El otro día estaba en la playa, cerca de la orilla. La mar estaba algo revuelta, pero no lo suficiente como para no ver con claridad el fondo de arena que emerge cuando el agua se repliega. A mi lado había un padre con su hijo, el cual removía la arenilla con los dedos de sus pies. Le hacía gracia crear torbellinos, y cuanto más espesos se hacían, más feliz se volvía el niño…
Por Adrián Pastor Pascual, filósofo y escritor
El padre le dijo en un momento: «Deja a la arena en paz, hijo, que cada cosa debe caer en su lugar». Y pensé en Aristóteles, cuando defendió que cada elemento natural debía ocupar el lugar que le era propio; y también en Platón, cuando propuso que cada individuo debía ejercer la función en la vida para la que había nacido. Según los dos filósofos griegos, y según el padre que tenía al lado, todo a nuestro alrededor, incluidos nosotros, poseemos un estado que nos es propio, e intentar modificarlo supone desnaturalizar cualquier estado del ser, aunque pensemos estar peleando únicamente por el nuestro. Ahora bien, ¿qué ocurre realmente?
Un grano de arena en el universo
Si asignáramos la parcela del tiempo que ocupa nuestra vida dentro de la linealidad del tiempo universal, probablemente ese punto insignificante vendría a ser parecido a un grano de arena suspendido sobre la superficie de un mar revuelto. Hoy día existe, al menos entre las generaciones más jóvenes, un estado de agitación permanente, no reivindicativo, sino pulsional. Nuestros ojos se mueven de lado a lado con velocidad creciente, pero viendo menos, y escuchamos infinidad de información dejando entrar en el salón de la conciencia una parte ínfima de toda ella. Sentimos poco porque creemos que empatizar supone colocarse en los zapatos del otro con nuestros propios pies, cuando lo ideal sería colocarnos en nuestros propios zapatos con los pies del otro, para ver la diferencia de tamaño, las incomodidades y las heridas que nacen cuando el medio no se adecúa a nosotros y viceversa. ¿Qué hacer? ¿Qué hacemos los jóvenes? Mudarnos de medio, y aunque resulte inverosímil pensarlo, nos mudamos de pies, de piel, de espíritu y de naturaleza. Prostituimos las ideas, aceptamos que la empresa de turno nos diga que no se ajustan a lo que el entorno pide hoy día, y por ende que no son útiles o valiosas. Y nos vamos a casa con el rabo entre las piernas, sospechando que este nuestro mundo no es nuestro, que nuestra época es la que ya pasó, o la que tendrá lugar cuando nuestra propia naturaleza no nos permita seguir en pie. Entonces sucede la catástrofe natural más grande jamás contada: perdemos el equilibrio entre lo que el mundo nos exige ser y lo que somos.
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