Hay en las tradiciones democráticas una pregunta constante por el vínculo entre cierta imagen del saber y los principios en los que se basan las acciones políticas. En este tipo de regímenes parece importante averiguar, por ejemplo, si el ejercicio de ciertos derechos —especialmente aquellos que tienen que ver con la participación política— debe o no ser reservado a aquellos que detentan un saber específico. ¿Qué tipo de conocimiento debe tener quien se ocupa de la cosa pública?, ¿cómo debe adquirirlo?, ¿cómo da cuenta de lo que sabe?
No hay, por supuesto, una respuesta definitiva a estas cuestiones. Al contrario, las diversas experiencias democráticas reales, los momentos en los que ha sido ensayada una forma de gobierno que pretende ser igualitario, se han repartido históricamente entre dos polos opuestos: por un lado, la desconfianza radical hacia el papel que juega el conocimiento como fuente de legitimidad política; por el otro, su promoción como garantía definitiva para la participación en la función pública. Así, la democracia ateniense no cesó de imaginar mecanismos de participación política, como el sorteo o la rotación periódica de cargos, que estaban dirigidos a contrarrestar las tendencias aristocráticas de sus asambleas democráticas, en donde el conocimiento de la retórica y la notoriedad pública, por ejemplo, restringían de hecho el poder de decisión de la mayoría. En el otro extremo, en el alba de la democracia representativa moderna, Emmanuel Sieyès, influyente político francés del periodo revolucionario, sostenía que el progreso del orden social y el interés común dependía de «hacer del gobierno una profesión particular». En esto, Sieyès anuncia una larga tradición liberal que buscará confiar la administración pública a un grupo selecto de ciudadanos, precisamente aquellos que han demostrado estar capacitados para ello o que han sido educados para este fin.
La democracia ateniense no cesó de imaginar mecanismos de participación política, como el sorteo o la rotación periódica de cargos, que estaban dirigidos a contrarrestar las tendencias aristocráticas de sus asambleas democráticas, en donde el conocimiento de la retórica y la notoriedad pública, por ejemplo, restringían de hecho el poder de decisión de la mayoría
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En este panorama, y frente a este nudo entre el conocimiento y la acción, ¿cómo nos encontramos en Colombia?, ¿cómo parecen resolverlo nuestras prácticas políticas y nuestras instituciones?, ¿bajo qué figuras aparece en nuestros discursos y nuestras teorías? La forma estándar de nuestra ideología política sigue siendo la figura liberal, aquella que afirma que hay una técnica de gobierno específica, un único vínculo entre saber y actuar que se erige como ideal normativo de toda participación en lo público. Seguimos esperando de nuestros dirigentes que estén formados de una manera determinada, y seguimos premiando a aquellos que, por su posición de clase, creemos están mejor preparados para la política. Al mito de la competencia técnica y a la realidad de la herencia oligárquica, sin embargo, hay que añadir que, en los últimos cincuenta años, las instancias que organizan ese tipo de conocimiento y los discursos que los legitiman se han desplazado de la esfera propiamente pública y han encontrado refugio en instituciones transnacionales y paraestatales particulares. A propósito del vínculo que estamos examinando, el resultado de décadas de desregulación neoliberal no tiene tanto que ver con la expansión de este modelo de experticia administrativa a todos los campos de la vida pública y privada, sino con la expropiación radical de ciertas decisiones del Estado o de sectores públicos por parte de agentes cuyos intereses son particularmente opacos —el caso paradigmático, aunque está lejos de ser el único, es el de las agencias de calificación de riesgos—. Allí, la supuesta relación entre la objetividad del conocimiento especializado y la eficiencia administrativa no solo permanece intacta, sino que queda liberada de las últimas restricciones democráticas que hacían de las instituciones representativas los sujetos últimos de decisión política. Ya no se trata únicamente de que quienes decidan tengan un conocimiento específico; bajo esta forma de gobierno neoliberal, presentada de forma algo caricaturesca, pero cuyos efectos son bastante reales, la opinión de un grupo restringido de expertos se transforma inmediatamente en norma política.
A esta inflación descontrolada del valor del conocimiento como fuente de legitimidad política, nuestros discursos académicos —particularmente aquellos que provienen de las humanidades y las ciencias sociales— suelen responder con una posición crítica, cuya forma general sería la siguiente: no existe vínculo más que ideológico entre el saber y la acción política. Al estar definida exclusivamente como imagen de las formas de dominación, la conexión entre el saber y el ejercicio institucional del poder debe ser perseguida y deshecha por doquier. El resultado de confiar únicamente en esta crítica y de llevar esta posición al extremo consiste en la promoción ambigua de un tipo de saber que solo puede ser socialmente relevante en la medida en que se sustraiga de todo vínculo institucional. Seleccionados en virtud de su origen o por la naturaleza de los grupos que lo detentan, los saberes prácticos deben responder únicamente por la racionalidad de la gestión de las comunidades particulares a las que pertenecen.
La forma estándar de nuestra ideología política sigue siendo la figura liberal, aquella que afirma que hay una técnica de gobierno específica, un único vínculo entre saber y actuar que se erige como ideal normativo de toda participación en lo público
¿Hay alguna otra solución, una distinta de la idolatría del saber único y del escepticismo producido por la pluralidad de saberes particulares? Creo que es posible rescatar otra intuición de las democracias antiguas y que reaparece, como un hilo subterráneo, en otros intentos de creación de instituciones igualitarias: que el conocimiento que se requiere para orientar la acción política no es otro que el del «usuario» de la cosa pública. El usuario es una figura del sujeto político totalmente diferente del «consumidor», o de la dupla «especialista/consumidor» dominante en la tradición liberal y representativa. Mientras que el consumidor delega en el especialista cualquier otra forma de acción que no sea la de la satisfacción inmediata de su deseo de «elegir» un representante, el usuario no cesa de afirmar que su experiencia de los asuntos públicos depende íntegramente de la frecuentación y el trato constante —y la mayoría de las veces conflictivo— con las instituciones que componen el espacio político. La verdad de la experiencia del usuario se conquista con el ajuste constante de sus posiciones y con la transformación continua de los marcos normativos que lo motivan. Lejos de suponer la aceptación resignada del estado actual de las cosas, el nudo entre conocimiento y acción supone, para esta figura del ciudadano, que una política o una acción solo es verdadera en su proceso de verificación, que solo llega a ser verdadera en la medida en que se experimentan y se despliegan sus efectos. Y como este usuario está llamado a dar cuenta de la racionalidad de sus prácticas, como siempre está expuesto a tener que responder sobre sus criterios de decisión y sobre el alcance de sus acciones, se encuentra igualmente alejado de la ficción del «sabio originario» que construye parte de nuestra academia. Nada de su experiencia depende del prestigio de su origen, todas sus formas de conocimiento, provengan de donde provengan, han de ponerse a prueba en la reconfiguración permanente del espacio común.
Existe en nuestro país una figura concreta de este tipo de ciudadano-usuario: se trata precisamente de aquellos que llamamos líderes sociales. Y es de su experiencia, de su negociación incesante con las prácticas concretas de nuestra política, con todos sus actores, todos sus obstáculos y todos sus peligros, que podríamos esperar una renovación creativa de nuestras instituciones. Es un momento propicio para esta suerte de «pragmatismo superior» y para candidaturas como la de Francia Márquez. Porque, ¿quién sabe?, quizás seamos capaces de darle un nuevo sentido a nuestra democracia.
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