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El urgente aprecio filosófico por el amor

Si está implícitamente en el ser humano la tendencia al bien y crecer en virtud y destreza, ¿por qué no aceptar que el acto amatorio y sus intervinientes pueden y deben ser cada vez mejores? ¿Por qué la filosofía no da cuenta de los recovecos del amor? Un repaso al amor y el Eros desde Platón a Byung-Chul Han, pasando por Jean-Luc Marion.

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El amor es una dimensión humana. Sin embargo, pareciera esquivo a la filosofía. Diseño hecho a partir de dos imágenes de Ben Kerckx y de 139904 en Pixabay.

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El amor no se relega a una sola disciplina o a una sola institución, no puede reducirse únicamente al romanticismo, a la poesía o a la literatura. El amor es una dimensión humana. Sin embargo, pareciera esquivo a la filosofía, como dice el filósofo francés Jean-Luc Marion en El fenómeno erótico:

«Semejante abandono de la cuestión del amor por parte del concepto debería escandalizar, tanto más en la medida en la que la filosofía tiene su origen en el mismo amor y solo en él, ese gran dios. Nada menos que su nombre lo atestigua: amor a la sabiduría».

Acto seguido, Marion se pregunta sobre el acontecimiento de amar el conocimiento, amar conocer y amar lo aprehendido. Todo lo material e inmaterial se hace asible al hombre. Sin embargo, algunos aspectos del ser se dejan a la suerte para ser comprendidos, desvirtuados o malinterpretados, por su complejidad, por indiferencia o, como en el caso del amor, por limitarlo a la mera sensualidad.

¿Pensar algo que siempre da cuenta de ser sentido? Se siente el amor cuando llega en forma de espasmo en la panza, el beso, la caricia que emociona, el compromiso que atrae y asusta, cuando la ausencia se siente, el adiós de lo amado aniquila. Entonces, si el amor es acontecimiento, si es fundamento de todo quehacer humano, si es una dimensión primordial de la persona, ¿por qué se hace tan tedioso o incomprensible hacer de él una asignatura aprendida desde la niñez y que se testimonie en la juventud?

El amor se practica a partir de la versión repetida de lo que sucede afuera, de lo que hemos visto como espectadores o lectores, de las novelas que nos recrearon en la recurrente sentencia de «y fueron felices para siempre». Se practica con supuestos como la eternidad, la felicidad y la evidencia permanente. La psicología ya nos ha advertido sobre el estado peligroso al que conlleva idealizar al amor y al amante, la ciencia repara en el estado hormonado y enfermizo de los deslumbrados amantes que además se hace temporal, y la realidad nos habla de la inminente rutina. ¿Por qué entonces la filosofía no da cuenta de los recovecos del amor?

El tan cultural hecho del amor, del que todos nos sentimos maestros, perdedores o afortunados, además de tan deseable como la salud y la riqueza, nos da bofetadas desafiantes sobre su eternidad. No obstante, nos seguimos amando, por prestigio o miedo a la soledad; seguimos buscando para amar y/o ser solo amados. El acopio popular dice que «de amor nadie se muere», pero sí que los hemos visto a punto de dejar este mundo por su opuesto el desamor, al límite de no encontrar en la lógica una explicación, en la contrariedad por no poder hacer del otro u otra una propiedad.

En la praxis del amor a la ligera, hay una paradoja que nos pasa factura si no la conocemos antes: aprendemos de la desgracia y el fracaso amoroso, no antes de ello. Por eso, el desamor pudiera ser un estado aprovechable en la medida que permita a la razón auscultar sobre lo ocurrido. Eso es lo que llamamos experiencia. La consciencia sobre lo acaecido y el hecho de asumir objetivamente todo acontecimiento.

En El banquete, de Platón, Erixímaco propone a Fedro:

«Pienso, por lo tanto, que cada uno de nosotros debe pronunciar un discurso, de izquierda a derecha, todo lo bello que pueda resultar, y ofrecerlo en carácter de elogio de Eros».

Hay tanto que decir sobre el amor, pero no antes de su praxis, si no luego de razonar sus cuestiones, sus matices: ¿en qué consiste?, ¿a qué consecuencias conlleva?, ¿cuál es su propósito? y ¿a qué responsabilidad me atengo? Déjate dar, buen amante, una instrucción por la filosofía que pregunta desde siempre, para que al menos emitas una hipótesis del amor y otra de tu amor.

