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F+ Víctimas y sus reivindicaciones: motor del cambio social

La queja es un elemento indispensable para las sociedades. Las víctimas que alzan su voz ante la injusticia y proclaman sus reivindicaciones son en muchas ocasiones el motor que ha hecho que las sociedades avancen, el que ha propiciado el cambio social, poniendo en demasiados casos su vida en riesgo... hasta perderla incluso. Por eso generaciones posteriores estamos y estarán tan en deuda con las luchas y los pasos que otros dieron antes y tan agradecidos a su valentía y a las victorias que lograron.

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Este es un reconocimiento a las víctimas, a todas las víctimas –aunque algunas no aparezcan explícitamente en el texto–, que con su dolor, su presencia, su testimonio y sus reivindicaciones han conseguido y siguen consiguiendo que el sistema reaccione y vaya aplicando nuevas medidas para intentar evitar que se produzcan casos similares. © Ana Yael

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Ella no lo sabía en aquel momento ni llegó a saberlo nunca. No tuvo oportunidad. Puede que su intención ese día ni siquiera fuera hacer reivindicaciones generales; solo quizá una personal: que su exmarido la dejara vivir. O simplemente contaba, se desahogaba. Pero cuando Ana Orantes dio el paso para hablar públicamente del maltrato continuado al que la había sometido su pareja durante 40 años, abría los ojos a toda la sociedad española, y a las mujeres víctimas, la puerta de la lucha contra ese horror. Ella nos trajo hasta aquí, aunque no fuera consciente de ello y aunque le costara la vida. Y consiguió mucho, a pesar de que, con los años que han transcurrido, veintiuno, los datos sigan siendo terribles.

El caso de Ana Orantes fue el punto de inflexión en la percepción del maltrato machista y de sus víctimas en España. La vida de esta mujer de Granada junto a su marido fue un infierno. Y eso mismo fue su muerte, un asesinato que, por mucho tiempo que pase, eriza la piel de cualquiera solo con recordarlo. Y lo recordamos bien. Su marido la golpeó salvajemente y luego le prendió fuego. Ella lo había denunciado varias veces, pero las denuncias no sirvieron para protegerla de su asesino. La sentencia la obligó a vivir junto a él a pesar de estar separados. A convivir, en la misma casa, uno en el piso de abajo, otra en el de arriba con sus hijos, solo unas escaleras de por medio. Estamos hablando de finales de la década de los 90, una época en la que había que tener mucha valentía para atreverte a contar y más aún a denunciar. Porque sí, hablamos de ayer mismo, pero entonces no había el rechazo social ni el apoyo a estas víctimas que hay ahora; las mujeres que sufrían maltrato eran vistas –si acaso se las miraba– incluso con cierta vergüenza por parte de la propia familia. El «son cosas íntimas de pareja y ahí yo no me meto» era la tónica general. Si alguien veía o escuchaba, callaba. Silencio, a ver si lo que no se nombra no existe. Era 1997 y el terrible asesinato de Ana Orantes cambió la visión de la sociedad sobre la violencia machista.

Contra la violencia y la bestialidad, educación… ¿y algo más?

En febrero de 2008, el profesor Emilio Lledó daba una conferencia en Sevilla, en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros. En su ponencia Respondiendo a qué cabe esperar decía: «A pesar de las tecnologías, a pesar del desarrollo enorme de nuestra civilización con contradicciones feroces, veo en el periódico la violencia y la bestialidad (…) Me cuesta trabajo volver a la serenidad, a la tranquilidad, a la teoría de los filósofos que soñaron algo donde estas actitudes negativas no fueran posibles. A pesar de la infelicidad que nos rodea, no debemos renunciar a la lucha del ser humano que habla, que ama y que cree en la solidaridad y en la justicia (…) No podemos dejar de poner el oído a esa música, porque el día que no la oigamos no merecerá la pena vivir».

Reflexiones sobre la esperanza, sobre la vida, sobre la superación del mal. «Hay un dicho que dice: ‘Mientras hay vida hay esperanza’. Y pensaba –decía Lledó– qué es esto de esperanza. Quizá hay que invertir los términos y decir: ‘Mientras hay esperanza hay vida’, mientras seamos animales que hablan en libertad». Y en aquel foro andaluz regresó Emilio Lledó una vez más al origen donde él sitúa prácticamente todo: la educación y su poder. «Sin la educación, sin la lucha por unos determinados ideales, no es posible salir de esa violencia originaria de nuestros instintos. Aunque buscamos el equilibrio, el conocimiento y la verdad, lo que hay en nosotros es una mezcla de pasiones, deseos, gozos, alegrías y temores. La lucha por esa educación es un resultado de compaginar esas pasiones, deseos, gozos, alegrías y temores», dijo.

«A pesar de las tecnologías, del desarrollo enorme de nuestra civilización con contradicciones feroces, veo en el periódico la violencia y la bestialidad (…) Me cuesta trabajo volver a la serenidad, a la teoría de los filósofos que soñaron algo donde estas actitudes negativas no fueran posibles». Lledó

La educación como fuerza del crecimiento personal. La educación como base de la formación del ser humano. La educación para conseguir que deje de haber víctimas de toda violencia, también de la violencia machista. La educación como herramienta vital para luchar contra el machismo y sus agresiones.

Un problema de todos que hay que resolver entre todos

El gran salto para empezar a ocuparnos como sociedad de las mujeres maltratadas como víctimas fue el hecho de pasar a considerar el maltrato «doméstico» un asunto de la comunidad, público, de todos, no individual ni ceñido al ámbito privado. La muerte de Ana Orantes, decíamos, fue el clic que hizo cambiar la mentalidad de toda la sociedad. «No guantás, palizas me daba. Paliza sobre paliza. Me escupía a la cara. Me cogía de los pelos y me ponía contra la pared. Me golpeaba la cara». Este era el relato que la propia Orantes hacía de su vida el 4 de diciembre de 1997 en el programa de Canal Sur De tarde en tarde. Cuesta solo leerlo, pero para afrontar los problemas hay que hablar de ellos, así que es necesario escuchar a las víctimas con todo su desgarro y su dolor, aunque hiera, porque molestando, incomodando, revolviendo las tripas es como las reivindicaciones acaban dando sus frutos y terminan convertidas en leyes y acciones concretas para evitar y proteger a las víctimas. «Yo no podía respirar, yo no podía hablar porque yo no sabía hablar, porque yo era un bulto, como él decía, yo no valía un duro. Yo le tenía miedo, le tenía horror. Era pensar que eran las 10 de la noche y no había venido de trabajar, y ya estaba temblando como una niña chica. Llegaba borracho y me daba una paliza». La primera bofetada se la dio tres meses después de casarse. «Creí que me había roto la cara». Luego vinieron miles de bofetadas y palizas más. El día que contaba su infierno en televisión, a Ana le quedaban 13 días de vida. El 17 de diciembre, su exmarido la arrastró hasta el patio de su casa en Cúllar Vega, Granada. Allí la golpeó hasta dejarla casi inconsciente, la ató a una silla, la roció con gasolina y le prendió fuego. Su exmarido huyó mientras ella ardía. Uno de sus hijos, de 14 años, volvía en ese momento del colegio; fue él quien avisó a los vecinos y a la Guardia Civil. Su historia, muy mediática, fue la primera que dio visibilidad social al drama de las víctimas de la violencia machista. Dos años después de su asesinato comenzaban los cambios: primero se estudió la reforma del Código Penal español; se estableció la orden de alejamiento y que el maltrato psicológico también es delito; y el proceso terminó con la aprobación de todos los partidos políticos, en diciembre de 2004, de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.

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