Si hay una figura que defina la filosofía del siglo XX, esa es la de Bertrand Russell. El filósofo, matemático, lógico, activista y viajante impenitente, entre otras muchas facetas, fue uno de los intelectuales clave del siglo y uno de sus ejemplos más conocidos y reconocidos. No es fácil definir a Russell. Quizá lo mejor sea decir, simplemente, que fue un hombre que dedicó toda su vida a descubrir los entresijos del mundo que le tocó vivir, algo que puede sentirse en cada página de su extensísima obra.
Por Jaime Fdez-Blanco Inclán
Bertrand Russell, tercer conde de Russell y vizconde de Amberley, nació en Trellech, Gales, el 1 de mayo de 1872. Hijo de John Russell y Katrine Louisa Stanley, el joven se crió con sus abuelos paternos, puesto que su padre moría muy pronto, lo mismo que su madre –de difteria– pocos años después. Estos hechos marcarían la vida y personalidad del joven, especialmente debido al fuerte carácter de su abuela –mujer muy estricta en lo moral– que el mismo autor destacaría como parte fundamental de su comportamiento: solitario, tímido y extremadamente prudente. La familia vivía en Pembroke Lodge, una casa en la que el joven Russell se acostumbra al campo, a los largos paseos y a las puestas de sol, hábitos que mantendrá para el resto de su vida.
Enamorado de la geometría
El primer momento importante de la vida de Bertrand Russell llega cuando, a los 11 años, su hermano Frank le enseña geometría. Su interés por ella es comparable al primer amor: “Jamás había imaginado que existía algo tan delicioso en el mundo”. Se le da tan bien y le resulta tan fácil que siente, por primera vez, que podía tener “algo de inteligencia”. Desde ese día y hasta la publicación de su Principia Mathematica, casi treinta años después, esta disciplina será su principal fuente de felicidad.
Durante su infancia, de la educación del joven Bertrand se encargan diversas institutrices de origen alemán, pero el momento decisivo sería su beca para estudiar matemáticas en Cambridge y su ingreso, con 18 años, en el Trinity College. Allí, en Cambridge, la vida de Russell se transforma. Confraternizando con jóvenes inteligentes con los que comparte preocupaciones y dudas, comienza a relacionarse y se abre al mundo. Su tiempo lo dedica principalmente a las matemáticas, pero en su cuarto año comienza a interesarse por la filosofía, de la que lee todo lo que puede (y, muy especialmente, a su propio padrino: John Stuart Mill). Poco a poco va perdiendo su timidez, forjando amistades que durarán para siempre y viviendo la que es, como él mismo recalca en su Autobiografía, “la mejor época de toda mi vida”. Graduado en Matemáticas en 1893, se matriculó después en Ciencias morales, tras lo que se graduaría también en Filosofía.
“Jamás había imaginado que existía algo tan delicioso en el mundo”. Bertrand Russell sobre la geometría
En 1889, Russell se cruza con otro tipo de amor, el romántico. La culpa de ello es que, paseando, conoce a Alys Pearsall Smith, una joven “muy bella (…) dotada de una majestuosidad imperial (…), la mujer más emancipada que había conocido en mi vida”. Russell se enamora de ella al instante, pero no será hasta cinco años después cuando su relación se formalizará al convertirse en marido y mujer. No tardan en surgir disputas con su familia, que no comparte su opinión sobre la joven, y estas serán el motivo definitivo de ruptura con los suyos, cuyo anquilosado código moral le resultaba insoportable desde hacía décadas.
Fue también en esas fechas, concretamente en 1900, cuando descubre “respuestas afirmativas a los problemas que habían burlado mis esfuerzos durante años”. Ese momento será el germen de lo que más tarde sería Principia Mathemática, su obra cumbre. Escrita junto a quien fuera su examinador, Alfred North Whitehead, en ella trata de reducir la matemática a la lógica. Pero el esfuerzo de tan magna obra –que le supuso trabajar 12 horas al día durante 8 meses– termina agotando intelectualmente a Russell, haciendo que pierda interés en el tema.
En 1908 es nombrado miembro de la Royal Society y comienzan también los problemas con Alys, a la que ya no ama. Se divorcian en 1911, comenzando un periodo de transición hasta el fin de la Primera Guerra Mundial. Y es que la vida antes y después de la Gran Guerra serán dos etapas diferentes en la existencia de Bertrand Russell, cada una centrada en un tema fundamental: conocimiento (primero) y paz mundial (después), ambos afrontados con la misma pasión.
