Cuando éramos estudiantes universitarios, algunos amigos de distintas carreras, un biólogo, un psicólogo, un ingeniero y un estudiante de literatura, profesionistas* en potencia, quizá aún sin título pero con la mirada puesta en lograr, por todos los medios, acabar nuestra licenciatura, nos reuníamos a leer. Habíamos formado un tipo de club académico que mezclaba perfectamente la ilusión de aprender algo nuevo con el recreo de discutirlo sin método, con apasionada libertad, aunque eso sí, bajo una sola exigencia, la de llevar siempre un texto propio, el cual se defendía ante nuestro grupo. La dinámica era sencilla: una semana antes se proponía una obra ligera, como alguna novelita, un caso de psicoanálisis o una serie de poemas, de la cual habría de escribirse algo de nuestra autoría para ser expuesto la siguiente sesión.
Nuestro club no tenía ninguna pretensión más allá de sus propias reglas, era una sesión dedicada al mero placer de aprender cosas que no nos mostraban en nuestras universidades. El único objetivo era disfrutar el camino, sin llegar a ningún lugar, la recreación desinteresada del saber por el saber, más allá de cualquier demostración pública de que “sabíamos”. La idea era cultivarse en algo nuevo, escribir al respecto y sentir que lo aprendido se iría a dormir con nosotros esa noche, quizá con la ilusión de que al fin soñaríamos con Ana O.
«Un grupo de estudiantes nos reuníamos a leer. Habíamos formado un club académico que mezclaba la ilusión de aprender algo nuevo con el recreo de discutirlo sin método, con apasionada libertad»
PUBLICIDAD
Pasados los años, sin excepción, todos mis amigos del club están cursando sus posgrados, la oportunidad de alargar nuestra experiencia como estudiantes (gracias al destino, el esfuerzo propio y las nada desdeñables becas para hacerlo) nos fue dada casi inmediatamente al egresar de la licenciatura. No sé si hemos ido en ascenso o en inevitable caída, pero al menos la dinámica de lo aprendido y la forma de aplicarlo ha cambiado. He querido convencerme de que no hemos sido nosotros los que hemos cambiado en esencia (o al menos eso quisiera creer), sino el medio y la densa atmósfera en la que despiertas después de terminar un posgrado. Un tipo de peso reflexivo te invade, a la par que una desgarradora angustia que te orilla a preguntarte, obsesivamente, una y otra vez, por largos segundos que se convierten en días de ocio, si realmente te sirvió de algo la universidad.
Pero ¿qué cambió?
Quizá nuestras aspiraciones dieron un giro un poco antes o después de entrar al posgrado. Mientras que en las reuniones sólo deseábamos tener una idea desinteresada de muchos temas, algo así como aspirar a una cultura auténtica, en la universidad y la maestría y el doctorado, ese saber por el mero gusto de saber, se convirtió más bien en un estricto medio para llegar a un fin muy concreto: obtener un título y posteriormente, utilizar lo aprendido para encontrar un trabajo.
El orgullo de ser inútiles pero aspirar a una cultura íntima, sustentada en intereses propios y nunca impuestos por una escuela, se rompió desde la primera vez que egresamos de la licenciatura y la melancolía se agudizó al seguir estudiando en una institución. La libertad de la sabiduría por la sabiduría no regresaría a nuestras vidas nunca más. El esfuerzo por hacer méritos para insertarnos en el despiadado y competitivo campo laboral, en el sueño académico, vino a romper con aquella ingenua ilusión de leer y escribir sólo de lo que nos interesaba, y de lo que nosotros considerábamos “la verdadera cultura”. Comenzaría entonces nuestra insersión en la cultura del paper y la tesis restringida a un marco teórico y a una exposición acartonada.
«Ese saber por el mero gusto de saber se convirtió en un estricto medio para llegar a un fin concreto: obtener un título y utilizar lo aprendido para encontrar un trabajo»
Nietzsche, en 1872, a la corta edad de veintisiete años, dictaba una serie de conferencias en Basilea llamadas Sobre el porvenir de nuestras escuelas. A pesar de su innegable genialidad, la cual era más notable que la de muchos contemporáneos suyos, el filósofo se sentía triste, aplastado el compromiso de tener que trabajar en una universidad para sobrevivir, labor que él padecía como un evento trágico, porque violentaba sus principios auténticos de convertirse en un filósofo que habría de vivir para la filosofía y no de la filosofía.
