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NÚMERO 8

Dosier

¿Qué queda en pie hoy del pensamiento de Kant?

La actualidad del filósofo 300 años después

F+ Derecho, Estado y política en Kant y Schmitt

Contenidos-exclusivos Kant y Schmitt

FILOSOFÍA&CO - Contenidos

Este artículo ofrece una exposición de los conceptos «derecho», «Estado» y «política» en Immanuel Kant y Carl Schmitt, así como de sus relaciones mutuas. Kant constituye uno de los pilares teóricos de la vertiente de la Modernidad contra la que escribe Schmitt cuando realiza su crítica al formalismo, al normativismo, al legalismo y al liberalismo. Además, Kant es referente polémico de Schmitt a través de la mediación de Kelsen. Tras mostrar sistemáticamente el sentido de estos conceptos en ambos autores, se exploran los cruces entre ellos: en qué medida Schmitt rechaza y en qué medida asume la herencia kantiana. Dicho cruce permite iluminar algunos debates actuales sobre el republicanismo.

Por Clara Ramas San Miguel, Universidad de Zaragoza

La contraposición entre Kant y Schmitt, siendo Kant uno de los puntales de la filosofía política moderna y Schmitt uno de sus más agudos críticos, tiene el rendimiento de ilustrar dos modos de pensar el derecho, el Estado y la política desde presupuestos ontológicos absolutamente contrapuestos; y, consecuentemente, como dos maneras de posicionarse en la Modernidad. Se lee a Schmitt aquí, por lo tanto, siguiendo la línea interpretativa de Jean-François Kervégan, como algo más que un simple jurista o especialista en derecho: su teoría del derecho, al menos de 1919 a 1933, es «la expresión más consciente y radical de la emancipación respecto de la tutela filosófica, en la medida en que esta pueda ser identificada con la de una cierta forma de racionalidad […]». Schmitt sostiene, por tanto, posiciones fuertemente filosóficas.

Kant aparece en varios momentos de la obra de Schmitt como representante de la teoría moderna/liberal del Estado. El punto más conocido de su polémica es el situado en el campo del derecho internacional, a propósito del cosmopolitismo y el concepto de «paz perpetua» en el contexto de la novedad histórica de un orden político globalizado o «Nomos de la Tierra». Sin embargo, también si atendemos a su Teoría del Estado encontramos un posicionamiento crítico, en la medida en que sitúa a Kant en la corriente normativista y liberal, pero también un reconocimiento de Kant como teórico clásico del Estado como unidad suprema de lo político. En este artículo, pues, se confronta la comprensión que cada autor tiene de los conceptos centrales de la Teoría del Estado («derecho», «Estado» y «política») para ofrecer finalmente una panorámica de las confluencias y distancias entre ambos, y tratar de iluminar con ello algunos debates actuales en filosofía política acerca del republicanismo.

Immanuel Kant

Derecho y política

El concepto de derecho de Kant es determinado a partir de sucesivas distinciones. En primer lugar, la distinción crítico-ontológica entre naturaleza y libertad: el ámbito de lo que «es» y el ámbito de lo que «debería ser»; que tienen como resultado, tal y como se dispone en la «Arquitectónica de la razón pura», la metafísica de la naturaleza y la de las costumbres, en las que se lleva a cabo una ontología regional de sendos objetos. En esta segunda se ubicará el Derecho, a partir de una distinción derecho—ética, que distingue entre las acciones de un sujeto consideradas externamente, realizadas por cualesquiera motivaciones, y estas consideradas internamente, según los fundamentos de determinación de su voluntad en la interioridad del sujeto.

Dentro del derecho, hay dos distinciones más. Una tercera: derecho como teoría y como praxis. Dentro del uso práctico de la razón hay teoría o «una práctica en sentido objetivo, un conjunto de leyes incondicionalmente obligatorias según las que debemos actuar» (aquí, «moral») y una praxis, la aplicación o la puesta en ejercicio de esas leyes generales. Y esto, en ambas partes, en la ética y en el derecho: hay una teoría del derecho («doctrina del derecho») y una praxis del derecho («política»). Esta es la definición kantiana de Política: «teoría del derecho aplicada [ausübende, en ejercicio (N. de la A.)]». Se la incluye así, contra los pragmáticos y los realistas, en el eje de la libertad y no en el de la ingeniería social o gestión de las conductas al modo de objetos naturales, por lo que no puede encontrarse en contradicción con la moral como teoría del uso práctico de la razón: es su aplicación en casos particulares. De aquí que Schmitt diga que Kant subordina la política a una «norma ética».

El concepto de derecho de Kant es determinado, en primer lugar, por la distinción crítico-ontológica entre naturaleza y libertad: el ámbito de lo que «es» y el ámbito de lo que «debería ser»

Una cuarta: derecho natural y derecho positivo. Derecho positivo es una legislación externa realmente existente, incluyendo la promulgación del legislador y su aplicación en concreto en los tribunales. Si prescindimos de ambas, aún queda «la ciencia del derecho (Iuris scienctia)», o el conocimiento sistemático del derecho natural (Ius naturae), que contiene «los principios inmutables para toda legislación positiva». El derecho natural es la forma-derecho como tal, la normatividad jurídica en sí, anterior y fundamento de toda legislación empíricamente existente. Pero ¿significa aquí «natural» que es posible encontrar en la naturaleza una inscripción de tipo normativo? ¿Cómo sería posible, si la crítica ha abierto una brecha irrebasable entre la naturaleza y la libertad? Lo que hace Kant es mantener la distinción, pero desplazándola: mantiene la posibilidad de distinguir entre lo que verdaderamente es una ley y lo que no lo es: «… el criterio general para sin más reconocer tanto lo justo como lo injusto (iustum et iniustum)». «Natural» nombra solamente aquello que el derecho es, lo que permite que llamemos derecho a algo. En el lenguaje de la tradición: es el eidos-derecho, la forma-derecho. Y, ¿en qué consiste esa forma-derecho? Concierne a acciones externas, que transcurren en el espacio; se refiere a sujetos situados en un espacio de modo tal que sus acciones repercuten en las de los otros, sujetos que comparten un mundo limitado, que tienen un cuerpo, que ocupan tiempo y espacio, y que por ello ejercen entre sí una acción recíproca («comunidad», que luego especificaremos); se relacionan arbitrios o voluntades entre sí, no deseos; no importa el fin que cada uno busque, solamente si se expresa un arbitrio que repercuta en otro; y solo se pregunta por la forma de la relación externa entre arbitrios, a saber, si es libre y si esa libertad puede unirse con la de los demás. Así, la definición de derecho: «El derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad».

