la que acabas de salir. Supongo que la pregunta por los objetivos de la filosofía es un poco como esa habitación de la que siempre salimos: se nos escapa, pero nunca nos abandona. Y es que… ¿acaso es posible abandonar el lugar del que nunca quisiste salir?
Es difícil pensar que la filosofía tiene un objetivo determinado. O, al menos, a mí me parece una tarea difícil. Según creo, mojarse en una dirección o en otra (decir que la filosofía debe caminar tal o cual sendero), es ya una posición filosófica concreta, lo que lo hace todo un pelín problemático. Que no quiere decir que sea imposible, ojo, pero sí conlleva ciertos riesgos.
Aunque quizá no sea una pregunta tan compleja y simplemente sea miedo social o académico, miedo de asumir una posición de autoridad. Sea por la razón que sea, por la propia problematicidad o por mi propio titubeo, creo que voy a abordar esta pregunta sobre los objetivos de la filosofía a partir de dos particularidades. La primera es la renuncia a cualquier posición prescriptiva. Me gustaría abandonar la mirada larga, ciertamente impositiva, que dicta qué es lo que debería hacerse en filosofía para hablar con el tacto del recuerdo y pensar, más bien, qué ha sido en la filosofía.
Por supuesto que soy consciente de la falacia naturalista y sé que es muy espinoso derivar lo que debería ser de lo que de hecho es. Para empezar, porque creemos que lo que debería ser (en la filosofía, en una relación de amor, en el mundo) es distinto a lo que, de hecho, es. Si derivamos lo que debería ser de lo que es, ¿cómo va a cambiar algo? Como el gorrión, cuando lanzamos esta pregunta esperamos volar, no quedarnos caminando en la misma tierra. Solo volando se puede regresar, ojalá más pronto que tarde, a la habitación de la que acabamos de salir.
A pesar del riesgo de examinar lo que hay, creo que nuestra realidad es suficientemente compleja como para saber encontrar en ella las líneas que queremos seguir andando y las líneas que nos asfixian. No se trata tanto de ahogar lo que debería ser en el marisma de lo que es, sino encontrar en la pluralidad de lo que es aquello que nos susurra una promesa de belleza. Esa es la corazonada que debemos seguir.
La segunda particularidad es que voy a husmear esos rastros de promesa, o lo que creo que puede hacer la filosofía para acercarnos la belleza, desde mi condición más particular y biográfica. Probablemente por el miedo social y académico de hablar desde donde uno no puede, o quizá por el rechazo filosófico a los trascendentes, o quizá por entender que no se puede hablar de amor más allá de hacer tu propia carta de amor (esta, en el fondo, fondo, es una).
Sea como fuere, voy a intentar responder a la pregunta por los objetivos de la filosofía buceando en mis encuentros con ella para hallar las líneas que creo que deberíamos alargar e intentar localizar los encontronazos que creo que deberíamos evitar en un futuro.
Debemos buscar en la realidad las líneas filosóficas que queremos seguir andando y las líneas que nos asfixian. No se trata tanto de ahogar lo que debería ser en el marisma de lo que es, sino encontrar en la pluralidad de lo que es aquello que nos susurra una promesa de belleza. Esa es la corazonada que debemos seguir
La filosofía debe partir de lo que hay
En primer lugar, creo que la filosofía debería partir siempre de lo que hay, del lago de contradicciones en el que nos toca nadar. Creo que la filosofía no debería partir de otro lugar que no sea el aquí y el ahora de cada situación. Como en este texto, que es también un ejercicio práctico de filosofía, no se trata de perdernos abstractamente en lo que debería ser, en lo soñando y nuestras fantasías, sino que debe partir siempre del complejo entramado que configura el cuerpo con el que pensamos.
Quizá pueda, en ocasiones, parecer un ejercicio desalentador. ¿Cómo no soñar con los verdes valles mientras llueve en la ladera de la montaña? ¿Cómo no hacerlo, además, cuando estamos fatigadas de subir la roca por la montaña? Pero pensar que hay un valle más allá de las montañas, un valle idílico donde todo está resuelto (otra vez la fantasía de los trascendentes) puede ser una fuente enorme de frustración, además de actuar como el opio de un cuerpo que piensa constantemente que hay un lugar donde todo se redime.
Sin embargo, y lo sabemos por nuestra experiencia en la vida como estudiantes, amantes, amigas o ciudadanas, sabemos que la riqueza de la vida está en localizar los rastros ahierbados que crecen en la ladera, las flores y el jugueteo con los colibrís que hay en la ladera de la montaña. Porque solo subiendo altas montañas es como alguna vez hemos podido bañarnos en los lagos.
Se trata, creo, de darnos cuenta de que en el frío de la noche aparece el rocío y que es juntando esas gotas la forma en que podemos calmarnos la sed, y no con la seca promesa de un océano. La filosofía debe buscar los rastros entre lo que hay, partir siempre de la ladera, no divagar sobre el otro lado. Creo también, si se me permite, que es a esto a lo que nos enseña la poesía.
La filosofía debe extraviarnos
En segundo lugar, creo que la filosofía debe ser un ejercicio corporal. Esto no quiere decir, por supuesto, que deba ser un ejercicio físico o algo por el estilo. Más bien, con esto quiero afirmar que la filosofía debe ser una práctica que involucre la totalidad de nuestra persona, es decir, todo nuestro cuerpo. Decía Foucault al respecto:
«¿Qué valdría el encarnizamiento del saber si no hubiera de asegurar más que la adquisición de conocimientos y no, de un cierto modo y tanto cuanto se pueda, el extravío de quien conoce?»
La filosofía debe extraviarnos, como cuando nos enamoramos. ¿De qué sirve el encuentro con el mundo si no nos dejamos contaminar por él? La filosofía debe, en fin, dejarse contaminar por el mundo, aunque sea demasiado (o precisamente por eso). La filosofía no es otra cosa que eliminar de nosotros los rastrojos que se pegan a nuestra piel y sembrar en ellos la semilla de lo indebido, de lo rebelde. Pensar debe ser también un pensarnos y eso implica una apuesta fuerte: implicar todo nuestro cuerpo en una tarea en la que nos va, literalmente, la vida (la nuestra).
La filosofía debe ser un ejercicio corporal. Esto no quiere decir, por supuesto, que deba ser un ejercicio físico o algo por el estilo. Más bien, con esto quiero afirmar que debe ser una práctica que involucre la totalidad de nuestra persona, es decir, todo nuestro cuerpo
La filosofía para alcanzar un mundo mejor
En fin, ambas dos presuponen un único objetivo, que quizá sea la respuesta más directa a la pregunta de este artículo (perdón por el rodeo, uno solo puede encontrar su camino después de perderse, y esto tiene su encanto). Y ese único objetivo no es otro que poner todos nuestros esfuerzos en hacer de la vida un lugar un poco más habitable, un lugar con menos sufrimiento, un lugar en el que sea más fácil emocionarnos cuando nos leen en alto o cuando nos cogen la mano o cuando escuchamos una determinada canción mientras miramos la luna.
La filosofía no puede olvidar que todo lo que debe hacer no es otra cosa que estar a la altura de la potencia del ser humano y buscar las posibilidades de un futuro mejor. Creer que las cosas pueden ir a mejor. Que no hoy, que quizá no mañana, pero que hay una promesa irrenunciable de que volveremos a entrar a la habitación de la que acabamos de salir. Porque incluso en el grito mudo de la noche susurran los tréboles blancos: «Todavía es posible la belleza». Que la filosofía nos dé alas para volar, como a los gorriones.
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