Las conferencias se iban tejiendo en un tono nostálgico, los escuchas de aquella época como los posibles lectores de este siglo encontrarán un dilema compartido: ¿sirve de algo ir a la escuela?, ¿lo que se aprende en la escuela es lo que debería enseñarse? Nietzsche contrapone la cultura auténtica a la cultura promovida por el estado, o mejor dicho, por las escuelas. Esta cultura inauténtica, que desde la denuncia nietzscheana hasta nuestros días se funda en la necesidad y la neurosis de hacer a los alumnos y futuros profesionistas*, útiles a la sociedad, eficientes, pero sin criterio.
Esta cultura de estado que incluso en esta centuria aún se defiende en las universidades, donde el objetivo último de la educación es la ganancia, pero ganancia en todos los aspectos, tanto monetaria, como política. Porque las universidades son también medios para legitimar un gobierno, un nuevo proyecto de eficiencia terminal, favorecer a un grupo concreto, o fundar una estadística, pero muy pocas veces sirven para legitimar de forma transparente y sincera la sabiduría, la creatividad y la capacidad de un alumno. Esta educación actual, que tiende a basarse en una tecnocracia más que en una formación integral, quizá humanista y ética del estudiante, es la muestra clara de esta doble apariencia o doble moral de la educación actual, la cual Nietzsche reconocía desde hace muchos años.
«¿Sirve de algo ir a la escuela? ¿Lo que se aprende en la escuela es lo que debería enseñarse?»
Y no es que la universidad agote la posibilidad de tener una sabiduría auténtica, pero si uno no se toma la labor en serio, puede llegar a convertirse en una víctima de la hiperespecialización, o mejor dicho, del aniquilamiento paulatino y silencioso de la cultura. Porque la tendencia actual de la educación obliga al profesionista*, o científico, que desee producir algo en su campo “y tenga buenas dotes aunque no sean excepcionales», a dedicarse a una rama completamente especializada, y permanecer, en cambio, indiferente a todas las demás. De este peligro intentábamos librarnos en aquel club de juventud: queríamos leer de todo, para ir menguando el grado de miopía, que incluso algunos profesores de la universidad nos habían provocado.
No sé si Nietzsche tenía la autoridad moral de quejarse al respecto de la universidad, habiendo ido antes a una, o si yo pudiera hacer algo parecido, pero más que preguntarnos por la “utilidad” de ir a la universidad, resulta más importante preguntarnos por los contenidos, que irremediablemente tuvimos que “aprender” estando en dicha institución, para no confundir calidad con cantidad, y sobre todo, no caer en la engañosa necesidad de sentirnos sabios tan sólo por haber aprendido los temas básicos de una licenciatura e incluso de un posgrado. El filósofo alemán insiste en el tono autodidacta e íntimo que habrá de ejercitar un estudiante para tener una real apropiación de la cultura.
Siempre tengo nostalgia del pasado, de mi club académico y de la intimidad real y transparente con la que discutíamos tópicos que nos parecían relevantes. Extraño la honestidad de leer un libro desinteresadamente, de estudiar algo sin verlo siempre como medio para un fin, o como confesaba Nietzsche en su primera conferencia, “de no haber pensado en la llamada profesión, ni en la explotación casi sistemática, de esos años por parte del estado (o de la universidad) que quiere formar lo antes posible a empleados útiles y asegurarse de su docilidad incondicional”.
«Extraño la honestidad de leer un libro desinteresadamente, de estudiar algo sin verlo siempre como medio para un fin»
Extraño la libertad que sentía al no tener que preocuparme por trabajar y seguir un tipo de ética individual guiada por la transparencia de mis reflexiones. Ahora sólo queda la represión de mis pensamientos y necesidades más originarias, en aras de insertarme en un ambiente académico o laboral ajeno a mi estoica moral. Sólo me queda el in-sincero propósito de conseguir rápidos avances y de recorrer una veloz carrera, obsesionada con una sola meta, una tan difícil y tan lejana, que no hay tiempo para disfrutar el camino.
También mis amigos del club están en esta neurótica corrida, donde sólo queda pensar desde la estrategia más pragmática posible: cómo sobrevivir. Y si alguno, por romántico, deseará permanecer ajeno a las exigencias actuales de la profesión, en esta “época en que, al parecer, sería la única persona libre en una realidad de empleados y servidores, no podría más que pagar esa grandiosa ilusión con tormentos y dudas que se renuevan continuamente”, porque casi nadie puede, por mucho que lo desee, despegarse por entero de los designios de un siglo mecánico, artificial y vacío como lo es el nuestro, donde el dinero y los grados académicos dicen quién eres y cuánto vales.
*Profesionista (profesional), término utilizado en México.
Deja un comentario