Estética y emancipación: hacia una teoría del arte de lo común es la última novedad de la editorial Libargo. Su autor, Javier Correa, se atreve a desmantelar el Arte, en mayúsculas, tal y como lo conocemos, para apostar por un modelo nuevo que se acerque verdaderamente a la humanidad y logre, por fin, emanciparnos.
Por Mercedes López Mateo
¿Se puede crear hoy arte en libertad? ¿Quién necesitaría todavía emanciparse? ¿El arte o nosotros, sus creadores y espectadores? Para Javier Correa (Madrid, 1995), su autor, joven filósofo, la respuesta es: «Ambos». Es más, para él, el primero es la vía de emancipación de los segundos. Así, este libro nace de una intuición: la posibilidad «de un arte al servicio de la emancipación».
Siempre se ha entendido la esencia del arte como ese reflejo capaz de mostrar la naturaleza de su creador, el ser humano. Sin embargo, detrás de todos sus ensimismamientos, clausuras en museos de alta exclusividad y especulación dentro del modelo económico capitalista, el arte parece haber perdido su razón de ser o, al menos, olvidado el potencial que antes poseía.
Por ello, Correa defiende que «el arte no es un qué, sino que es un cómo, el arte radical no es un re-presentar, sino que es un hacer». Ese hacer al que aspira en este texto es un horizonte de mayor justicia, democracia y creación de nuevas identidades en contraposición a la tradicional actitud pasiva de un arte supuestamente neutral y autónomo frente a la política, la ética o cualquier otra dimensión humana. A todo este quehacer aspira desde lo que ha denominado «arte de lo común».
Con un lenguaje familiar y un estilo muy amable, primero Correa habitúa al lector a la metodología que emplea a lo largo del libro: la estética modal de Jordi Claramonte. En pocas páginas y gracias a un sinfín de acertados ejemplos muy visuales, consigue que nos adaptemos a sus conceptos estéticos para que nadie se pierda durante el viaje. Desde un inicio demuestra que la ausencia de bagaje previo en los círculos estetas no impide a nadie participar en la pregunta por un arte emancipador.
Detrás de todos sus ensimismamientos, clausuras en museos de alta exclusividad y especulación dentro del modelo económico capitalista, el arte parece haber perdido su razón de ser o, al menos, olvidado el potencial que antes poseía
Categorías de lo común
Antes de adentrarse en las prácticas que darían nombre a ese «arte de lo común», explora dos categorías centrales para su tesis: el espacio y lo común (diferenciándolo del procomún, más conocido en su concepto anglosajón commons). Correa se basa en los estudios de Lefebvre sobre el espacio, entendiendo que el espacio (social) es un producto (social). Frente a la comprensión habitual del espacio concebido como un receptáculo a rellenar, preexistente, plantea:
Todo espacio, en tanto imbricado en las relaciones sociales y de poder, ha sido formado en ese marco de condicionantes sociales y por eso está contaminado, condicionado, por ello. Es producido por alguien que impregna su ideología y convierte así al espacio en un producto un tanto especial.
De esta manera, explica que no hay una única ciudad, sino que existen multitud de espacios distintos dentro de ella, cada uno producto de los diferentes tipos de creencias e ideologías que, en diálogo tensional, conforman esa ciudad. «En cuanto nos sacudimos el neutralismo liberal, la ciudad parece otra». En toda producción de espacio, hay un componente político. Sin embargo, apunta que esto no debe resultarnos tedioso o una desgracia para nuestra visión del espacio. No nos debe llevar «a una sensación de que los problemas se multiplican sino a una esperanza aún no frustrada, como diría Bloch».
Al igual que las «revoluciones de las plazas», como la del 15M, permitieron pensar el espacio público como algo más que «un espacio de paso, privado y anónimo», es decir, subvirtieron —en mayor o menor medida— las relaciones de poder que el espacio producido reflejaba, el arte de lo común tiene el mismo fin. Si bien toda práctica artística produce un espacio, el arte de lo común busca en concreto alterar el que se había tomado como fijo. «Es decir, el espacio ya no como medio a otra cosa, sino el espacio muchas veces como obra, el espacio como fin».
