Es muy común en Colombia escuchar expresiones como «estudiantes vándalos, desocupados, resentidos», «uribestias brutos, paramilitares, despojadores», «petristas guerrilleros, castrochavistas», «atenidos que quieren todo regalado», «venezolanos ladrones, delincuentes», «indígenas descarados que llegan a la ciudad a causar desorden», «feministas resentidas», etc. Expresiones de este tipo abundan en las redes sociales, en las conversaciones cotidianas, en declaraciones de ciertos políticos, en apreciaciones de líderes de opinión, en los contenidos digitales de los influencers, en memes, etc.
Pues bien, este conjunto de discursos y de prácticas circulan en el espacio social, subjetivando, modelando y preformando comportamientos y actitudes. Generan, además, animadversiones, malquerencias y estigmatizaciones; pero, especialmente, movilizan el odio y el rechazo frente a un «Otro» que es visto como un peligro, como un cuerpo extraño que aparece para desajustar el orden, la paz, mi mundo. Un Otro, una alteridad, que pone en peligro mi forma de vida, disputa mis intereses, corrompe lo social.
Ese conjunto de actitudes es lo que Quintana llama «afectos inmunitarios», donde el Otro se asemeja a un virus que ataca al cuerpo social. Y así como el cuerpo biológico se escuda con su sistema defensivo para eliminar al invasor, el campo social despliega un conjunto de dispositivos para deshacerse de la amenaza. Esta concepción militarizada de la inmunidad frente a «lo Otro» opera en el capitalismo neoliberal, y en la sociedad colombiana, y es responsable de nuestros círculos recurrentes de violencia.
Es este tipo de cartografías afectivas, de ensambles de afectos, los que Laura Quintana explora en su libro. El concepto de afecto es deslindado de los conceptos de emociones y sentimientos. Así, evita caer bien en concepciones individualistas o solipsistas que los remiten a meras experiencias subjetivas o estados interiores, o bien en respuestas endoneurológicas o patrones de acción fija (PAF) —como piensa el famoso neurólogo Rodolfo Llinás—. En fin, se sustrae el afecto de lecturas naturalistas, biologicistas, psicologistas o meramente culturalistas.
Hay discursos que movilizan el odio y el rechazo frente a un «otro» que es visto como un peligro, como un cuerpo extraño que aparece para desajustar el orden, la paz, mi mundo
Por el contrario, Quintana concibe los afectos como «fuerzas efectuadas en el mundo social» que atraviesan los sujetos, los cuerpos, los preceden y los conforman. Los afectos son concebidos como «fuerzas que se producen en las interacciones conflictivas entre seres vivos, cosas, lugares, temporalidades». En los afectos se producen efectos entre los sujetos. Los afectos son, entonces, relacionales, históricamente conformados como claramente lo vio Nietzsche. Dice Quintana:
«La afectividad es una dimensión difusa y heterogénea en la que se multiplican las relaciones, las intensidades, los juegos de fuerza. Y estos se resisten a una determinación conceptual cerrada o a cualquier intento de presentación».
Es decir, hay aquí un reconocimiento explícito de la dificultad de asir, captar, mostrar y expresar ese complejo mundo afectivo. No es fácil hablar de los afectos sociales. Estos son escurridizos. Presentan un muy alto grado de sutilidad, usando aquí la expresión del renacentista Gerolamo Cardano.
Pues bien, frente a esta dificultad, Quintana acude a una estrategia que ya había usado en su anterior e interesante libro Política de los cuerpos. Se trata de la metodología «estético-afectiva», que parte de «composiciones, entre distintas estrategias metodológicas y registros discursivos» entre la filosofía, la antropología relacional, la etnografía, «enunciados de actualidad» obtenidos de redes como Twitter, viñetas escritas de conversaciones con taxistas, textos literarios y reflexiones sobre producciones audiovisuales. Si los afectos son difíciles de asir, se trata de desplegar un gran acervo de herramientas y estrategias, para poder mostrarlos, visibilizarlos y hacerlos comprensibles.
Aquí pone en práctica lo que ella ha llamado una filosofía indisciplinada. Su punto de partida es doblemente crítico. Lo es, por un lado, con respecto al académico desafectado y racionalista, consensualista, que le apuesta a arreglos institucionales y que «pierde de vista las corporizaciones del poder y la manera en que los afectos también atraviesan las producciones y prácticas que se consideran más racionales».