Se requiere un paso más. Hay alguna instancia requerida para la efectividad del derecho: decíamos, el juez no es el político. Hace falta, en definitiva, una instancia política, pública: hay que pensar el derecho natural de tal modo que posea efectividad, existencia, eficacia, capacidad de introducir modificaciones en lo que hay, en definitiva, «fuerza de ley». La tesis de Kant será que eso solo es posible bajo un Estado, esto es, un poder civil. Se está hablando de una quinta distinción: derecho privado—público. Derecho privado, lo que hoy llamamos derecho civil, concierne a la adquisición o posesión de objetos externos (cosas, personas o personas en el modo de cosas). El derecho público o político es «el conjunto de leyes que precisan ser universalmente promulgadas para producir un estado jurídico». La relación entre ellos es peculiar.

El derecho privado rige ya por entero en el estado de naturaleza, luego el estado civil, en rigor, no funda derecho alguno, si bien solo como «presunción jurídica». Y es que, en estado de naturaleza, el derecho se halla en estado provisional, siempre amenazado, porque nadie tiene la obligación de abstenerse de interferir en la propiedad de otro si no tiene la seguridad de que este se abstendrá de hacer lo mismo; hay que considerar, además, la predisposición de los hombres a ser dueños de los demás, que uno puede observar en su propio interior. No habría, además, juez competente para decidir en caso de conflicto, ni poder que asegurase ese derecho.

Por lo tanto, si se quiere poner al derecho en estado perentorio, es decir, lograr la efectividad del derecho, se impone el «postulado del derecho público», el deber de pasar del estado de coexistencia inevitable a un Estado de justicia distributiva. Pero este postulado no se exige únicamente en razón del hecho de una naturaleza humana malvada o avariciosa. Kant dice en las Reflexionen zur Rechtsphilosophie: «No es la experiencia quien nos ha enseñado la máxima de la violencia y la maldad humanas de hacerse mutuamente la guerra antes de que aparezca una legislación exterior poderosa; por tanto, no es un factum el que hace necesaria la coacción legal pública […]». Con ello parece apuntarse a otra cosa que a alguna naturaleza humana fáctica, y en esta dirección van algunas otras reflexiones de Kant, donde queda claro que el argumento para la salida no es un factum, sino un mandato: «Se contempla aquí el derecho en el estado de naturaleza, y no el factum. Se prueba que no es arbitraria [willkürlich] la salida del estado de naturaleza, sino necesaria según las reglas del derecho». El argumento de Kant, al contrario que el de Hobbes, Locke o Rousseau, no es utilitarista. Se extrae de las leyes formales de la razón pura práctica. En la formulación de Kersting: «El derecho no es un instrumento, su legitimidad no reside en su utilidad. No se decreta que el derecho debe imperar por mor de sus efectos positivos. El derecho es un fin en sí mismo, debe existir por mor de sí mismo […]. Un concepto utilitarista del derecho es una contradicción en los términos».

¿Qué significa entonces entrar en un Estado civil? Asegurar las relaciones jurídicas que ya existen provisionalmente al situarlas bajo leyes públicas. Hay que precisar ahora los elementos que componen dicho Estado: «El Estado sometido a una legislación exterior universal (es decir, pública), acompañada de poder, es el Estado civil». Estado civil es, por tanto, ley más poder.

En estado de naturaleza, el derecho se halla en estado provisional, siempre amenazado, porque nadie tiene la obligación de abstenerse de interferir en la propiedad de otro si no tiene la seguridad de que este se abstendrá de hacer lo mismo

Estado

La definición de Estado de Kant es la siguiente: «Un Estado (civitas) es la unión de un conjunto de hombres bajo leyes de derecho (Rechtgesetzen)». El vínculo ley-derecho es tan evidente para Kant que solo como de pasada aclara en otro lugar que «ocurre que todo derecho depende de leyes». De ahí la siguiente afirmación: «Esta es la única constitución política estable, en la que la ley ordena por sí misma y no depende de ninguna persona». En suma, y esto será crucial para Schmitt, el componente «Estado» no consiste para Kant más que en el «derecho», siendo derecho «ley» o norma.

Kant señala que la presencia de poder coactivo, la libertad y la ley son las condiciones de cualquier constitución política en general. Sin un poder que la haga efectiva, la ley sería papel mojado. Se habla aquí de la existencia del derecho, de su eficacia. En este vínculo indisociable libertad-poder, que encuentra su fijación en el concepto de ley, late el planteamiento de Rousseau.

Pero aquí hay que precisar. En primer lugar, y esto está dicho contra Hobbes, ciertamente el derecho requiere poder y violencia para su ejercicio, pero eso no significa que su fundamento sea un acto de soberanía originario y violento. Dice en las Reflexionen: «Según esto, no existe derecho sin un poder coactivo irresistible. Pero existen por cierto razones del derecho y de las leyes antes de que este poder coactivo se erija, y sobre ellas deben fundamentarse también las leyes». En segundo lugar, y aquí resuena de nuevo Rousseau, no cualquier poder, cualquier violencia fáctica, de las que abundan en el estado de naturaleza, es conforme a derecho: «El poder legislador solo puede corresponder a la voluntad unida del pueblo. Porque, ya que de él debe proceder todo derecho, no ha de poder actuar injustamente con nadie mediante su ley». Aparece inmediatamente el problema de cómo lograr una voluntad realmente general: evidentemente, no bastará con juntar muchas voluntades privadas, ya que por el hecho de enfrentarse unas a otras no dejarán de ser estrictamente privadas. Habrán de ser eliminados todos los motivos de privatización, pues la formación de la voluntad se va a plasmar en condiciones muy reales: «es necesaria una votación». Aquí no basta, como en las matemáticas o en la filosofía more geometrico, con recurrir a la experiencia interna. ¿Cómo lograr la garantía de que se vota no en interés propio o de otro del que se depende, sino en nombre de la voluntad general? A esto responde la exigencia de Kant de que solo tengan derecho a voto los propietarios, los sui iuri que no dependen de otro.

