Me gustan los animales. Más que las personas, si he de ser sincero. Siento mayor simpatía frente a cualquier perro o gato que ante cualquier ser humano que me cruzo por la vida. Mientras que estos siempre terminan por sacar a relucir alguna cualidad que encuentro despreciable o molesta –supongo que yo también en ellos, pero me da igual–, aquellos se me antojan del todo inocentes y puros.
Con el paso de los años he tenido un buen número de mascotas, desde perros y gatos hasta una gallina (que terminó por ser gallo), pasando por hámsters, jerbos, conejos, etc. Vamos, que no es mi primera vez en esto.
Actualmente velo por el bienestar una perrita de algo más de un año, la cual entró en mi vida por pura casualidad. Viviendo en plena sierra, mi idea inicial fue la de hacerme con un par de gatos, pues su carácter es más parecido al mío y son más cómodos y baratos de mantener. Sin embargo, lo que son las cosas, una amiga de mi exnovia, que colabora con una protectora de animales, me enseñó unas fotos de una camada de mestizos de bodeguero y podenco que habían sido abandonados en una cuneta en Murcia. Y no supe decir que no.
Hoy esa cachorrita responde al nombre de Taiga y he de decir que, al igual que el resto de perros que he tenido, cada día me hace ver las cosas de otra manera que no me había planteado, o, al menos, no desde un punto de vista ético y virtuoso. Ejemplos de vida y actuación que explican por qué el perro es el mejor amigo del hombre y por qué no son pocos los que los adoramos con más fuerza que a nuestros congéneres. Miro a esta bola de pelo y pienso en aquello que dejó dicho en su día Lord Byron en su célebre epitafio para un perro: «Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia y valiente sin ferocidad. Tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos». Y no puedo menos que darle la razón.
«Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia y valiente sin ferocidad. Tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos». Epitafio para un perro, Lord Byron
Son los perros, en la mayoría de los casos, verdaderos ejemplos de ética y moral. No solo en el sentido que en ellos veían los cínicos (del griego kyon, perro), que también, sino por su gran coherencia. El perro bueno se mantiene bueno, casi con toda probabilidad, de por vida. Puede que no existan animales que aglutinen un mayor número de virtudes en menos espacio que los canes y transmiten con una simple mirada más que muchos imbéciles (que tenemos que aguantar la mayoría en nuestro día a día) en media hora, y, si uno observa atentamente, puede desentrañar valiosas enseñanzas vitales. He aquí algunas perlas dignas de Aristóteles que he observado en mi perra.
1 Persistencia
Una de las mejores enseñanzas de los perros es que es absolutamente legítimo y provechoso para uno mismo pedir lo que uno desea, y hacerlo insistentemente sin aceptar un no por respuesta. Más aún, enseñan que el rechazo o el fracaso no importan lo más mínimo. Ellos no se contaminan del orgullo herido de los humanos ante tales sucesos. No sucumben al desaliento. Lloran, ladran y hacen cabriolas. Usan una tras otra sus rudimentarias estrategias para lograr lo que quieren y no cejan en su empeño a pesar de nuestras explicaciones o el contexto en el que se suceden. Su mente es más simple, directa y serena: persigue lo que deseas hasta que sea tuyo. Lo mismo no lo logras, pero no por ello hay que dejar de intentarlo.
Taiga es un buen ejemplo. Ya sea el motivo de su deseo una chuchería o que jueguen con ella, o que la acaricien, persiste. Y normalmente lo consigue (me faltan manos y pies con sus respectivos dedos para contar la cantidad de veces que, estando leyendo tranquilamente en mi cama, he terminado haciéndolo en una postura incomprensible solo para permitir hacerle sitio a mi lado). No se rinde. No capitula. No le importa el fracaso. Y la envidio. Si yo tuviera esa determinación con todas y cada una de mis metas, mi vida sería hoy muy diferente probablemente.
Los perros nos enseñan que el rechazo o el fracaso no importan lo más mínimo. Ellos no se contaminan del orgullo herido de los humanos ante tales sucesos
2 Valentía
No existe mayor ejemplo de valentía que cuando un enano de 3 kg se enfrenta, ladrando como un energúmeno y echando espumarajos por la boca, contra un perrazo de 50-60 kg. Es una imagen que siempre me pone una sonrisa en la cara. Esas pequeñas bolas de pelo a las que les da lo mismo ocho que ochenta y que, aun sabiendo que no tienen absolutamente ninguna posibilidad de vencer en un enfrentamiento así, entienden que la sumisión y la docilidad no son una opción. Se encaran, ladran y pelean, incapaces de asumir una derrota antes de tiempo. No se preocupan por las consecuencias de sus actos, sino solo de que estos sean aquello que deben ser. ¿Cuántas veces hemos visto a alguien bajar la cabeza y alejarse sigilosamente por miedo a las consecuencias, al que dirán, o al dolor por no querer plantar cara a algo o alguien? ¿No se nos partió el alma? Un perro jamás toleraría semejante injusto deshonor. Un perro quizá pierda la batalla, pero se irá con la cabeza bien alta.
3 Amor
Nadie ama como un perro. Punto. Si uno quiere entender qué es el cariño, no tiene más que convivir un par de semanas con un chucho. De hecho, nos enseñan mucho más: cuál es la clave para ser amado. Y lo llevan haciendo durante milenios. El problema es que no parecemos haberlo comprendido.
Casi todos sienten un amor reverencial y la razón es bien sencilla: porque adoran repartir amor más que nada en el mundo. El perro, antes que nada, da. No espera a que su amor sea solicitado o correspondido. Tampoco parece importarle que este sea recíproco o en menor medida. Ni siquiera tiene en cuenta si es lo que nosotros queremos o no en ese momento. Toda su naturaleza se centra en darlo. Todo lo que tenga. A todas horas. En cualquier circunstancia.