Un pacifista «peligroso»
En los últimos instantes de su primer matrimonio, Russell se enamora de Ottoline Cavendish-Bentnick, una mujer casada que sería su amante ocasional durante varios años. No sería la única. Con el inicio de la Primera Guerra Mundial, el filósofo, que a esas alturas era ya un pacifista convencido (de hecho, más radical de lo que sería en el futuro), se fija en Collette O´Niel, una activista que también comparte sus ideas en contra de la intervención inglesa en la guerra, el alistamiento forzoso y a favor de la objeción de conciencia. De hecho, Rusell será condenado a seis meses de cárcel por aconsejar a los jóvenes sobre cómo burlar el alistamiento y sus duras críticas políticas, lo que hará que pierda su trabajo como lecturer de lógica en el Trinity College.
La guerra sume al autor en la desesperación más profunda: “Había creído que a la gente le gustaba el dinero por encima de todo, pero descubrí que la destrucción le gustaba todavía más”. Esto hace mella en su ánimo, que ya nunca se recuperará del todo. Russell sale de la inocencia, y aunque no cejará en su empeño de cambiar el mundo y verlo vivir en paz, dudará siempre de ser capaz de alcanzar sus objetivos.
“Había creído que a la gente le gustaba el dinero por encima de todo, pero descubrí que la destrucción le gustaba todavía más”
Tras la guerra, su vida vuelve por sus fueros. Dona buena parte de su herencia a Cambridge, y gracias al apoyo de sus amigos, consigue un trabajo como profesor de filosofía en Londres. Es así como conoce a su siguiente esposa, Dora Black, una amiga de su alumna Dorothy Wrinch. La joven, provista de una sinceridad excepcional, encandila al filósofo, que decide de ese modo romper con Colette, cuya relación era ya un continuo ir y venir de rupturas y separaciones temporales. Dora se convierte en su amante en 1919 y su relación será en la práctica un matrimonio, pues “lo que sentíamos el uno por el otro parecía tener esa estabilidad que hace imposible una relación menos seria”.
Durante esos años afianza su amistad con Wittgenstein, al que califica de “perfecto ejemplo de genialidad” y sobre el que ejercerá una importante influencia. También viaja por Europa y visita por primera vez la Rusia de Lenin, intrigado por el “experimento comunista”. Su opinión no puede ser peor: Rusia es un infierno de violencia, persecuciones, intolerancia y demagogia. El valor de la inteligencia y el saber, inexistente, y la supuesta igualdad, una burla al propio pueblo. Russell se reafirma en sus ideas democráticas y liberales.
Distinto será el caso de China, país en el que vive con Dora durante el año de 1921, mientras da clases en Pekín, un año, una etapa que el autor recordará siempre con gran cariño, pese a sufrir allí uno de los sucesos más curiosos de su vida: Russell enfermó de una grave neumonía que hizo correr por medio mundo que había muerto, noticia que el propio filósofo llegó a la leer en la prensa.
A su vuelta, en 1921, la vida de Russell cambia de nuevo. Se vuelve menos dramática, menos intelectual, más emocional. Su primera etapa vital es de búsqueda por la inteligencia y el conocimiento, pero ahora Russell centra sus esfuerzos en fines más sociales. Ese año, además, nace su primer hijo, John, a quien le seguiría poco después Kate. La paternidad abre aspectos de su personalidad que nunca imaginó que tendría y se convierte, casi sin quererlo, en una fuente de felicidad inagotable.
Los Russell comienzan una nueva etapa relativamente estática, a caballo entre su casa de Londres y su casa en Cornualles. Es una época de trabajo febril para Bertrand, que necesita ganar dinero para costear la vida de los suyos. Por ello, escribe El problema chino, El ABC de los átomos, El ABC de la relatividad, Ícaro o el futuro de la ciencia, Lo que yo creo, El matrimonio y la moral y La conquista de la felicidad (1930, uno de sus libros mejor vendidos y con mayor acogida, incluso hoy). Con las ventas de estos la economía se estabiliza y les permite dar a luz un proyecto personal de Dora, una escuela infantil bajo sus ideas de la educación: niños que estudian bajo un código académico flexible y libre de prejuicios. Fue un monumental fracaso, muy a su pesar. Los niños, sin control ni rutina, se aburrían y se comportaban como auténticos salvajes. Otra cosa de la que aprender.
Mientras tanto, nuevos asuntos ocupan su atención, concretamente la proximidad del fin de su matrimonio. Además, sin el peso financiero de la escuela y sintiendo que no da la talla que quisiera como padre, decide embarcarse en nuevos proyectos, en esta ocasión en América.