Para terminar, puede añadirse que a este Estado de poder, ley y libertad le llama Kant también «república», con lo que no quiere referirse a una forma peculiar de Estado entre otras, sino a la forma-Estado como tal, aquello en que consiste cualquier Estado en general. Por eso dice Kant que la constitución republicana, «en lo que concierne al derecho, es la base de toda constitución civil». Como se trata aquí de si se da la forma-Estado o no, ser republicana o no es la única opción que atañe a una república, y el despotismo, la anarquía o la barbarie no son sino distintos modos de no acertar en el blanco del equilibrio poder-ley-libertad en que ser una república consiste. Que se trata de esto, y no de delimitar un tipo particular de Estado, lo señala Kant al diferenciar entre una clasificación de los Estados según las personas que detentan el poder (forma imperii: monarquía, aristocracia y democracia) y según el «modo de gobierno» (forma regimini), es decir, el uso que se hace de tal gobierno: aquí, se es republicano o no, esto es, despótico.

El vínculo ley-derecho es tan evidente para Kant que solo como de pasada aclara en otro lugar que «ocurre que todo derecho depende de leyes». De ahí la siguiente afirmación: «Esta es la única constitución política estable, en la que la ley ordena por sí misma y no depende de ninguna persona»

Carl Schmitt

Derecho

El pensamiento de Schmitt sobre el derecho puede introducirse a partir del siguiente texto de Teología política: «Acaso existen dos tipos de cientificidad jurídica que se pueden definir por la mayor o menor conciencia científica de la peculiaridad normativa de la decisión jurídica. El representante clásico del tipo decisionista —si se me permite emplear esta palabra— es Hobbes». Durante los años 20, y ya prefigurado en La Dictadura (1921), Schmitt adopta un esquema binario que divide el pensamiento jurídico en «normativismo» y «decisionismo». Kervégan surgiere que la crítica al positivismo, y sobre todo al normativismo, brinda el mejor acceso al núcleo teórico original del pensamiento de Schmitt sobre el derecho en esos años.

El positivismo es aquella teoría que, pretendiendo prescindir de presupuestos éticos o metafísicos, acredita una equivalencia entre derecho y ley positiva. Haciendo así de la «voluntad legalmente expresada del legislador legalmente competente» la fuente del derecho, y por tanto de la legalidad la única forma de legitimidad, el positivismo sustenta la forma política de un «Estado de derecho», que es siempre un «Estado legislador». Pues bien, Schmitt señala que el positivismo no es un «tipo jurídico originario», sino una combinación confusa, un «decisionismo degenerado» y un «normativismo degenerado»: aunque reconoce la voluntad del legislador como fuente de derecho, otorga a la ley positiva, una vez promulgada, una validez normativa que la convierte en norma autosuficiente, aun siendo meramente fáctica.

La polémica con el «neokantiano» Kelsen contiene los argumentos de Schmitt contra el normativismo. Schmitt reprocha a Kelsen que, como normativista, disocia los dos componentes esenciales de todo hecho jurídico, la norma y la decisión, y elimina o reduce el segundo en favor del primero, considerándolo como poluciones «sociopolíticas» del derecho puro. El normativismo es incapaz de fundar el vínculo entre la racionalidad jurídica de un conjunto de reglas y la efectividad de una decisión política cuya existencia exige. Por eso afirma: «Kelsen resuelve el problema del concepto de soberanía negando el concepto mismo».

Eso supone una doble exclusión o insuficiencia. Primero, se excluye la decisión del campo jurídico, siendo así que, sin ella, una norma jurídica, en tanto normatividad, no puede producir por sí misma las condiciones de su efectuación o facticidad. Segundo, se declara a la excepción no jurídica, siendo así que el caso absolutamente excepcional o «no fácticamente circunscrito», al suspender la vigencia de toda norma y plantearse crudamente la cuestión de «¿quién decide ahora?», posee el valor diacrítico de revelar a la decisión como el componente fundador del derecho, en situación normal velado por el orden normativo vigente.

El decisionismo de Schmitt es definido así por Kervégan: «Subordina la normatividad, que es la propiedad manifiesta de la regla del derecho, a las condiciones efectivas de su instauración, a las ‘decisiones’ fundadoras del orden jurídico». El orden jurídico no puede autofundarse, como pretendía Kelsen, sino que requiere ser instituido por una decisión: la autoridad prueba que, para emplear el derecho, no tiene necesidad de derecho. El carácter plenamente jurídico de la decisión lo ilustra Schmitt con dos ejemplos: la teoría del poder constituyente de Sieyès, donde la voluntad soberana del pueblo constituye derecho, y el mencionado del estado de excepción. En Teoría de la Constitución (1928), además de señalar que las tendencias opuestas del normativismo y el decisionismo se reflejan en sendos componentes en las Constituciones modernas, aporta un fundamento filosófico-metafísico a dicha oposición: la distinción entre razón, como fuente de un deber-ser abstracto, y la voluntad, como «potencia definida por su ser», dada existencialmente en concreto.

«Acaso existen dos tipos de cientificidad jurídica que se pueden definir por la mayor o menor conciencia científica de la peculiaridad normativa de la decisión jurídica. El representante clásico del tipo decisionista —si se me permite emplear esta palabra— es Hobbes». Schmitt en Teología política

Ahora bien, este esquema dual es modificado sustancialmente en 1933 y sustituido por una clasificación ternaria, como figura en Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica (1934) o en la «Advertencia a la segunda edición» de Teología política (1933), donde a los dos previos añade el institucionalismo o «pensamiento concreto del orden». Motivos para esta modificación serían su adhesión al nacionalsocialismo, que pretendía establecerse como orden concreto estable, así como la teoría de Schmitt (1931) de la transformación de los derechos humanos subjetivos en garantías institucionales.