Quintana concibe los afectos como «fuerzas efectuadas en el mundo social» que atraviesan los sujetos, los cuerpos, los preceden y los conforman
Por otro lado, es también crítica respecto al crítico de la ideología. Este solo ve estructuras que dominan todo el espacio social, superpulpos ideológicos que se posan sobre la totalidad de la vida, poderes ocultos que manipulan a una sociedad ciega o idiota, clausurando, de paso, cualquier posibilidad de emancipación y de resistencia. De tal manera que se busca luchar contra explicaciones simplistas de los conflictos sociales que solo reproducen los binarismos, los estereotipos y el facilismo en la manera en cómo se analiza una realidad que es heterogénea, plural, diversa y tensional, como ya lo advertía el epistemólogo chileno-mexicano Hugo Zemelman.
Esta manera relacional de comprender el campo social y los afectos que circulan en él, impide pensar simplistamente que los actores son ingenuos, brutos, ignorantes, alienados, etc., y que solo basta la intervención de un «espíritu letrado» que sí vea la realidad tal como es. Este tipo de explicaciones asumen los problemas de manera reductiva y binaria, dividiendo más la sociedad entre seres racionales e irracionales, letrados e ignorantes. No, el asunto es más complejo.
Esos afectos están inscritos en el cuerpo, son materiales, sensoriales, y afectan la vida produciendo resentimiento, apatía, conformismo, impotencia, indiferencia. En fin, llevan a pensar que otro mundo no es posible, que no hay nada que hacer, despolitizando los sujetos y obturando cualquier posibilidad de agencia como muestra la filósofa en el Epílogo del libro.
Michel Foucault decía que donde hay relaciones de poder hay resistencias. Pues bien, este principio atraviesa todo el libro de Quintana, quien en el texto dialoga con Deleuze, Nietzsche, Spinoza y la hoy en boga affect theory. Por eso, partiendo de la idea de que «las formas de poder son heterogéneas, dejan resquicios, y por ello también son fracturables», le apuesta a revertir el resentimiento, a usarlo de manera positiva. Le apuesta a politizar la rabia, a generar «formas de enardecimiento no resentidas», para proponer y articular configuraciones colectivas, creativas, de resistencia, que parten de maneras distintas de comprender los conflictos, de entender la cotidianidad.
Esos afectos, tienen, pues, un potencial virtual y por ello hay que explorar y preguntar por «la capacidad de transformación que puede desplegarse desde las conexiones, impredecibles, emergidas en medio de lo dado». La rabia es productiva y puede convertirse en justa indignación, generar organización colectiva por demandas igualitarias, tal como pudo verse durante el paro nacional. Esto es posible porque los afectos no son irracionales como piensa cierta filosofía tradicional (y como es común escuchar en espacios de opinión). De hecho, toda elaboración racional está atravesada ya por la afectividad como era claro ya en Spinoza.
La rabia es productiva y puede convertirse en justa indignación, generar organización colectiva por demandas igualitarias
Finalmente, debo decir que Rabia es un libro novedoso. Filosofía afectada, situada y anclada en las realidades contemporáneas, también colombianas, que se esfuerza por comprender el complejo fenómeno de los afectos sociales, sus daños y las posibilidades de superarlos. Es una apuesta heterodoxa en el campo filosófico por su propuesta metodológica, su escritura experimental, su crítica del académico aislado del mundo y por algo muy especial: la autora se atreve a hablar en primera persona y de sus propias experiencias cotidianas (algo que suele ser mal visto por los filósofos tradicionales, «serios», asépticos y objetivistas). Aquí, como hacía Dilthey para justificar la investigación en las ciencias del espíritu, Quintana nos pretende ofrecer una lectura «desde dentro», pues afirma:
«Yo también estoy en este entramado de relaciones y condicionada por lo que me propongo pensar, no temo exponer mi voz, su localización y la manera en que esta se expresa desde afectaciones que me impulsan a este ejercicio de escritura».
Esto es lo que hace de Rabia, también, un libro vivido, sentido, padecido. Una inmersión en la corpopolítica y la micropolítica, sin desdeñar, como pudiera pensarse, el problema de las instituciones.
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