Si el amor es acontecimiento, si es fundamento de todo quehacer humano, si es una dimensión primordial de la persona, ¿por qué se hace tan tedioso o incomprensible hacer de él una asignatura aprendida desde la niñez y que se testimonie en la juventud?

Amar bien y no repetir malas historias

Si está implícitamente en el ser humano la tendencia al bien y crecer en virtud y destreza, ¿por qué no aceptar que el acto amatorio y sus intervinientes pueden y deben ser cada vez mejores? Desde luego, habrá de adquirirse una experticia en el amor, un amante que, más allá de aprender a seducir, sea capaz de entender lo que involucra decir «te amo» sosteniendo su juramento en el tiempo, la cantidad de tiempo que sea.

¿Será mejor solo sentir qué pensar? Un hedonista advenedizo se quedará en la sensación no razonada, esa que no dura y luego deja sin sabor. Entonces, planteo que es mejor pensar la sensación. Ello no es imposible; de hecho, puedo pensar un diamante y su destello (¿cómo se produce y de dónde sale su brillo?). ¿Es posible también pensar una porción de torta de chocolate? Desde luego, su sabor indescriptible entre el dulce y el amargo, su densidad y cremosidad, si me hace bien o no comerlo, si como un poco ya o todo de una vez.

Planteaba extrañeza Arthur Schopenhauer por el desdén con que la filosofía trata el amor:

«En vez de asombrarse de que un filósofo trate bien de apoderarse de esta cuestión cuyo tema parece estar reservado a todos los poetas, más bien debería sorprenderlos que un asunto que representa en la vida humana un papel tan importante no haya sido hasta ahora considerado por los filósofos y se nos presente como materia nueva […] El amor, las mujeres y la muerte».

La responsabilidad de invitar a la filosofía a las cuestiones del amor recae sobre la humanidad sensual, únicamente atenta a la sensación. Cuestiones que no empalaguen ni confiten la vida, cuestiones que pongan al amante en su sitio entendiendo el fenómeno de enamorarse y el de desenamorarse, pues los dos caminos conducen a entender de qué se trata aquello de ser exclusivo y distinto con una o varias personas. El enamorado pocas veces entiende su acontecimiento, no explica lo que siente o sintió por ese tedio de pensar lo que a veces es pulsátil y novedoso.

Ahora bien, hay que advertir que no será menester de la filosofía hacer tutoriales sobre el amor. La búsqueda de la verdad amorosa es de cada quien, según la inquietud, apetito y cuestión sobre el amor, mas nunca será un paso a paso que describa una técnica específica para seducir. La filosofía debe recuperar el aprecio por el erotismo y por una vivencia erótica que permita que el ser humano se reconozca como amante y amado y establezca la diferencia entre tantas expresiones que intentan describir el amor y no son más que denominaciones de apego y posesión. Como dice Marión, «¿’Amor’? Suena como la palabra más prostituida».

No solo no distinguimos entre fraternidad, solidaridad o caridad, sino que llamamos amor a cualquier cosa. Según la escuela lacaniana, «amar es dar lo que no se tiene a quien no lo es» y ello daría cuenta de la imperfección del amor no pensado que se practica porque sí, haciendo del pseudoamante un actor irresponsable consigo y con el otro.

La búsqueda de la verdad amorosa es de cada quien, según la inquietud, apetito y cuestión sobre el amor, mas nunca será un paso a paso que describa una técnica específica para seducir

¿Está muriendo el amor sin haber sido descubierto?

Aunque se pregone tanto, quizás estamos en el preludio que menosprecie la esencialidad de Eros. Si la filosofía no alude a conocer la verdad sobre el amor (sobre tu amor y ese amor), hay más posibilidad de que el concepto se pierda luego de no pensarse, sentirse ni celebrarse como dimensión humana.

En La agonía del Eros, dice Byung-Chul Han:

«El amor, entendido en el sentido fuerte que una larga tradición histórica le otorga, está amenazado, tal vez muerto o en todo caso enfermo».

Si relegamos el amor a la pareja, es decir, al amor de alcoba, pudiéramos decir que este modelo está en crisis. Pero ni siquiera por el amor como tal, sino por la falta del amor propio del que se ha hablado vagamente y hasta confundido con la egolatría y la vanidad. Amarse para salir a amar está bien, pero solo amarse para encapsularse es un sinsentido que no cumple con el principal objetivo del amor de salir, asomarse, incidir afuera con lo que se tiene concebido adentro.