En cuanto a la relación con los otros dos modos de pensamiento jurídico, la diferencia entre institucionalismo y normativismo consiste en considerar la norma o bien como producto que sanciona y depende de un orden concreto de cosas previamente ya dado como kósmos, o bien como una regla absoluta, impersonal, independiente en su validez de quien la dicta y del contexto político e institucional. Respecto al decisionismo, hay que decir que desde 1934 Schmitt modifica su comprensión: pasa a entender la decisión como «comienzo absoluto», una «nada de norma» creación de un derecho sin antecedentes, solo operante, en rigor, en una situación revolucionaria que aniquile absolutamente todo orden previo, y ya no tanto, como en los años 20, como secreto fundamento del orden jurídico ya constituido que virtualmente socava sus cimientos. Sin embargo, el motivo del institucionalismo sobrevive a su motivación política y no desaparece en 1945, no volviendo Schmitt nunca a un decisionismo puro, si bien tampoco llega a prevalecer el institucionalismo. A partir de los años 50, Schmitt se abstiene de jerarquizar ambos modos de pensar el derecho.

Kervégan concluye que «[…] contra la opinión por lo corriente admitida, lo que caracteriza el enfoque de Schmitt sobre el derecho no es tanto el decisionismo propiamente dicho cuanto la hostilidad ante cualquier forma de pensamiento normativo».

Estado y política

Schmitt hace jugar su propia noción de Estado en contraste con dos realidades históricas: el Estado de derecho «burgués» y el Estado total. El Estado de derecho es criticado en Teoría de la Constitución (1928). Este se define, en primer lugar, mediante criterios jurídicos: legalidad (toda medida adoptada por el Estado debe apoyarse en una norma legal), constitucionalidad (los poderes del Estado se ven limitados por un sistema cerrado de normas) e independencia de la magistratura (permite el control a posteriori de los actos estatales y el recurso de los individuos contra el Estado). En segundo lugar, mediante dos principios propios o «rechtstaatlich»: principio de distribución de la esfera pública-política y privada mediante la proclamación de derechos fundamentales del individuo, y principio de organización o división de poderes. En tercer lugar, una idea regulativa: la proclamación de derechos fundamentales e inalienables de los individuos prepolíticos, que constituyen la esfera privada no política de la sociedad civil, que ha de ser preservada libre de obstáculos por la instancia política. Esta esfera es pues concebida como una esfera por principio limitada a favorecer la realización de los derechos potencialmente ilimitados de libertad y propiedad del individuo. Finalmente, una herramienta conceptual específica: la ley como normal general. Frente a un concepto político de ley como «una voluntad concreta, una orden y un acto de soberanía», que manifiesta «el lugar real de poder» (sic volo, sic iubeo), el concepto normativista toma la ley como una norma, caracterizada por su generalidad, impersonalidad e indefinición, concerniente a un objeto general (el bien común) y emanando de una autoridad universal (voluntad general).

En Teoría de la Constitución, además de señalar que las tendencias opuestas del normativismo y el decisionismo se reflejan en sendos componentes en las Constituciones modernas, Schmitt aporta un fundamento filosófico-metafísico a dicha oposición: la distinción entre razón, como fuente de un deber-ser abstracto, y la voluntad, como «potencia definida por su ser», dada existencialmente en concreto

La crítica de Schmitt a este modelo de Estado consiste en mostrar «su incapacidad para dar cuenta de ninguna configuración política efectiva y, por tanto, para fundar jurídicamente un Estado […] sus principios son insuficientes para instaurar, es decir, para constituir un Estado efectivo». Y ello porque todo Estado es, en su ser mismo, una unidad viva, una institución que actúa, una potencia dinámica: requiere una componente, que el Estado de derecho deja de lado y no incluye entre sus fundamentos, propiamente política, esto es, referida a la soberanía, a quién detenta el poder, lo que Kant llamaba forma imperii; componente para Schmitt constituida, en sus distintas formas, a partir de las interacciones diversas de dos principios: identidad del pueblo consigo mismo como unidad política y representación por la que la unidad política es encarnada en un gobierno. Los principios del Estado de derecho, basados en una idea individualista y liberal de la libertad, no fundan esta realidad política, sino que la presuponen y, lo cual no es nada casual, tan solo pretenden limitarla para la salvaguarda de la esfera de individualidad privada que se representan como su otro: «la tendencia propia del Estado de derecho burgués apunta, no obstante, a reprimir lo político […]». Así, aunque incapaz de constituir un Estado efectivo, los principios rechtstaatlich poseen una profunda significación política, a saber, la negación misma de lo político y la reducción del mismo a la salvaguarda de una esfera pre- y apolítica de intereses sociales privados.

Como consecuencia de esta esterilidad constitutiva de los fundamentos del Estado de derecho, Schmitt afirma en Legalidad y legitimidad (1932) que los sistemas legisladores-parlamentarios, que pretendían ser su plasmación histórica, acaban por volverlos caducos y por transformarse en realidades totalmente ajenas. La pretensión parlamentaria de reducir la legitimidad del Estado a un sistema formal de legalidad more positivista produce necesariamente una crisis de legitimidad, pues esta requiere siempre «una voluntad política, que se desarrolla como voluntad soberana» y que es capaz de instituir políticamente un Estado, sea de un monarca, sea una voluntad popular, que es justamente lo que excluye la idea de un Estado basado en la pura legalidad (de aquí el alegato de Schmitt a favor de reconocer la legitimidad plebiscitaria como fundamento del Estado en Weimar). Esta crisis se manifiesta socavando los principios mismos del funcionamiento normal de un Estado legislador.

