Suscríbete

F+ Aristóteles: el ágora, la ficción y la poética

La poética emerge de la naturaleza del ser humano como ser que se piensa a sí mismo y se narra. Para Aristóteles, la comunidad que se establece en el ágora nos permite aproximarnos a este elemento constitutivo de lo que somos.

0 comentarios

El estudio de la poética le sirve a Aristóteles para abordar la dimensión ficcional del ser humano. Ilustración de Aristóteles de Inés García Soria.

El estudio de la poética le sirve a Aristóteles para abordar la dimensión ficcional del ser humano. Ilustración de Aristóteles de Inés García Soria.

0 comentarios

Pensar el ágora

Empecemos por el ágora (como si acabáramos de llegar). Imagina que la filosofía pudiera decirse en un puñado de gestos; ahora imagina que su tono, su tempo y su talante, su compromiso vital y sus riesgos se revelaran, por un instante, en un movimiento del cuerpo o en una mueca, en un brinco de baile o en el abrazo, el susto y la carcajada.

Pienso mucho en Aristóteles. Me pregunto cómo serían su voz, su barba y su estatura; si movería las manos al hablar o si le gustaría canturrear durante largos paseos solitarios. ¿Cruzaba las piernas al sentarse? ¿Terrores nocturnos? ¿Secretos? ¿Mal aliento? Me lo imagino leyendo un ejemplar enrollado de la Ilíada y me pregunto si sonreiría de vez en cuando o si jugaría con sus hijos en el patio trasero de la casa.

También me lo imagino de niño y, entonces, como de bruces, me asombra que todos estos personajes hayan sido infantes alguna vez. ¿No es increíble? Hasta Descartes, creo, tuvo su infancia. Pero estoy divagando.

Decía: ¿podemos imaginar un conjunto de gestos y situaciones para una propuesta filosófica como la de Aristóteles? Le hemos visto en el infierno, sereno y silente, apoltronado sobre una cátedra en mitad de filosófica familia; le hemos visto entrar en la Academia con diecisiete años y escuchar en silencio las lecciones del maestro antes de «cocearle» con sus críticas y sus preguntas; le hemos visto, en fin, acuclillado en la Isla de Lesbos mientras observa el movimiento de una lombriz, inclinado sobre su mesa de trabajo antes de diseccionar un cangrejo o rodeado de un grupo de pescadores durante una conversación vespertina a orillas del Egeo.

¿Qué nos falta? Nos falta ciudad, por supuesto; nos falta prestar atención a los gestos de Aristóteles en el espacio público de Atenas y, en concreto, en el ágora y en el teatro.

No es poca cosa, Atenas, una ciudad democrática en la que los ciudadanos (ni mujeres ni esclavos ni extranjeros residentes, sino varones con el servicio militar cumplido que, además, debían ser hijos de padre y madre atenienses) gozaban de una serie de derechos y de privilegios que aún hoy sentimos como propios: igualdad ante la ley (isonomía), igualdad de derechos para acceder a cargos públicos y participar del gobierno de lo común (isotimía) y, por supuesto, igualdad de palabra, es decir: el derecho de todo ciudadano a expresar, articular y defender libremente en asamblea una opinión sobre los asuntos que conciernen a la comunidad (isegoría).

Para seguir leyendo este artículo, inicia sesión o suscríbete

Deja un comentario