En 2021 se conmemora el 200 aniversario del nacimiento de dos genios literarios a los que también puede catalogarse como pensadores. Charles Baudelaire y Fiódor Dostoyevski nacieron en 1821 y su influencia literaria y filosófica puede rastrearse hasta nuestros días. En este dosier, indagamos algunos puntos de sus obras que nos conducen hasta una de las semillas que más fructificaron en el pensamiento de ambos escritores: el asombro ante la existencia del mal.
Baudelaire: habitar la paradoja
«La vida no posee más que un encanto verdadero: el encanto del juego. Pero ¿y si nos resulta indiferente ganar o perder?», escribía Charles Baudelaire (1821-1867) en uno de sus fragmentos más personales y elocuentes, perteneciente a Mi corazón al desnudo. La existencia humana se da en un constante e inevitable juego entre luces y sombras: el bien y el mal, la santidad y la voluptuosidad, el ascetismo y la concupiscencia, Dios y Satán. El propio Baudelaire así lo expuso, con su característica prosa, tan contundente y sin tapujos: «Existen en todo hombre, y a todas horas, dos postulaciones simultáneas: una hacia Dios y otra hacia Satán. La invocación a Dios, o espiritualidad, es un deseo de ascender de grado; la de Satán, o animalidad, es un gozo de rebajarse».
En Baudelaire encontramos un continuo contraste de claroscuros entre una conciencia atormentada y la sublimidad procurada por la voluntad de arte. En términos biográficos, esta característica se tradujo en una temprana rebelión contra las costumbres y valores establecidos, que dieron como resultado Las flores del mal, en 1857, obra por la que el autor francés fue inmediatamente catalogado como inadecuado e inmoral. Las consecuencias no se hicieron esperar: Baudelaire fue multado y se le obligó a que retirara algunos de los poemas publicados de la edición original. La sociedad de la época, cada vez más aburguesada y acomodada, no consentía las derivas rebeldes que pudieran atentar contra el statu quo.
De este modo, Baudelaire solo tuvo un camino por el que transitar: declararse un apátrida moral que abogaba por el no-conformismo, por mucho que se le condenara como un réprobo social, y asumir el papel de dandi al servicio del arte. Ya había escrito el autor francés que «los pueblos adoran la autoridad» y se había referido al «placer de sumergirse en la masa», «expresión misteriosa del goce de la multiplicación del número». El auge de las grandes ciudades, atestadas de individuos y reconfiguradas para alejar cada vez más los núcleos urbanos de los rurales, hicieron honda mella en la conciencia melancólica de Baudelaire, que veía en tales cambios una suerte de panteísmo: «Yo soy todos. Todos, soy yo. Torbellino».

La publicación de Las flores del mal fue el hito más importante de su vida como poeta, a causa del juicio y condena que tuvo que sufrir ya en vida, y que provocó fuertes enfrentamientos entre su conciencia artística y su propio tiempo, su ciudad y todo su país. Fue un libro imaginado, a su juicio, como un «diccionario de crímenes y melancolías» en el que quedaban retratadas las miserias y sufrimientos del individuo moderno. ¿Cómo habitar un mundo en el que uno se siente extranjero? Tal fue una de las primeras preguntas que se hizo el poeta parisiense.
El ser humano contiene, en su esencia, una desgarradura, vive en situación de desgarramiento. Somos el ser desquiciado por naturaleza, siempre en busca de su lugar, de su sitio adecuado entre el bestialismo y la pureza. Como escribe Marcel Raymond (De Baudelaire al surrealismo), «dividido entre el deseo de elevarse hasta la contemplación de ‘los tronos y las dominaciones’ y la necesidad de saborear los zumos espesos del pecado, alternativamente y a veces simultáneamente atraído y rechazado por los extremos —ya que el amor atrae al odio y se nutre de él—, el hombre, presa de esa cruel ambivalencia afectiva, acaba por inmovilizarse». Un carácter tan paradójico como mistérico que queda perfectamente expresado en el poema El hombre y el mar, de Las flores del mal:
«Hombre libre, ¡siempre querrás al mar!
El mar es tu espejo; contemplas tu alma
en el desarrollo infinito de su oleaje,
y tu espíritu no es un abismo menos amargo.
Te agrada sumergirte en el seno de tu imagen;
lo abrazas con los ojos y los brazos, y tu corazón
se distrae en ocasiones de su propio rumor
al ruido de esta queja indomable y salvaje.
Los dos sois tenebrosos y discretos:
hombre, nadie ha sondeado el fondo de tus abismos,
oh mar, nadie conoce tus íntimas riquezas
¡tan celosos sois de guardar vuestros secretos!
Y, sin embargo, durante innumerables siglos
os combatís sin piedad ni remordimiento,
de tal manera amáis la matanza y la muerte,
¡oh eternos luchadores; oh hermanos implacables!»
Dostoyevski: la lucidez de la miseria
Los primeros años de la vida de Fiódor Dostoyevski (1821-1881) no fueron nada fáciles, aunque estas dificultades, que nunca olvidaría, forjaron poco a poco el genio del escritor. La infancia del genio ruso, así como la de sus hermanos, transcurrió en un entorno poco apropiado para un niño: el Hospital de pobres de Moscú, donde su tiránico padre trabajaba. A pesar del empleo del progenitor, en la estancia que los Dostoyevski ocupan en el hospital se viven apuros económicos, e incluso, por momentos, se llega a la miseria. Quizás por tan penosas circunstancias, el médico y padre conduce la administración familiar de una forma un tanto rígida; incluso su mujer, madre de Dostoyevski, Maria Fiodórovna, es tratada como una simple ama de llaves, lo que poco a poco iría minando su salud hasta conducirla definitivamente a la muerte.
Cuando cumplen doce años, Fiódor y su hermano Mijaíl comienzan el colegio, largo y tortuoso camino que les condujo por la aritmética, la gramática y el francés. Pero de nuevo aparece la sombra paterna. Como recuerda Rafael Cansinos Assens, «el terrible es el doctor Dostoyevski, que, recordando sus tiempos de seminarista, se ha empeñado en inculcar a sus hijos el latín que aprendiera en el seminario. ¡Dómine autoritario y cruel, el doctor les enseña a sus hijos el latín como pudiera enseñarles la instrucción militar!».
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