Kervégan señala el doble resultado de esta crítica schmittiana al Estado de derecho: por un lado, los principios liberales, que pretenden restringir la esfera política y el Estado, son incapaces de fundarlo jurídicamente: «no hay derecho sin política». Por otro, la forma contemporánea del Estado de derecho, el parlamentarismo, sufre un déficit estructural de legitimidad que evidencia la caducidad del Estado clásico: «lo político desborda lo estatal». Pero la inoperancia de estos principios rechtstaatlich no es un asunto menor, una mera obsolescencia, no produce simplemente un vacío en la historia: ha dado lugar a una forma política enteramente nueva, el Estado total, como forma de expansión de lo político que resulta de la delicuescencia del Estado liberal clásico.

¿Qué es el Estado total? De entrada, un Estado cuyo poder ha sido incrementado extraordinariamente en la era de la técnica, lo cual se manifiesta tanto en su potencia militar como en su aparato de propaganda de masas. Pero, ante todo, el resultado de una interpenetración entre la esfera apolítica de la sociedad y la política del Estado, cuya diferenciación era propia de pensamiento liberal del siglo XIX; la sociedad civil, presuntamente poblada por individuos que contratan libremente, se revela obedeciendo a la lógica política de la lucha de clases, y el Estado interviene en la producción de bienes y la gestión de las poblaciones. El Estado total supone, simultáneamente, la intensificación de su potencia y la extensión de su alcance: «En este Estado total, todo es político, al menos en potencia».

«Estado total», por lo demás, mienta en verdad para Schmitt dos realidades distintas. El Estado total «por debilidad» o «cuantitativamente total», por ejemplo el de 1919, es aquel puesto al servicio de intereses económicos, reducido a gestor contingente de las relaciones entre grupos sociales, en detrimento de su universalidad y soberanía indivisible. El «Estado total por la fuerza» o «cualitativamente total», en cambio, tiene como modelo al Estado fascista italiano. Es, por así decirlo, una respuesta a la debilidad del Estado «cuantitativamente total» que intenta resolver, por la fuerza, las luchas intestinas de lo social. Se caracteriza por su rechazo de los métodos y estructuras políticas liberales, por una afirmación consciente de sus medios de poder, y ante todo por ser la manifestación transparente, derrotadas las neutralizaciones tradicionales, por primera vez conforme a su concepto, de la esencia de lo político, que trataremos enseguida: «semejante Estado sabe distinguir amigo y enemigo […]; desde hace tiempo, los teóricos del Estado saben que lo político es lo total». Para Schmitt, el Estado total resulta de un proceso democrático de identificación entre el Estado y el pueblo: es para él antiliberal, pero no antidemocrático, pues quedan incólumes las tendencias democráticas presentes en la expresión del «espíritu del pueblo», la aclamación del Führer, el modelo plebiscitario, etc. Kervégan añade a esto que el análisis del Estado total de Schmitt actuaría como «bisagra entre un análisis jurídico positivo de las transformaciones contemporáneas del Estado y una metafísica de la historia, negada como tal y disfrazada», ya que se considera el Estado total como realización de la técnica que consuma las sucesivas etapas históricas dominadas por sectores objetivos (teología, metafísica, moral, economía).

Vista la crítica de Schmitt al Estado de derecho parlamentario y su «destino» histórico como Estado total, cabe apuntar ya la comprensión propia de Schmitt del concepto de Estado. Hay que señalar, ante todo, que hay una ambivalencia en el uso por Schmitt del término «Estado» según el momento de su evolución teórica. Schmitt lo utiliza a veces para referirse a la configuración liberal y burocrática de los principios del Estado de derecho que hemos denominado «parlamentarismo». En ese sentido, ya desde los años 20 señala la caducidad de ese modelo, por su incapacidad para fundar una forma política efectiva, y apuesta, en los últimos resquicios de la legalidad, por una dictadura constitucional del presidente de la República. Desde el año 33, por el contrario, se desecha toda forma posible de Estado moderno como irremediablemente tomada por lo social y se afirma que la «forma efectiva» que pacificará la guerra civil de lo social será el Estado nacional-socialista, concibiendo que la unidad política se encuentra ahora en la tríada Pueblo-Movimiento-Estado, siendo el Movimiento el principio dinámico y lugar por excelencia de lo político: «Hoy, el Estado [legal] ya no puede determinar lo político; lo político [el Movimiento] debe determinar al Estado».

Schmitt afirma en Legalidad y legitimidad que los sistemas legisladores-parlamentarios, que pretendían ser su plasmación histórica, acaban por volverlos caducos y por transformarse en realidades totalmente ajenas

Pero Schmitt utiliza el término «Estado» en otro sentido, más abstracto: «Unidad política organizada, que decide por sí misma como un todo sobre amigo y enemigo». En este sentido, designa la mera existencia de una comunidad en unidad política, en formas muy variables, y, afirma Kervégan, no es caduco, sino una realidad insuperable para las comunidades humanas, que siempre formará unidades tales que puedan afrontar la eventualidad de la guerra. Sin embargo, también señala que hay textos, como el «Prólogo» del 63 a El concepto de político, donde parece que Schmitt habla de una superación definitiva «no solo de la forma europea clásica, sino del Estado en cuanto tal», Estado nacional-socialista incluido.

Este segundo es el concepto de Estado genuino de Schmitt, el que entronca directamente con su concepción idiosincrásica de lo político. En El concepto de lo político (1932), Schmitt da la definición de Estado: «status político de un pueblo organizado dentro de fronteras territoriales». Pero esta definición es ininteligible si no se aclara el término «político» que cualifica a «status» y que lo diferencia de todas las otras formas de unidad de las que un pueblo es capaz (cultural, racial…). Hay que ver, por tanto, el concepto de Schmitt de «política», para luego completar su definición de Estado.

