Cuando Miguel de Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, explicaba que los personajes a los que dio vida Cervantes eran más reales que su propio creador, no hacía con ello un simple halago literario al autor de la célebre obra. El escritor vasco estaba convencido de que don Quijote y Sancho no eran meras creaciones, sino que con su ir y venir, transido de innumerables aventuras, habían ganado terreno al mismísimo Cervantes en lo que a su materialidad se refiere.
Algo muy parecido ocurre con los personajes de cualquiera de las historias ideadas por William Shakespeare (Romeo y Julieta, Lear, Hamlet, Otelo, Macbeth, Antonio y Cleopatra, etc.), contemporáneo del propio Miguel de Cervantes, quien desde muy joven gustó de escribir versos. Una vocación que pronto le valdría el reconocimiento de la posteridad (si bien no tanto de su propia época). Casi aún adolescente, contrae matrimonio en 1582 con Ana Hathaway, con la que tendría tres hijos (Susana, Hamnet —de muerte funesta, a los doce años— y Judit).
Mucho se ha hablado de la —real o ficticia— vida matrimonial de Shakespeare, quien cuatro años más tarde de sus desposorios abandona a su mujer en Stratford para establecerse en Londres, donde trabajó como actor (hay quien dice, también, que como cochero, impresor, prestamista, marinero o jardinero) y desarrolló su célebre obra dramática entre los años 1591 y 1611. Shakespeare fallecerá, curiosamente, el mismo día que su colega Miguel de Cervantes, el 23 de abril de 1616.
Shakespeare tenía veintiséis o veintisiete años cuando por vez primera comenzó a nutrir de dramas a la compañía de actores en la que trabajaba. Así se convirtió, con increíble rapidez, en el principal proveedor de los teatros londinenses. Aunque se ha pensado que solo hacía arreglos, lo cierto es que creaba sus propias obras con un ingenio inagotable, aunque no dejó, como era inevitable en un joven primerizo, de adaptarse a las modas vigentes.
Shakespeare se convirtió, con increíble rapidez, en el principal proveedor de los teatros londinenses. Creaba sus propias obras con un ingenio inagotable
Buscarse la vida: la literatura se abre paso
Al contrario que otros de sus compañeros de profesión, William no nace en una familia de poderosos y boyantes recursos. Su padre, John, fue un comerciante venido a menos que tuvo sus más y sus menos con la ley. Tampoco se sabe mucho de la vida del joven Shakespeare, que no aparece en documentos históricos hasta el año 1592, cuando —se cuenta— un colega literato, autor de tragedias, lo denunció por su condición de «gallo vanidoso embellecido con nuestras plumas». Este dato nos hace pensar que en esta época ya había iniciado más que sobradamente su labor literaria y que, además, había obtenido ciertos éxitos que habían levantado algunas violentas envidias.
Los primeros esfuerzos dramáticos de William son, a juicio de Luis Astrana, «tragedias y dramas históricos violentos; de colores crudos y tono declamatorio; comedias artificiosas, llenas de una alegría desbordante». Tal era el gusto del público de su tiempo, al que nuestro protagonista se vio obligado a satisfacer. Las exigencias del estómago mandaban. De hecho, algunos de estos incipientes trabajos fueron pensados para ser representados en entornos de alto copete (palacios de nobles, salones de la realeza, etc.), como en el caso de la primera de sus comedias, Trabajos de amor perdidos, que no sería publicada hasta 1598, y recomendada expresamente a la mismísima reina Isabel por uno de sus hombres de confianza a causa de «su ingenio y alegría».
Si ahora prescindimos de los argumentos de las obras de Shakespeare —difícil tarea— y ponemos nuestra atención en los entresijos filosóficos que nos pueden ofrecer, leemos en el Acto Primero (Escena Primera) de los mencionados Trabajos de amor perdidos toda una muestra del característico verbo desgarbado y tenaz del autor, que presenta a sus personajes como auténticas encarnaciones de las ideas que William desea exponer:
¡Cómo! ¡Todos los deleites son vanos; pero el más vano es aquel que, adquirido con pena, no rinde sino pena, como investigar penosamente sobre un libro en busca de la luz de la verdad, mientras esta verdad, en el propio instante, ciega pérfidamente la vista de su libro!