Quizás se esté deformando su concepto y praxis, pero aun y con ello queda el intento y la necesidad de aprender a amar. Ojalá fuera una «urgencia de aprender a pensar el amor». Agrega Byung-Chul Han que «no solo el exceso de oferta de otros conduce a la crisis del amor, sino también la erosión del otro, que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida y va unida a un excesivo narcisismo de la propia mismidad». Un planteamiento estremecedor expone que el amor «no existe»: desde luego, existen los amantes, que lo hacen existir en la medida que sepan de lo que hablan y practican. Hacer existir el buen amor es menester del ser humano y digo «buen amor» en la medida de que este sea bello, virtuoso y pensado.

Amarse para salir a amar está bien, pero solo amarse para encapsularse es un sinsentido que no cumple con el principal objetivo del amor de salir, asomarse, incidir afuera con lo que se tiene concebido adentro

La apología actual del amor propio

Muchos como Marion descartan el amor propio como posibilidad o al menos no le dan tanta preponderancia. Para Marion es casi imposible la reducción al amor propio, dado que espacialmente el amor exige un aquí y un allá y que el amor a sí mismo solo supondría un aquí que no admite preguntarse: ¿me aman?, ¿quién?, ¿desde dónde? La «reducción erótica», en palabras de Marion, es inquietante, pero no del todo convencible.

Por el contrario, el personalismo habla de la donación y plantea la simultaneidad de reconocerse, para, al mismo tiempo, reconocer al otro que es tan igual como yo, es decir, mi valoración es un requisito y estado simultáneo (no necesariamente previo) a amar al otro. Es fundamental y primordial la cuestión posmoderna en cuanto a que si no me amo, ¿de qué amor daré cuenta en el intento de amar a otro?

No se hace peligroso el ejercicio actual de la autoayuda que se aproxima a la consideración propia y a la valoración del ser por sí mismo, no es una simbiosis intrascendente siquiera que la automotivación allana el camino que puede haber olvidado la filosofía, así sea a priori. Amarse a sí va de la mano de la imperante súplica filosófica de «conócete a ti mismo» y, sin duda, hay que amar el conocernos.

Es fundamental y primordial la cuestión posmoderna en cuanto a que si no me amo, ¿de qué amor daré cuenta en el intento de amar a otro?

Si nosotros no hablamos del Eros, ¿quién lo hará?

El amor se testimonia, al menos el buen amor, ese después de pensado y aunque haya sido celebrado inicialmente sin consciencia y trascendencia, sino con la sed de la mera sensualidad. El testimonio amoroso requiere de una buena escuela con destacados y profundos maestros, que bien pudieran ser el hogar, la concurrencia en los sitios culturales o las instituciones que se avoquen al ejercicio de lo ontológico.

El aprendiz del amor no será luego un inconsciente difusor de un precepto no practicado y mucho menos de una experiencia no razonada. El buen amante dirá: «Sé de lo que hablo y lo que hago cuando amo, porque le conozco y amo lo conocido en la misma medida de que lo comprendo». Como dijo Alcibíades en El banquete, «lo cual a ti te digo Agatón, para que no te dejes engañar por este hombre [Sócrates], sino que, instruido por nuestra experiencia, tengas precaución y no aprendas, según el refrán, como un necio, por experiencia propia».

Tenido en cuenta lo anterior, no seamos entonces necios y, a sabiendas de que la filosofía permite auscultar el amor, terminemos siendo indiferentes y presos solo de la práctica, del ensayo, del error. Vengan, pues, los que aman el conocimiento a dedicar buena parte de su quehacer, a pensar y enseñar sobre el amor, los amantes, los amables y el fenómeno erótico que no se hace ajeno o perjudicial al hombre; aprendan y enseñen de amor, del bueno, bello y virtuoso amor, sea padre, hijo, sabio, filósofo, plebeyo, ministro o feligrés; siempre demos testimonio y hagamos que el amor exista.

Sobre el autor

Sergio Molina, de Medellín (Colombia), es doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB), investigador posdoctoral en la Universidad Pontificia de Salamanca, en la Universidad Autónoma de Madrid y en la UPB. Miembro del grupo de investigación Epimeleia, es autor de dos libros: Razonamórate. La importancia de pensar el amor y Me voy, y columnista habitual en diarios de Colombia.

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