Schmitt comenzaría por hablar de «lo político» más que de «la política» como un contenido esencial, un qué que pueda determinarse, o un dominio específico de objetos: para reconocer lo político, Schmitt no aporta una «definición esencial», sino un «criterio conceptual» que mienta una determinada distinción o relación, de modo que siempre que dicha distinción esté presente podemos hablar de que existe «lo político». Dicha distinción es la de amigo-enemigo. Se afirma así una «comunidad de esencia entre guerra y política», donde la guerra es, como posibilidad siempre real en el límite, el presupuesto u horizonte de sentido de lo político. Al contrario de la interpretación tradicional de la frase de Clausewitz, guerra y política se presuponen mutuamente: la guerra presupone a la política, en el sentido de que un enfrentamiento abierto presupone y se deriva de la relación de enemistad entre sus miembros, pero la política presupone a la guerra, ya que es la eventualidad en la que se expresa del modo más claro la relación que constituye su esencia: la guerra cumple aquí el mismo papel diacrítico, iluminador, que la excepción respecto al estado normal del derecho.

Este criterio conceptual, dice Kervégan, supone dos enfoques: uno tópico, según el cual lo político se da allí donde ocurra la confrontación amigo-enemigo, y, dado que en cualquier sector de la actividad humana puede darse el conflicto, cualquier sector humano es potencialmente político; y un enfoque dinámico, según el cual lo político es la medida de la proximidad de un enfrentamiento, la posibilidad de que se dé un grado determinado de intensidad en la asociación, «tan pronto como los conflictos y cuestiones decisivas se producen en dicho sector». El terreno de lo político o «sector dominante» es, entonces, aquel sector en que la eventualidad de un enfrentamiento sea más probable. Este criterio, en su indeterminación, presupone la tesis implícita de que la dimensión conflictiva se halla en la naturaleza humana; por tanto, un presupuesto filosófico-antropológico: «todas las teorías políticas verdaderas postulan un hombre ‘malvado’».

Desde aquí se precisa el concepto schmittiano de Estado. Al Estado, en su condición de unidad esencialmente política, le es atributo privilegiado el ius belli, esto es, el derecho a declarar la guerra: determinar cuándo es el caso de que haya guerra, y, en tal caso, decidir quién es el enemigo. La guerra se le declara siempre a otro Estado: por la definición de lo político hay una pluralidad («pluriversum») de Estados, y la eliminación de esta pluralidad supondría la eliminación de lo político mismo. La política exterior o las relaciones entre estados como enemigos son, por lo tanto, el modelo de lo político, mientras que hacia dentro lo que existe es, más que política y pluralidad, policía que asegura la unidad, siendo los disidentes no enemigos, sino criminales. En este contexto apela Schmitt a una «ética del Estado», cuyo rechazo supondría una «ética de la guerra civil» o descomposición de la unidad interna. El modelo privilegiado de este concepto de Estado es el Estado absolutista europeo, y todas sus propiedades (soberanía, representación, resolución pacífica de diferencias internas) derivan lógicamente de la esencia de lo político. Es el llamado por Schmitt Ius Publicum Europaeum. Este Estado ha tenido, históricamente (hasta el siglo XIX), el monopolio de lo político, de ahí la confusión habitual de identificar lo político con lo estatal. Pero, como hemos visto, el devenir histórico del Estado ha mostrado el desbordamiento de lo político.

Kant y Schmitt: el debate

La crítica

Schmitt se opone a la teoría del Estado de Kant en la medida en que esta entronca con la tradición liberal: encuentra en ella, como «Constitución liberal, y liberal en el sentido de la libertad burguesa, […] la más clara, definitiva expresión de estas representaciones principales de la Ilustración burguesa, hasta ahora no sustituidas por ninguna nueva fundamentación ideal». ¿Cómo entiende Schmitt el liberalismo? Para él, el liberalismo supone una política y una ética. La política liberal no existe: «nunca hay más que una crítica liberal de la política», una denegación de lo político, una neutralización de la política en favor de la ética y la economía. Ahora bien, en la medida en que el liberalismo designa con ello a un enemigo (lo político bajo su forma moderna, el Estado), podemos hablar del liberalismo como crítica política de la política, no privada de eficacia bajo las condiciones, óptimas para ella, de una economía de mercado. Este rechazo de la política va paralelo a la ética liberal, consistente en un sistema que postula al individuo, su propiedad y su libertad personal como fundamento absoluto: el liberalismo traduce una orientación, dice Schmitt, «hacia una moral individualista y, por lo tanto, de derecho privado». Más concretamente, se trata de un individualismo optimista que desprecia la política y el Estado en nombre de un ser humano bueno por naturaleza y una organización social natural, rasgo este que comparte con los anarquistas y los socialistas utópicos. Pero el pensamiento liberal es una ética, además, en su «principio general»: sea en el campo de la discusión o en el de la economía, la competición libre entre individuos acabará produciendo el fin buscado. Schmitt designa este carácter ético fundamental del liberalismo como «ética de la discusión», presentando su propio pensamiento de «una decisión a favor de lo político» como el negativo de aquel: «[…] la esperanza de que el enfrentamiento decisivo, el combate cruento de la decisión pueda transformarse en un debate parlamentario y se deje suspender eternamente por medio de una discusión eterna». El parlamentarismo (publicidad, equilibrio de poderes) es un derivado de este principio liberal general.

Aquí, el adversario al que señala Schmitt como representante del parlamentarismo liberal es Kelsen y, con él, toda la tradición kantiana. Schmitt desprecia especialmente el positivismo, al que considera una degeneración acobardada del normativismo. La idea de derechos humanos es otro de los blancos de sus críticas. Pero, además de esto, afirma Kervégan, habría que considerar al liberalismo como «un sistema metafísico, global y consecuente», y al decisionismo como «anti-tipo del pensamiento liberal», así él mismo también sustentado por una metafísica. El contenido de la metafísica liberal sería algo así como una indecisión (Unentschlossenheit) fundamental, «respecto de la cual la ética de la discusión y la publicidad es a la vez efecto y máscara», indecisión que Schmitt ve prolongada en la ética, la religión, el derecho y la política de su época. Schmitt opondría a esto una posición metafísica basada en «la radicalidad de una decisión que ninguna cadena de razones, por larga que fuese, podría fundar, ni por lo demás recusar», aplicado esto a todos los dominios del existir: «en todas partes, el hecho de la decisión importa más que su contenido».