Dice el refrán que «para cualquier perro, su dueño es Napoleón», y es cierto. Puedes estar con él/ella, bajar a tirar la basura durante escasos 20 segundos y, al volver, te recibirá como si hiciera un mes que no te ve. Salta, te lame, llora, te pide caricias y se hace una bola a tu lado, porque para ellos no hay nada mejor que estar con su amo… y los adoramos por ello. Son los únicos seres que dan todo lo que tienen y apenas piden nada de vuelta, porque toda su felicidad parece estar en el acto de dar, no en recibir. Y lo irónico del caso es que consiguen justo lo contrario: que los adoremos nosotros a ellos.
¿Cuántas veces hemos visto a alguien bajar la cabeza y alejarse sigilosamente por miedo a las consecuencias, al que dirán, o al dolor por no querer plantar cara a algo o alguien?
4 Lealtad
Otra virtud que define al can. Puedes tener un perro más o menos sociable, más o menos juguetón, más o menos vivaracho, o cualquier otra cualidad que se nos ocurra, pero lo que no parece cambiar en ninguno de ellos es su grado extremo de lealtad hacia su dueño y su familia. Goza de la compañía, quiere ser parte de ella a toda costa. Acepta a quienes nosotros incluimos en nuestro círculo y desconfía de aquellos que dejamos fuera. Somos sus héroes, y si nosotros damos el OK, ¿cómo van a discutirlo?
Cuando mi hermano tuvo a mi sobrina, una de mis principales preocupaciones sobre Taiga fue si se sentiría muy celosa delante de la niña, y si habría algún problema con el bebé. Es algo que puede ocurrir entre dueños primerizos y perros especialmente mimados (que sienten que son los reyes de la casa, donde ellos ordenan y mandan). Finalmente, la respuesta fue la que suele ser: ningún problema en absoluto. Como todo animal, cuando ve que la atención se centra en esa nueva personita, pide su ración de atención, pero ahí acaba el drama. Hoy la vigila cuando anda descontrolada, le chuperretea los mofletes y las orejas cuando la saluda y le consiente toda clase de trastadas sin decir esta boca es mía. Incluso soporta estoicamente los alaridos y los lloros a la hora de la siesta (algo que un servidor, sinceramente, aún no ha logrado). Es una canguro de libro.
Quizás no entienda el porqué de la situación, pero ni falta que le hace. No necesita más que la aprobación de la familia para comprender quién merece respeto y quién no. Confía en nuestro criterio. Y cuando quien está enfrente es un desconocido, saca a la luz su vena protectora… lo cual, en un chuchillo de poco más de 10 kg que abulta como una mochila, no deja de ser de una candidez adorable.
5 Felicidad
Quien tenga hijos, hermanos pequeños, sobrinos… sabrá que una de las mejores cualidades de estos es hacer de cualquier cosa un juguete magnífico. Una percha, un botijo, un paraguas o unos auriculares en manos de un pequeñajo de fantasía desmedida es una auténtica joya, así como un estupendo motivo para abandonar en el rincón aquel juguete de 30 € sin el que no podía vivir la semana pasada.
Es una pena que con los años perdamos esa facultad de conformarnos con lo justo. Los perros no cometen ese error. Ya tenga 1, 5 o 10 años, un perro seguirá sacándole partido a cualquier trasto que encuentre. Me he gastado unos cuantos euros en juguetes para Taiga y ninguno ha logrado despertar en ella la excitación que consigue una botella de plástico vacía, una piña o una simple ramita. Para el resto de juguetes «creados especialmente para ella« siempre solicita mi colaboración («Eh, tú, humano. Al menos tíramelo, ¿no?»), mientras que con cualquiera de estos artilugios se basta y se sobra para entretenerse durante una hora larga. Presa del frenesí, suele entrar en casa con una alegría que le desborda mientras sostiene en la boca su trofeo/descubrimiento/basura. Entonces, se dirige rauda a su cubil, donde puede disfrutar destrozando el objeto en cuestión a su aire. Metódicamente. Sin distracciones. Puro zen.
No necesitan nada innecesario para ser felices. Son demasiado inteligentes para ello
He de reconocer que siento envidia. No soy precisamente contrario al consumo (sin consumo no hay riqueza y sin ella moriríamos de frío, hambre y enfermedades; ergo, compremos), si bien tampoco entiendo muy bien la obsesión actual por el mismo. Cambiamos aquello que aún funciona porque no es «lo último», nos endeudamos por placeres que olvidaremos rápidamente y gastamos en productos que ya tenemos y funcionan bien porque «ya no se llevan». Esas sandeces nunca le pasarán a un perro. Son demasiado inteligentes para ello. No necesitan nada innecesario para ser felices. No es de extrañar que los cínicos los tomaran como ejemplo: nos llevan cierta ventaja en muchos aspectos.
Para un can promedio (es decir, viviendo con su familia y en condiciones decentes), la vida es simple, y la felicidad, insultantemente alcanzable. Con solo disponer de:
a) Una superficie mullida para dormir.
b) Algo –barato– de comer.
c) Agua.
d) Un veterinario de cuando en cuando.
e) La cercanía de su dueño (esto es vital).
Con esto, cualquier perro afirmaría vivir en el paraíso.
Podría poner una decena de ejemplos más, pero siento que no es necesario. Además, Taiga ya me está indicando que tiene ganas de parque y que va siendo hora de salir a pasear… y cualquiera le dice que no.
Deja un comentario