«En cuanto nos sacudimos el neutralismo liberal, la ciudad parece otra»
No obstante, lo que Correa quiere definir mediante «espacios de lo común» no se limita a lo que podríamos entender coloquialmente, es decir, un espacio público, compartido por todos en contraposición a lo privado. Por el contrario, esta idea de «lo común» se encuentra estrechamente ligada con un horizonte de justicia a perseguir. Aquí Correa sigue la línea de Nancy Fraser, por lo que se trata tanto de una justicia distributiva —en términos económicos— como de una justicia de reconocimiento identitario.
«Participar en estos espacios comunes no es un paréntesis en la vida individual, es una nueva forma de vivirla». Con ello, su autor apunta hacia espacios cuyas normas naden a contracorriente de las del mercado, es decir, que no se rijan por la individualidad, ni por la acumulación de riqueza, la propiedad privada o la desigualdad estructural. En consecuencia, de estos espacios debe nacer «una comunidad, en tanto nuevo plano común, absolutamente distinto a la agrupación, a la sumatoria, de sus individuos componentes». Así comienza el proceso de crear poder comunitario desde el arte.
El arte de lo común
Un matiz muy interesante que explica Correa es el papel del artista, al que denomina «padre-genio-artista» debido a «la idea de que hay un hombre que en su cabeza concibe por obra y gracia de la creatividad el Arte en sí mismo y lo plasma por un don divino en un cuadro». A diferencia de esta actitud del artista en la tradición a la que estamos acostumbrados, en el arte de lo común el artista debe morir para ceder su espacio a la comunidad. A la hora de crear nuevos espacios que se organicen desde la justicia y la democracia, la individualidad del artista no tiene cabida. Si se quieren generar nuevas identidades y relaciones en una nueva comunidad horizontal, explica Correa, el artista no puede ocupar una posición de poder como lo hace un maestro en la tarima de una clase.
Pero la mayor disrupción respecto a nuestras concepciones clásicas de lo que significa el arte llega cuando Correa explica que la obra no puede verse, que la materialidad no es lo central, sino el proceso de creación y la comunidad a la que da lugar. Ante esta idea tan compleja de asimilar en la trayectoria artística a la que estamos a costumbrados, nos plantea preguntas tan interesantes como las siguientes: «¿Por qué tienen los profesionales del arte ese afán por conservar, mantener, su legado? ¿Es otro miedo del padre-artista que ni muere ni deja morir? ¿O es acaso cosa de la cadena de producción mercantil que ve una pérdida de dinero en la pérdida de la obra?».
Si se quieren generar nuevas identidades y relaciones en una nueva comunidad horizontal, explica Correa, el artista no puede ocupar una posición de poder como lo hace un maestro en la tarima de una clase
A estas alturas del libro, el autor es consciente de que su propuesta sigue siendo demasiado abstracta para la extremada concreción material que su modelo persigue. Por esa razón, dedica un importante espacio a presentar ejemplos de prácticas similares a su arte de lo común pero que, por unas u otras divergencias, no terminan de encajar en él. A mi parecer, la mejor definición que nos concede de las prácticas que sí podrían incluirse es la siguiente: «Su principal objetivo es abrir un abanico de representaciones del espacio de tal manera que las posibilidades se expandan y permitan florecer de él nuevas relaciones significantes bajo un prisma de redistribución, reconocimiento y democracia radical».
En definitiva, el arte de lo común es una apuesta por el potencial transformador que tiene el arte en la sociedad para conducirnos hacia un horizonte emancipador, donde prime la comunidad y la justicia. Retomando la pregunta inicial, el arte solo puede ser libre para este filósofo madrileño cuando, en lugar de re-presentar, de reproducir, construye contrapoder comunitario.
Correa termina el libro tanteando tres casos prácticos que ayudan a terminar de entender a qué quiere hacer referencia con el arte de lo común. El grafiti, el colectivo de arte urbano Boa Mistura y el centro social de La Tabacalera, todos ellos cuentan con elementos del arte de lo común, pero no terminan de encajar por completo en el modelo formal al que Correa aspira. Considero, no obstante, que la falta de ejemplos perfectos que sirvan de apoyo no va en detrimento de una tesis que mira hacia el futuro. En muchas ocasiones, lo más honesto que puede hacer la filosofía es limitarse a esos tanteos.
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