Relacionado con esto, por supuesto, está la cuestión de cómo se piense la comunidad política. Schmitt critica al liberalismo por ser incapaz de pensar un cuerpo político más allá del contrato entre individuos de la sociedad civil. ¿Cómo queda esto en Kant? Se ha señalado que Kant elige, entre los dos sentidos posibles de comunidad, el de communio y el commercium, el segundo, el decir, el referido no a una comunidad sustancial que se sobrepone al individuo, sino a una interacción recíproca [Wechselwikung] entre individuos que son ellos mismos sustanciales. Está claro que esta visión corresponde a la anatomía de la sociedad civil moderna, a la vez liberal-democrática y de mercado.

¿Cómo entiende Schmitt el liberalismo? Para él, el liberalismo supone una política y una ética. La política liberal no existe: «nunca hay más que una crítica liberal de la política», una denegación de lo político, una neutralización de la política en favor de la ética y la economía

La asunción

Sin embargo, Schmitt asume algunos planteamientos de Kant. El texto donde mayor presencia explícita tiene Kant, publicado precisamente en Kant Studien, es Ética de Estado y Estado puralista, de 1930. En estos últimos años de la República de Weimar, Schmitt está especialmente preocupado por la situación de crisis de la institución del Estado tal y como se ha conocido en los últimos siglos de la historia europea. En su diagnóstico, la esterilidad constitutiva del Estado de derecho, empeñado en reducir la legitimidad del Estado a un sistema formal de legalidad more positivista, ha hecho fracasar los sistemas legisladores-parlamentarios, que han sucumbido al imperio del pluralismo, la policracia y el federalismo. Es un «estado social» gestor de intereses económicos, en antinomia irresoluble de lucha de clases, que interviene todos los dominios; un «régimen de partidos» que pretenden, cada uno, realizar la totalidad en sí mismo y superar el Parlamento; es, finalmente, un «estado administrativo» que transforma los medios de acción del Estado en formas burocráticas. Se anula así la distinción liberal entre el Estado y la sociedad civil: están interpenetrados. Todo esto significa que el Estado ya no es el lugar desde el que se dirime lo político, es decir: las agrupaciones centrales amigo-enemigo. Lo que vimos que Schmitt llama Estado total «por debilidad» o «cuantitativamente total», en este texto lo denomina «Estado pluralista»; ya que el Estado, en teóricos como Cole o Laski, que recogen esta situación, sería una asociación más entre otras.

El resultado es el colapso del Estado: «Cuando el ‘dios terrenal’ —el Leviatán— cae de su trono y el reino de la razón objetiva y la eticidad se vuelve un ‘magnum latrocinium’ [banda de ladrones], entonces los partidos sacrifican al poderoso Leviatán y cada uno se apropia de un trozo de carne del cuerpo que han despedazado». Y esto, continúa Schmitt, afecta también a la ética de Estado de Kant, puesto que, pese a que subordine al Estado a una norma ética, hasta ahora ha partido siempre de un presupuesto:

«[…] que el Estado es una instancia suprema y el juez que da la pauta sobre lo tuyo y lo mío exterior, mediante el cual el estado de naturaleza, que es meramente normativo y por ello carece de juez —un status justitia (más exactamente judice) vacuus, en el que cada uno es juez de sus propios asuntos—, queda superado. Sin la representación del Estado como una unidad y magnitud supremas, todos los resultados prácticos de la ética de Estado kantiana resultan inválidos y contradictorios. Esto vale del modo más claro para la doctrina del derecho a la resistencia. Pese a toda relativización del Estado mediante el derecho racional, Kant rechazó un derecho a la resistencia contra el Estado directamente a partir de la idea de la unidad del Estado».

Es decir, si bien en algunos textos subraya la vertiente liberal-individualista en la noción de Rechtstaat kantiana, Schmitt también reconoce a Kant, en tanto que mantiene la idea de soberanía del Estado, como —pese a todo— un representante de la teoría clásica del Estado. Todos los filósofos del Estado, dice Schmitt, desde Platón a Hegel, incluso con los matices de Aristóteles, han asumido la unidad del Estado como el valor supremo, sin menoscabo de la complejidad social: «La unidad del Estado siempre ha sido una unidad a partir de multiplicidades sociales»: el soberano absoluto respetaba a la Iglesia y a la familia, y hay unidad desde arriba, «dar órdenes», o desde abajo, «homogeneidad sustancial de un pueblo».

Un balance del debate

Kervégan recapitula su diagnóstico sobre la preocupación primera y fundamental en las diversas líneas que despliega el pensamiento de Schmitt con una fórmula: «[…] la de recusar el liberalismo en todas sus formas». Él entiende que el liberalismo sería para Schmitt no una doctrina política entre otras, sino «una verdadera figura del pensamiento», y por ello, un foco intelectual de reflexión, cuya crítica no deja de retomar en todas sus obras de los años 20 y 30. Lo que, en conclusión, es claro es que el problema de fondo en todo ello es para Schmitt qué se entiende por «Estado». Si se reduce el Estado a la maquinaria administrativa y burocrática de la forma concreta de los Estados absolutos de los siglos XVIII y XIX, naturalmente que eso no genera lealtad y puede ser contestado desde la ética. «Pero no se trata de la palabra, que tiene su historia y que puede dejar de ser moderna, sino de la cosa, a saber, el problema de la unidad política de un pueblo». Que el fundamento democrático del poder es irrenunciable ya es algo que Schmitt no pone en duda: «no puede haber más reyes que no sean sirvientes del pueblo». Pero lo reinterpreta como poder constituyente de unidades políticas, es decir, inequívocamente soberanas, y traslada el pluralismo hacia fuera, hacia la relación entre Estados: «La pluralidad de Estados, esto es, de unidades políticas de los distintos pueblos, es, según esto, la expresión pura de un pluralismo bien entendido». Aunque pretende que con esto recoge la comprensión moderna del Estado en general, ciertamente se desliza a posiciones más hegelianas que kantianas.

