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La portada está pintada de un rosa melocotón pastel. Muestra de frente una ilustración de una mujer (María Zambrano) vestida con una gabardina y un gorro azul, escribiendo con una pluma. Está rodeada de cactus azules y verdes con flores amarillas, y debajo de ella hay unos pájaros de color rosa más pálido, que tocan la pluma con el pico, sobre una maleta azul con un sol naciente.

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NÚMERO 10

Dosier

María Zambrano: poesía, vida y democracia en el exilio

Ese viaje largo y decisivo

Nietzsche y la búsqueda de una amarga soledad

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Diseño hecho a partir de la ilustración de Friedrich Nietzsche for PIFAL. Arturo Espinosa. Flickr. En dominio público bajo licencia Creative Commons Attribution 2.0 Generic (CC BY 2.0).

Diseño hecho a partir de la ilustración de Friedrich Nietzsche for PIFAL, by Arturo Espinosa. Flickr. En dominio público bajo licencia Creative Commons Attribution 2.0 Generic (CC BY 2.0).

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Convencido de haber llevado a buen término sus más hondas convicciones filosóficas, Friedrich Nietzsche (1844-1900) escribía en el aforismo 40 de El Anticristo: “Nosotros hemos trastocado lo aprendido. Nos hemos vuelto más modestos en todo. Al hombre ya no lo derivamos del ‘espíritu’, de la ‘divinidad’, hemos vuelto a colocarlo entre los animales”. Es en este libro –que el más íntimo y acaso único amigo de Nietzsche, Franz Overbeck, rescató de los postreros papeles del legado del filósofo– donde el pensador de Röcken dejó expresadas sus últimas y más radicales conclusiones. Overbeck acudió a Turín en 1889, entre voces de alarma, cuando la dolencia física y psíquica de Nietzsche no tenía vuelta atrás. Literalmente, relata su fiel colega, lo encontró “inundado entre montones de papeles”. Entre ellos, uno de los cartapacios contenía el manuscrito completo de El Anticristo, libro desde muy pronto vilipendiado e incluso maldecido.

"El anticristo", de Nietzsche, publicado por Alianza Editorial.
«El Anticristo», de Nietzsche, publicado por Alianza Editorial.

Overbeck sólo pudo ordenar aquella montaña de documentos tras recuperarse del choque que supuso encontrar a su amigo en tan lamentable estado. Lo trasladó a Basilea, junto con sus pertenencias, donde comenzó el desenlace de la vida de Nietzsche. Es entonces cuando se inicia su verdadera soledad, que lo condenó a una dolorosa incomunicación. Es indudable que, a lo largo de su periplo vital, el filósofo contó con no pocos amigos a su lado que le hicieron más soportable la existencia, e incluso la amistad supuso un tema de reflexión recurrente. Sin embargo, y a la vez, a pesar de reconocer la “soledad como exigencia filosófica” para desarrollar sus pensamientos, también aseguró que resultaba complicado dar con espíritus afines que lograran comprender la hondura de sus investigaciones. Todo Nietzsche, como pensador y como hombre, encontró su base en esta dicotomía de elementos enfrentados. En carta al propio Overbeck de 1887, confesaba: “Dicho sea entre nosotros, yo soy, en efecto, en un sentido terrible un hombre de las profundidades, y en este trabajo subterráneo no soporto ya la vida”. O en una carta dirigida a su madre y su hermana:

Hay buenas razones para que me falten personas que coincidan conmigo, y sería ridículo para un filósofo exigir algo distinto. A pesar de ello, no se extingue en mí el anhelo de que tenga lugar una vez este maravilloso y feliz caso; resulta espantoso estar solo en la medida en que yo lo estoy. No me entiendas mal: lo último que deseo es fama y ruido en los periódicos y admiración de discípulos; he visto de muy cerca lo que todo eso significa en nuestros días. Me sentiría en medio de ello más solitario que ahora, y quizá aumentaría mi desprecio hacia los hombres.

Nietzsche contó con amigos que le hicieron más soportable la vida, y la amistad fue un tema de reflexión recurrente. Pero, a pesar de reconocer la “soledad como exigencia filosófica” para sus pensamientos, aseguró que resultaba complicado dar con espíritus afines que comprendieran la hondura de sus investigaciones

El Anticristo, de hecho, lo dirige Nietzsche a tales espíritus privilegiados: “Este libro pertenece a los menos. Tal vez no viva todavía ninguno de ellos. Serán, sin duda, los que comprendan mi Zaratustra […]. Tan sólo el pasado mañana me pertenece. Algunos nacen de manera póstuma”. Y es que, como escribía en otro lugar Nietzsche, “el ruido mata los pensamientos”; un ruido producido, casi siempre, por el tumulto “de los muchos”, de los que son incapaces de pensar por sí mismos. Como el protagonista del relato de Poe El hombre de la multitud, quien no reflexiona y le falta la disposición para tomar distancia de aquel funesto ruido, es incapaz de estar solo. Y es la soledad la que permite que la filosofía se dé. Un punto que compartía con uno de sus maestros intelectuales, Arthur Schopenhauer (1788-1860), quien apuntaba: “El ruido es la más impertinente de todas las interrupciones, ya que interrumpe, y hasta quebranta, incluso nuestros propios pensamientos”.

Zaratustra recomienda en no pocas ocasiones refugiarse en esa necesaria soledad: “Estaba solo, y no hacía otra cosa que encontrarse a sí mismo. Entonces gozó de su soledad y pensó muy buenas cosas durante horas enteras”, o “¡Amigo mío! ¡Refúgiate en tu soledad!“. O en Aurora:

En medio de la multitud vivo como la mayoría y no pienso como pienso; al cabo de cierto tiempo acabo por experimentar el sentimiento de que se me quiere desterrar de mí mismo y quitarme mi alma, y empiezo a malquerer a todo el mundo y a temer a todo el mundo. Entonces tengo necesidad del desierto para volver a ser bueno.

Para leer el texto completo sobre Nietzsche y la soledad entra aquí.

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