Algunos de estos incipientes trabajos fueron pensados para ser representados en palacios de nobles y salones de la realeza, como su primera comedia, Trabajos de amor perdidos, recomendada expresamente a la reina Isabel por uno de sus hombres de confianza a causa de «su ingenio y alegría»
A lo largo de toda su trayectoria, Shakespeare deambula —casi temeroso y siempre a través de las acciones de sus personajes— entre una suerte de empirismo, que necesita tocar y ver las cosas (y sobre todo, sentirlas) para confirmar su realidad, y una concepción ideal (casi romántica) de la existencia que parece explicar que tras todo este mundo evanescente y perecedero, tras toda la pompa y ornato que pueda adornar nuestro vivir, encontramos un universo inefable que de alguna manera sustenta al «real» y permite que no se venga abajo a causa de nuestras execrables acciones.
Justicia terrena y justicia universal
En otra de sus obras dramáticas, Medida por medida, William ponía en boca de uno de sus personajes este mismo dilema entre dos tierras prácticamente enfrentadas (aunque convivientes), cuyo conflicto nunca da lugar a la paz permanente de la conciencia. Ante la inminente muerte de su hermano Claudio, Isabela explica a su interlocutor que la justicia ha de castigar los actos, y no a las personas (en un intento desesperado por salvarle), a lo que el preboste le contesta, airado: «¡Condenar la falta y no el culpable! Pero, ¡pardiez!, toda falta está condenada antes de ser cometida; ¡mi función sería puro cero, si no tratase más que de castigar las faltas cuyo castigo está inscrito en nuestras leyes y dejar libres a los culpables!».
Cohabitan, y pueden cohabitar (asunto que a Shakespeare preocupa terriblemente), una justicia eterna que vela por el diálogo entre nosotros y nuestra conciencia (con el objetivo de que reconozcamos nuestras faltas), y una justicia mundana que, en su aplicación, no tiene por qué responder a los criterios propuestos por aquella primera, a la que podríamos llamar Justicia con mayúscula.
Una presunta justicia, la terrenal, que ni siquiera respetará la vida de dos jóvenes de familias enfrentadas… Su tragedia es inmortal, tanto como su amor, y quizás el mensaje fundamental de Shakespeare (al poner en boca de Julieta la certeza de que «antes de ser desleal» se clavaría la daga que portaba en uno de los momentos finales de la obra) es que por encima de toda veleidad, fatalidad o capricho del destino, debemos buscar —en un giro que Séneca aprobaría de buen grado— el sentimiento de encontrarse en paz consigo mismo. Aunque el deseo es poderoso: por mucho que la filosofía pueda llegar a ser un «bálsamo de la adversidad», como explica Fray Lorenzo a un desesperanzado Romeo, este no dudará en desecharla, «a no ser que la filosofía sea capaz de crear una Julieta, transportar de sitio una ciudad o revocar la sentencia de un príncipe, para nada sirve, nada vale».
Shakespeare deambula entre una suerte de empirismo, que necesita tocar, ver y sentir las cosas para confirmar su realidad, y una concepción ideal, casi romántica, de la existencia que parece explicar que tras todo este mundo evanescente y perecedero encontramos un universo inefable
¿Personaje literario o filósofo? Hamlet
Pero si alguno de los personajes de Shakespeare ha pasado a formar parte del elenco filosófico de la historia del pensamiento, al que acaso se puede tildar propiamente de filósofo, ese es Hamlet. En una conversación con su madre, al principio de la obra, ella explica a su hijo que el destino de todo ser humano es la muerte, y que «todo cuanto vive debe morir, cruzando por la vida hacia la eternidad», a lo que un disconforme Hamlet, convencido del velo que cubre toda realidad, contesta que «¡todo esto es realmente apariencias, pues son cosas que el hombre puede fingir; pero lo que dentro de mí siento sobrepuja a todas las exterioridades, que no vienen a ser sino atavíos y galas de dolor!».
Este contraste entre el cambiante y engañoso mundo exterior (sujeto a férreas leyes causales que en última instancia desconocemos) y lo que sentimos de primera mano en nuestro interior, será una constante en el desarrollo literario de Shakespeare, que conducirá al príncipe danés al cuestionamiento de todo cuanto le rodea; en concreto, será asediado por la inquietud que le propinan tres grandes temas de la existencia humana: el amor, la honestidad y la banalidad de cualquier empeño desmedido. «¡Oh, vergüenza! ¿Dónde está tu rubor?», se pregunta un Hamlet incapaz de comprender las intrigas políticas y familiares que rodean a la oscura muerte de su padre.
