¿A quién no le han chirriado alguna vez las palabras? Que levante la mano a quien el lenguaje no le haya incluso sumergido en un estado de impotencia. ¿Cómo que «beso»? ¿Cómo que «abrazo»? ¿Qué maneras son esas de delimitar las formas de expresión carnal más puras de nuestra vida como humanos, seres sintientes y sensibles? ¿Dónde queda precisamente la sensibilidad de un abrazo, el erotismo de una mirada, la emoción de vivir el despertar con una persona que amas? En las palabras, no. No al menos encerradas en ellas.
¡Qué horror y qué angustia vivir definido! O, peor, ¡vivir definiendo! La belleza del mundo no cabe entre tus letras. Pero tampoco el horror. Mucho menos el llanto. ¿No os ha pasado alguna vez que, al sentaros a escribir, las palabras no salen? O, de hacerlo, no son lo significantes que gustaría en relación con aquello que tenías en la mente.
La carta de lord Chandos
Estas cosas son, entre tantas otras, las que impactan al leer Una carta, de lord Chandos. La descubrí bajo la mirada de Luis Puelles Romero, autor del libro recientemente publicado Más que formas, a quien he escuchado y con quien he podido aprender lo que pretendo, con suerte, transmitir entre estas letras.
A modo de juego ficticio, Hugo von Hofmannsthal publica en 1902 dicha obra, en la que se disfraza de nuestro Lord. Esta, por supuesto en formato epistolar, se ambienta en el año 1603 y comienza a modo de respuesta a Sir Francis Bacon, amigo del protagonista, para disculparse y explicarle el porqué de su retiro literario.
Tras haber escrito las más bellas palabras, lord Chandos rehúsa escribir. No por una renuncia únicamente volitiva; en todo caso, resignada. Se ve incapaz de poder expresar aquello que siente. Ni tan siquiera se encuentra seguro de conocer aquello que siente, no tan bien como para poderlo exponer. Cuando el mal acaece, no es necesario nombrar para sufrirlo. Lord Chandos se ha visto de bruces con un desencanto de aquello que le rodea, pero a causa de un desencanto de sí. Este desencanto incluso lo ha conducido a un extrañamiento de su misma persona; lo que me ha gustado llamar una «desintegración del yo».
La mirada traiciona, porque vivir en el mundo no es cuestión únicamente de mirar. Es cuestión de sentir. La mirada nos proporciona la capacidad de tener distancia. Con ella, somos capaces de crear representaciones de aquello que se muestra ante nosotros, y gracias a estas representaciones se halla la comprehensión. Para que la representación sea objeto de entendimiento, esta debe ser transparente, dominable por el espectador. Espectador, que no solo es aquel que contempla, sino aquel que espera de manera activa, comprendiendo a base de representaciones.
El desencanto de lord Chandos se convierte en rechazo. Una de las frases más famosas de la carta es la que dice que «[las palabras abstractas] se me desmigajaban en la boca igual que hongos podridos». Cuánta impotencia y qué mal sabor dejan esas palabras que no se identifican con lo que siento. ¿Cómo es posible que una persona que siente tal sumo desapego y repudio por el lenguaje logre escribir de esta manera?
El lenguaje llega, nombra y se va. La palabra delimita, encierra, corta, castra, pero del mismo modo que llega, se escapa de todo y de todos al ser formulada
La palabra delimita
El lenguaje llega, nombra y se va. La palabra delimita, encierra, corta, castra, pero del mismo modo que llega, se escapa de todo y de todos al ser formulada. En cuanto lo llamas «abrazo» deja de ser la sensación primitiva que tiene la realidad de abrazo para estar condicionada bajo los límites definidos de esa palabra de seis letras y tres sílabas. ¿Cómo vivir sin pensar? Resuena como vivir lo inefable, casi disociante, sublime, completamente histérico. ¿Cómo pensar el «afuera», de haberlo siquiera? Sería algo parecido a pensar en abstracto; aunque más bien, quizás, vivir en abstracto.
La crisis de la que sufre, a la que llega a llamar de múltiples maneras («enfermedad del espíritu», «pensar febril»…), no es exclusiva de nuestro protagonista. Algo parecido a lo que nos cuenta ya lo podemos ver en cierto «maestro de la sospecha» como es Friedrich Nietzsche, o incluso en Ludwig Wittgenstein.
En palabras de la propia carta:
«Las palabras flotaban libres a mi alrededor: se coagulaban en ojos que me miraban fijamente y a los que yo debo devolver la misma mirada fija: son torbellinos que me dan vértigo al contemplarlos, que giran sin cesar y a través de los cuales se arriba al vacío».
Un claro designio de un Nietzsche que ha pasado a mejor vida hace escasos tres años (de la publicación). Un abismo que te mira, que te devuelve la mirada cuando tú lo miras. La primacía del sentido de la vista se vuelve en la contra de aquel que busca conocer, una vez más.
Sin embargo, ni Nietzsche ni Wittgenstein, ninguno de los dos, rechaza la vida por el hecho de encontrar problemas en la referencialidad palabra-cosa. Se enfrentan a ello y desarrollan sus teorías (además de un carácter cuestionable cuando menos). En cambio, lord Chandos no se enfrenta. «[…] cerré de golpe la puerta a mis espaldas, y solo cuando estuve a caballo galopando en el pastizal desierto empecé a reponerme». Lord Chandos huye.
Si te encuentras de cara a cara con la realidad de una hoja en blanco, la mente se vuelve diáfana. Lord Chandos opta por buscar un espacio exterior que se adecúe a su estado interior. Lo real se torna silencio al no poder sustituir lo vivido por lo expresado. Un mutis por el foro en toda regla, tanto por marchar como por callar. Su mayor cima es cabalgar el silencio entre lo yermo y, del mismo modo, vívido que la naturaleza le otorga.
