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La química del amor

La filosofía aborda desde hace miles de años la naturaleza social y empática del ser humano. Como especie, no somos un conjunto accidental de individuos aislados, sino que nuestra evolución y supervivencia se han construido sobre la cooperación y el amor. La periodista científica Rachel Nuwer parte de esta idea para explicar el éxito de las drogas psicodélicas y su potencial terapéutico.

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La química desempeña un papel fundamental para entender nuestros comportamientos sociales y nuestra evolución. Diseño hechos por CHBD de Getty Images Signature. Licencia de Canva Pro.

La química desempeña un papel fundamental para entender nuestros comportamientos sociales y nuestra evolución. Diseño hechos por CHBD de Getty Images Signature. Licencia de Canva Pro.

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Somos cooperativos por naturaleza

«Nos necesitamos unos a otros no solo para sobrevivir, sino también para prosperar». Este es uno de los puntos de partida de la existencia humana. La interdependencia humana es clave para entender cómo se interrelaciona nuestra evolución con nuestra química cerebral. La periodista científica Rachel Nuwer en I feel love. El MDMA y la búsqueda de conexión, señala que la serotonina, una hormona clave para entender cómo funcionamos, juega, en este sentido, un enorme papel en la evolución de sociedades pequeñas a sociedades grandes y complejas:

«Aunque, probablemente, la mayoría de la gente atribuiría nuestra ilimitada proliferación al uso del lenguaje, a nuestra capacidad de razonamiento abstracto o a nuestros ingeniosos pulgares oponibles, las investigaciones sugieren ahora que el principal factor de la expansión de nuestra especie fue nuestra capacidad para trabajar en grupo de forma eficiente».

Nuestra naturaleza de homínidos vulnerables nos llevó a la asociación entre diferentes individuos, generando una base biológica y química para la empatía y la cooperación. El punto de inflexión se dio hace unos cincuenta mil años, cuando el número de nuestra especie empezó a multiplicarse:

«No fue la dieta, ni la cultura, ni el tamaño del cerebro, ni la tecnología lo que nos permitió salir adelante y prosperar, cuando otras especies humanas empezaron a fracasar. Fue el hecho de que evolucionáramos para hacernos más amables, gracias a un repertorio más rico de habilidades sociales cognitivas, incluida la capacidad para comunicarnos y trabajar juntos hacia objetivos comunes, no solo con familiares y amigos, sino también con personas que no conocíamos de antes».

Sin embargo, esta ventaja adaptativa tiene también su reverso: el sentimiento de soledad como mecanismo de alarma ante el peligro del aislamiento. El precio de nuestro éxito es que no paramos de buscarnos unos a otros y nos desesperamos cuando nos sentimos aislados, es «la necesidad de ser acompañados de por vida».

Nuestra naturaleza de homínidos vulnerables nos llevó a la asociación entre diferentes individuos, generando una base biológica para la empatía y la cooperación

La búsqueda de conexión y alivio

Química del amor
I feel love. El MDMA y la búsqueda de conexión en un mundo fracturado, de Rachel Nuwer (Bauplan).

Desde tiempos inmemoriales, las sustancias químicas psicoactivas han estado presentes en las sociedades humanas, ya sea con fines rituales, lúdicos, medicinales o espirituales. Como recordaba el escritor y filósofo Aldous Huxley, «todos los sedantes y narcóticos vegetales, todos los euforizantes que crecen en los árboles, los alucinógenos que maduran en bayas o que se pueden extraer de las raíces, todos sin excepción, han sido conocidos y utilizados sistemáticamente por los seres humanos desde tiempos inmemoriales».

Pero esta relación con las sustancias psicoactivas no es inocente ni neutral. Ya en la antigua Grecia se discutía la naturaleza dual de todo phármakon, que significa simultáneamente «lo que cura y lo que envenena», porque, como plantea Nuwer, «casi todo lo que introducimos en nuestro cuerpo produce curación o daño, placer o dolor, dependiendo únicamente del contexto, la dosis y el entorno».