El inmortal discurso —desgarradoramente— existencialista (Acto III, Escena I), pero a la vez tan marcadamente vitalista, que arremete contra todo convencionalismo social y contra todo falso sentimiento, y donde compara la vida con un mero sueño del que apenas somos conscientes, ha encumbrado a Hamlet, y de su mano, a Shakespeare, a una de las cimas más altas de la literatura, pero también, por qué no, de la filosofía. Un discurso que por su brillantez hace de obligado cumplimiento la lectura de Hamlet, Príncipe de Dinamarca: «¡Dormir!… ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo!».
Ser o no ser, esa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza? Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir… y tal vez soñar.
En Hamlet, en una conversación con su madre, ella explica a su hijo que el destino de todo ser humano es la muerte, «todo cuanto vive debe morir, cruzando por la vida hacia la eternidad», a lo que Hamlet contesta: «Lo que dentro de mí siento sobrepuja a todas las exterioridades»
Poesía y tragedia, pero siempre filosofía entre bambalinas
Pero no tendríamos un retrato completo del pensamiento de William Shakespeare si no contáramos con una de sus más olvidadas producciones, que compuso durante toda su vida y en la que muestra los temas que más repercusión tuvieron en la conformación de sus obras: la fugacidad de la vida (que tacha de «mudable estancia»), el deseo (como lujuria, en la que se da «gozo al probarla y, una vez probada, verdadero pesar»), el destino, el tiempo («Nada puede servir de defensa contra la guadaña del tiempo»), la dicotomía ficción/realidad y la concepción del mundo como si de un escenario se tratara («El legado de la Naturaleza no da nada, solo presta»). Nos referimos a sus Sonetos.
A pesar de la importancia de Shakespeare en la historia de la literatura, su obra puede reunirse en apenas dos volúmenes. Su prosa poética y lo impactante de sus historias (tragedias o comedias) cobran presencia en cualquiera de sus ineludibles piezas teatrales.
Por primera vez publicada en 1623, aunque compuesta a principios de siglo, La tragedia de Macbeth supone una de las lecturas irrenunciables de quien desee acercarse al autor inglés, en la que los celos, las intrigas y la ambición cobran un papel principal. El desarrollo de la obra conseguirá desengañar a su protagonista, que terminará confesando: «¡Me he saciado de horrores! La desolación, familiar a mis pensamientos de muerte, no me produce ya emoción alguna».
En Romeo y Julieta asistimos, quizás, junto a la historia de Werther (Goethe), a la tragedia más conocida de todos los tiempos. En ella vivimos de primera mano el desesperado amor de sus dos protagonistas, que no dudarán en darse muerte y desafiar a un destino que parece truncar toda posible felicidad común:
¡Amén, amén! —dice Romeo a su confesor, Fray Lorenzo—. Pero vengan como quieran las amarguras, nunca podrán contrarrestar el gozo que siento un solo minuto en presencia de mi ama. ¡Junta nuestras manos con santas palabras, y que luego la muerte, devoradora del amor, haga lo que quiera! ¡Me basta con poder llamarla mía!
En sus Sonetos muestra los temas que más repercusión tuvieron en la conformación de sus obras: la fugacidad de la vida, el deseo, el destino, el tiempo, la dicotomía ficción/realidad y la concepción del mundo como si de un escenario se tratara
Por su parte, La tempestad (uno de sus escritos más tardíos) muestra de nuevo la obsesión del autor por la complejidad de las relaciones familiares; en concreto, por las relaciones fraternales que tendrán en vilo a Próspero, duque legítimo de Milán, expulsado de su tierra y naufragado en una isla desierta. La fuerza dramática de la obra, en este caso, descansa en la recuperación de numerosos elementos míticos, que permitirán al protagonista llevar a cabo su venganza. De recomendada lectura son sus obras de carácter histórico, en las que Shakespeare pone su punto de mira en el paso del tiempo, las corruptelas políticas y las pasiones humanas. Destacamos por su importancia Ricardo III y Enrique V. Por último, El sueño de una noche de verano es considerada una de las cimas teatrales de la historia de la literatura, que ha inspirado a numerosos músicos, cineastas y literatos, en la que de nuevo el mito ayuda a trazar a Shakespeare un intrincado argumento desarrollado tras el telón de fondo de la boda de Hipólita y Teseo.
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