No obstante, este silencio no es simplemente un mero rehúso. Cuando calla, está mirándose; buscándose, buscando comprenderse. No es lo mismo nombrar las cosas que sentirlas, que vivirlas. Esta significación es irreductible a concepto; mucho menos a término.
La crisis ante la que se ve sumido es, además de una crisis del lenguaje y la expresividad, una crisis histérica de lo sublime. Histérica porque no hay un ánimo completo, sino en constante fragmentación; de ahí, en parte, la desintegración del yo. Se encuentra desencantado, pero, a la misma vez, deslumbrado; ¿revelado, desvelado?
De qué modo la cotidianidad, la naturaleza incluso, son el punto de partida de este escritor frustrado; de este vividor frustrado. Como diría Luis Puelles, existe una donación —y, con reciprocidad, una dotación— de sentido por parte de esta realidad. Existe una donación —y, con reciprocidad, una dotación— de sentido por parte de esta realidad. Sin embargo, un sentido indescifrable o, al menos, uno cuyo desciframiento no cabe bajo los códigos conocidos en el lenguaje. «Y en toda la naturaleza me sentía a mí mismo».
«¿Cómo la gente vaga por las calles que no volverán a ver, cómo se despiden de los guijarros del empedrado?». ¡Cuánta impotencia! ¿Cómo soportar el adiós a lo que acontece? ¿Adónde van las palabras que nunca se llegan a pronunciar? ¿En qué se quedan los pensamientos que no se escriben? Las emociones que no se expresan, ¿acaso mueren? Si no salen del cuerpo, quizá se queden de algún modo presas, cautivas, encadenadas al alma.
En los últimos capítulos de Las palabras y las cosas, Michel Foucault se dedica a hablar de una noción que veo imprescindible traer a colación. Esta es la «ruptura de la representación». Con Lord Chandos estamos ante la transición de representación al acontecimiento; más aún, al acontecimiento de la revelación, a la presencia como consecuencia. Los significados se le muestran como inconmensurables, mientras que las palabras quedan en nada. Podrás rodear un bosque con una valla, pero jamás la naturaleza. ¡Ni tan siquiera el propio bosque!
Este silencio no es simplemente un mero rehúso. Cuando calla, está mirándose; buscándose, buscando comprenderse. No es lo mismo nombrar las cosas que sentirlas, que vivirlas
El artista René Magritte comprendía muy bien qué le ocurría, pero en lugar de sumirse en el silencio, se dispuso a mostrarlo en sus obras. En Esto no es una pipa: ensayo sobre Magritte, Foucault se dispone a retomar los temas de Las palabras y las cosas. En él, sitúa «las más antiguas oposiciones de nuestra civilización alfabética: mostrar y nombrar, figurar y decir, reproducir y articular, imitar y significar, imitar y leer». «En ninguna parte hay pipa alguna».
En este mundo loco, descolocado, en el que nos toca vivir, nos volvemos incapaces de valorar lo mediado y optamos por la inmediatez. Las mecánicas en las que crecemos y nos desenvolvemos nos hacen pequeños ante la riqueza de la vida. Como dejó ver Rubén Darío, ¿qué ocurre si a los colores solo los nombramos? El signo oprime; el símbolo enriquece. Esta crisis de la repetición, de la representación, del signo, nos hace caer en un problema casi de clave existencial (y existencialista). Me vienen a la mente Antoine Ronquentin, en La Náusea, de Jean-Paul Sartre, o el propio Søren Kierkegaard y su angustia.
Chandos está aburrido, como podría decir Josefa Ros Velasco en La enfermedad del aburrimiento. No en el sentido usual del aburrimiento ante el cese (o la búsqueda) de entretenimiento o diversión. Más bien, en el sentido de hastío. Cuando el aburrimiento profundo, esa enfermedad del espíritu, se instala en uno, quedan pocos frentes abiertos sobre los que atacar: o bien buscar huir de él o bien acabar con él. La vía más sencilla de acabar con él es la muerte, el deceso, el cese de la vida enferma.
Quizá no de forma física, pero lord Chandos se da muerte; a su vida literaria, al menos. Algo así supongo que diría Roland Barthes: el autor ha muerto, luego piensa. Su yo literario no es exclusivamente aquel que escribe, sino aquel que desarrolla la sensibilidad suficiente para poder convertir lo vivido en expresado. Es más, ¿acaso será una vida valiosa (para sí mismo) aquella de quien que no sea capaz de proyectar sus emociones, sus ideas, sus anhelos, con no más salida que la huida?
Estamos, según lo veo, ante una emergencia de la poética. Llegados al punto de no comprender el mundo, mejor expresar lo más cercano a la vida; a la sensibilidad vivida. Si se nos arrebata el entendimiento, quedamos sin comprender; si no comprendemos al expresar —al pensar, al vivir—, mejor sentir a través de la poética. Ante el silencio del mundo, solo la poesía permanece.
Sobre el autor
Álvaro M. Guerrero, alias Milo Galiano, es de El Puerto de Santa María, Cádiz (España). Es estudiante del grado universitario de Filosofía en la Universidad de Málaga. Estudió con anterioridad el grado universitario de Química en la Universidad de Cádiz.
A pesar de su formación científica, sus inquietudes tienden a versar sobre las poéticas en las que el ser humano se ve envuelto, así como el pensamiento en clave estético-ontológica y las afecciones que interrelacionan a este con aquel.
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