Algunos autores actuales han señalado que puede entenderse que Kant aspira, en una forma de republicanismo crítico, a un sentido de lo público, a la formación de lazos civiles que constituyan una esfera común, por lo que no podría identificarse sin más con el liberalismo, enemigo de toda forma de lo común

En lo que parece tener razón Kervégan es en que esta oposición al liberalismo recoge la diferencia específica del pensamiento de Schmitt: su fundamento absoluto, la raíz común que subyace a su concepción decisionista del derecho, a su crítica política del Estado de derecho y a su pensamiento de la historia como destino de totalización, sería el definirse por oposición a su adversario liberal: «Lo que funda la ‘decisión en favor de lo político’, o al menos la motiva, es una inversión sistemática de los valores y los principios de su adversario liberal». De este modo, Kervégan considera el pensamiento de Schmitt irremediablemente dependiente de las categorías de su adversario y, por lo tanto, carente de un fundamento propio. La lectura por parte de Kérvegan (hecha desde Hegel, ciertamente) de Schmitt le coloca como pensador del «o bien… o bien», presa de un esquema dual de la oposición ineludible, irreconciliable y (por ello), al fin y al cabo, unilateral. Este diagnóstico, de todos modos, podría ser matizado y se podría ver en Schmitt el intento de pensar una cierta «racionalidad positiva», si bien para esta empresa sería condición necesaria la confrontación con Hegel. La relación con Kant, que es lo que se ha abordado en este trabajo, sirve por el contrario para detectar el punto de fractura de Schmitt con la tradición liberal como una de las ramas constituyentes de la Modernidad, pero al mismo tiempo para ilustrar su pretensión de ser continuador de un cierto pensamiento «clásico» del Estado y de la soberanía.

Conclusiones: ¿hacia un nuevo republicanismo?

En los últimos años asistimos a una recuperación del debate sobre el concepto de republicanismo desde múltiples puntos de vista. Un denominador común a muchas de estas perspectivas es indicar el carácter maximalista de algunos planteamientos normativos y unilateralmente racionalistas del republicanismo moderno. La polémica entre Schmitt y Kant sirve para obtener algunas pistas para pensar una visión republicana de lo político como la que se reclama en los debates contemporáneos, que abandone ese maximalismo y sea capaz de pensar el vínculo político con mayor atención a lo concreto.

De este modo, recientemente la filósofa kantiana Onora O’Neill ha argumentado que existe una línea de pensamiento normativista fuertemente ingenuo, que sostiene un concepto de norma que supone sujetos o condiciones que no existen en la práctica. A esta línea sería legítimamente aplicable la crítica de Schmitt. Pero ella aboga, en cambio, por una lectura de Kant que no pierda de vista las condiciones reales, que son condiciones materiales, históricas, institucionales, etc. de implantación del derecho. Solo así podrá lograrse un derecho efectivo en una situación de fronteras nacionales porosas y, además, que no se limite a la expresión de preferencias subjetivas, muchas veces adaptadas a situaciones de privación y opresión: es lo que Elster y Nussbaum denominaron «las preferencias adaptativas». De este modo se lograría mantener un normativismo matizado, que no renuncia incluso a un cierto cosmopolitismo. Es cierto que lecturas como O’Neill solo son posibles tras una fuerte impregnación de corrientes como el feminismo, la teoría crítica, el marxismo o el constructivismo. Pero no solo. Su conclusión, que debemos «abstraer sin idealizar», como ella misma reconoce, debe mucho a la confrontación con pensadores conservadores como Burke, que critican la vacuidad de una visión idealista y descarnada del derecho, y que inspiran asimismo el planteamiento de Schmitt. Así, O’Neill es capaz de esquivar los abismos paralelos del normativismo vacío y del positivismo empirista y legitimador mediante un diálogo con el pensamiento de lo positivo, como es el pensamiento crítico social de la Modernidad tardía, pero también el de pensadores conservadores como Burke o Schmitt. He aquí una línea fructífera para pensar.

Otros autores actuales han señalado asimismo que, pese a lecturas más bien unilaterales como la que realiza Schmitt, puede entenderse que Kant aspira, en una forma de republicanismo crítico, a un sentido de lo público, a la formación de lazos civiles que constituyan una esfera común, por lo que no podría identificarse sin más con el liberalismo, enemigo de toda forma de lo común. Escribe Villacañas: «Su meta no consiste en reforzar la autorreferencialidad de la subjetividad. Al contrario, esta situación dispone a una comprensión pasional de la libertad. La crítica aspira a la configuración de un sentido común, a la configuración de un ser sensible común. Aquí el imperativo ‘sé concreto’ se aplica a la situación dada de una forma especial». En esta noción kantiana de comunidad como commercium, incluso, se recogen ecos de la koinonía aristotélica o se prefigura la Gemeinschaft del joven Marx. Si bien ciertamente la anatomía de la sociedad civil es liberal, construida desde intereses privados en comercio y antagonismo, Kant piensa también en una res publica que apunta al reino de los fines, o res publica noumenon. En efecto, la ausencia total de compromiso cívico con los asuntos comunes daría como lugar un comerciante, no un ciudadano; un lugar donde se negocia, no donde se acuerda, se discute o se gobierna. El mero planteamiento de la existencia de un Estado de derecho en Kant presupone que ha de existir en su base una «comunidad jurídica»: «En efecto, hace falta presuponer un cierto sustrato común para hacer inteligible esta máxima del Juicio, que exige ampliar o ensanchar el propio punto de vista para no restringirlo a condiciones meramente privadas y subjetivas sino, por el contrario, asumir un punto de vista universal, lo cual solo se puede lograr poniéndose en el lugar de los demás».

Sí cabría rescatar, por tanto, una cierta idea de sentido común compartido en los planteamientos de Kant. Desde aquí cabría pensar formas de «republicano plebeyo», como han tratado de desarrollar recientemente autoras como María Julia Bertomeu o Luciana Cadahia. Esto permite explorar una salida alternativa al marco moderno liberal que no conduzca a las conclusiones de la teología política schmittiana.

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