Más allá de los riesgos del abuso, el consumo de sustancias químicas expresa una búsqueda humana profunda: la necesidad de conexión, de alivio, de encontrar sentido. Cuando las carencias son profundas, el consumo es más problemático: plantea Nuwer que «nunca he conocido a nadie cuya adicción a largo plazo no sirviera para satisfacer alguna necesidad esencial no cubierta». En el fondo de esas necesidades están «el dolor emocional, el estrés y la desconexión social».

Esta desconexión es mucho más frecuente en un mundo donde los ritmos del trabajo se intensifican, los vínculos sociales se desvirtúan y dificultan y donde el dolor psíquico, por tanto, crece. Hoy, los problemas de salud mental son una verdadera pandemia que dice algo del sistema económico en el que se desarrolla la vida: que este, como plantea el sociólogo estadounidense John Bellamy Foster, introduce una fractura o ruptura metabólica tanto con el ser humano como con el medioambiente.

Sus ritmos no son nuestros ritmos, podríamos decir, contra los turbocapitalistas que pelean porque trabajemos más años, más rápido, más eficientemente. Es frente a esta desconexión que proliferan problemas como el del abuso del fentanilo en Estados Unidos, una sustancia que se caracteriza, precisamente, por generar una sensación subjetiva de ausencia de dolor y de desconexión con todo lo nocivo, estresante y doloroso de la vida.

Más allá de los riesgos del abuso, el consumo de sustancias químicas expresa una búsqueda humana profunda: la necesidad de conexión, de alivio, de encontrar sentido

La química del amor y la apertura emocional

El MDMA es una molécula química que ha suscitado un gran interés porque muchos de sus consumidores afirman su capacidad para potenciar la conexión y el amor. No genera nada que no estuviera ya en el individuo (por eso sus consumidores suelen destacar la sensación de «control» que mantienen en todo momento). Nuwer señala que «el mayor activo de esta molécula es, por tanto, que mejora esta característica de nuestra biología, lubricando las ruedas de la conexión con uno mismo, con los demás y con la vida del planeta como totalidad».

La literatura científica, terapéutica y divulgativa suele destacar un tema fundamental sobre esta sustancia química: la conexión. Fue por este efecto que se le denominó inicialmente «empatógeno» (generador de empatía) y más tarde «entactógeno» (que es capaz de producir tacto desde dentro), aludiendo a esa capacidad de devolvernos a un estado primigenio: «libre de sentimientos de culpa, vergüenza e indignidad».

Se trata de una molécula que imita a la serotonina, el neurotransmisor clave en la regulación del estado de ánimo y los vínculos sociales. Además, activa la liberación de oxitocina, hormona del placer y la cercanía, y reduce la actividad de la amígdala, centro del miedo. Sin embargo, no es aquí donde radicaría su verdadero potencial. Entre los psiquiatras que más tiempo han estado investigando sobre la posibilidad de utilizar la química del MDMA con fines terapéutico se destaca un concepto clave: el de los periodos críticos.

Según el psicólogo William James, mientras la mayor parte del comportamiento de los animales tiene una fuerte carga instintiva, el comportamiento humano se parece más a un libro en blanco que vamos rellenando con diferentes aprendizajes. Eso conlleva que el procedimiento de aprendizaje, que a menudo es arduo, puede darse rápidamente en cerebros jóvenes y más sensibles al entorno. A esto es a lo que se conoce como «periodos críticos»:

«Los recuerdos y las habilidades que aprendemos durante estos períodos limitados de maleabilidad, desde la infancia hasta los primeros años de la edad adulta, se consolidan en hábitos automatizados que nos servirán el resto de nuestras vidas. A medida que envejecemos, perdemos flexibilidad conductual y algunas redes neuronales se reducen, mientras que, a modo de compensación, otras redes se refuerzan y nos volvemos expertos en las habilidades que más utilizamos en nuestra vida diaria».

Desde hace varias décadas, los científicos tratan de ver si es posible reabrir algunos periodos críticos para, por ejemplo, acelerar la recuperación de una facultad como cuando somos niños. Fue la búsqueda de una forma segura de reabrir estos periodos críticos lo que ha motivado muchas investigaciones en torno al MDMA.

En concreto, el periodo crítico que más interés ha generado en relación con el MDMA es el «periodo crítico de aprendizaje de la recompensa social», aquel que se da en los primeros años de los seres humanos y muchos otros animales y que asocia el comportamiento social con una recompensa hormonal.

Por eso es especialmente útil en el tratamiento del trastorno de estrés postraumático, donde a «las personas se les da —literalmente— la capacidad de recablear los circuitos neurales de la memoria que han construido en torno a la narrativa personal de su trauma». Como afirman algunos estudiosos, esta reactivación de la maleabilidad cerebral podría ser lo que explica el efecto de los psicodélicos en general: «La propia sensación de estar en un estado alterado de conciencia podría ser simplemente lo que se sienta al estar en un estado neuroquímico de apertura del periodo crítico».

Los científicos tratan de ver si es posible reabrir algunos periodos críticos para, por ejemplo, acelerar la recuperación de una facultad como cuando somos niños. Fue la búsqueda de una forma segura de reabrir estos periodos críticos lo que ha motivado muchas investigaciones en torno al MDMA

La salud mental: entre la crisis y el modelo de negocio

Pese a sus potenciales beneficios, la historia del MDMA está marcada por oscilaciones extremas: «De nuevo, la nueva narrativa del MDMA como cura definitiva para el trauma es solo la última entrega de una larga lista de exageraciones que han rodeado a esta molécula única». Entre quienes han visto en la química una la solución a todos los problemas sociales y políticos como la guerra y la polarización política y quienes han criminalizado su uso, señala Nuwer, se encuentra la preocupación de los expertos de que su futura legalización tan solo sirva para abrir un nuevo modelo de negocio relacionado con la salud mental.

Pero, como señala la autora, la actual de gestión de la salud mental se fundamenta en «un modelo equivocado, basado en el de las enfermedades infecciosas. Como si la causa fuera un ‘bicho’ y la respuesta fuera un fármaco». La realidad, añade, es mucho más compleja que eso, no basta con confiarlo todo a la química. Implica replantear todo el modelo de salud mental, innacesible para gran parte de los sujetos que necesitan hacer uso de él, insuficiente para muchas personas que sí logran acceder e inútil si no se abordan las problemáticas sociales de forma más integral.

La historia del consumo de sustancias químicas es también la historia de nuestras fragilidades y anhelos como especie. Detrás de cada sustancia prohibida o idealizada se esconde la eterna búsqueda humana por comprendernos, aliviar el dolor y reforzar los lazos que nos sostienen. Química y cultura se entrelazan, y la verdadera vuelta de tuerca que necesitamos está en reaprender a cuidar nuestra salud mental desde el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad compartida.

Sobre la autora
Fotografía en blanco y negro de Irene Gómez-Olano, hecha por Natalia Lago. La fotografía muestra a una persona joven con el pelo negro corto, tipo "mullet", sin que le caiga por los lados. Mira a cámara con las cejas rectas y tiene una sonrisa ambigua en la cara.
Sobre la autora

Irene Gómez-Olano (Madrid, 1996) estudió Filosofía y el Máster de Crítica y Argumentación Filosófica. Trabaja como redactora en FILOSOFÍA&CO y colabora en Izquierda Diario. Ha colaborado y coeditado la reedición del Manifiesto ecosocialista (2022). Su último libro publicado es Crisis climática (2024), publicado en Libros de FILOSOFÍA&CO.

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