Problemas en el horizonte
En Estados Unidos, Russell trabaja en el libro Libertad y organización, junto con Patricia Spence, que a la sazón terminaría convirtiéndose en su tercera esposa en 1936 y de la que nacería otro hijo más, Conrad. Tras un corto periodo en Inglaterra, vuelve a Norteamérica, donde imparte el seminario Las palabras y los hechos, en Chicago. Detesta la ciudad y poco después se traslada a California como catedrático de la Universidad de aquel estado. Estalla entonces la Segunda Guerra Mundial, justo cuando sus hijos John y Kate están visitándole, de manera que pasarán la guerra todos juntos en Estados Unidos. Ahora el pacifismo le plantea un problema a Russell, pues, aunque está convencido de que la guerra es el mayor horror que puede provocar la humanidad, la existencia de un ser como Hitler le posiciona a favor de ella.
En su labor como profesor recorrerá varios lugares de la geografía estadounidense: California, Nueva York, Filadelfia (Pensilvania) y las universidades de Harvard (Massachussets) y Princeton (Nueva Jersey). Su mala fama debido a sus posturas religiosas, sexuales y matrimoniales se cobran su precio, viviendo una auténtica caza de brujas que repercute en sus finanzas, hasta el punto de sufrir verdaderos problemas económicos. Por suerte, su obra Historia de la filosofía se convierte en un verdadero best seller (más que cualquier otro libro suyo) y supondrá su principal fuente de ingresos en esos años.
Tras seis malos años asentado en Estados Unidos, Russell recibe como una bendición el llamamiento del Trinity College, que le ofrece un puesto como catedrático. En 1944 vuelve a Cambridge como profesor y, cinco años más tarde, “mi mujer decidió que no quería saber nada más de mí”. Russell tiene ya en mente otras cosas, concretamente la necesidad de que evitar a toda costa una guerra nuclear. Defiende la creación de una institución/gobierno internacional y se relaciona con intelectuales de todo el mundo para conseguir su propósito. De ahí surgiría su amistad con Einstein y el movimiento Pugwash, que defendía la discusión internacional respecto al desarme nuclear y la responsabilidad social de científicos e intelectuales en aspectos relevantes, como el crecimiento demográfico, el deterioro del medioambiente y el desarrollo económico.
“He vivido en pos de una visión social y personal. Social, por imaginar una sociedad en la que los individuos crezcan libremente y donde el odio, la codicia y la envidia desaparezcan porque nada hay para alimentarlos. Personal, por valorar lo que es noble, lo que es bueno, lo que es hermoso. Por permitir que instantes de lucidez impregnaran de sabiduría los momentos mundanos. Creo en todas esas cosas, y el mundo, con todos sus horrores, no me ha hecho cambiar de idea”
Nobel de Literatura
El mundo reconoce a Bertrand Russell como una figura intelectual de primer orden y por ello en el año 1950 se le concede el Premio Nobel de Literatura. Su fama aumenta aún más con el premio, lo mismo que las ventas de sus libros y sus discursos. Pese a todos los matrimonios fallidos, no da la espalda al amor y se casa una vez más, con Edith Finch, que será su fiel apoyo hasta el final de sus días. Mientras prosigue con sus tareas a favor de la paz, Russell volverá a ser encarcelado a los 90 años por una protesta pacífica. La imagen del anciano filósofo detenido lo convierte en una referencia para los pacifistas de todo el planeta, más aún con la creación de la Fundación Bertrand Russell, ya en sus últimos años de su vida, con el objetivo de mantener su legado. Además de esta, el filósofo presidió la Campaña por el desarme nuclear y constituyó el Comité de los 100 para la desobediencia civil contra la guerra nuclear.
Bertrand Russell murió en Gales, el 2 de febrero de 1970. Nunca cejó en su empeño por hacer del mundo un lugar mejor, más culto y pacífico, alejado de la superstición y con el conocimiento como principal herramienta para vivir en él. Tal y como escribió en su Autobiografía, “he vivido en pos de una visión social y personal. Social, por imaginar una sociedad en la que los individuos crezcan libremente y donde el odio, la codicia y la envidia desaparezcan porque nada hay para alimentarlos. Personal, por valorar lo que es noble, lo que es bueno, lo que es hermoso. Por permitir que instantes de lucidez impregnaran de sabiduría los momentos mundanos. Creo en todas esas cosas, y el mundo, con todos sus horrores, no me ha hecho cambiar de idea”.
Palabra de Bertrand Russell
“Tres pasiones, simples pero abrumadoramente fuertes, han gobernado mi vida: el anhelo de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad”
“Las matemáticas poseen no solo la verdad, sino la suprema belleza, fría y austera. Como la de una escultura”
“El patriotismo consiste en matar y dejarse matar por razones triviales”
“El problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas”
“Creo que los principios del comunismo son falsos y pienso que la práctica y sus máximas aumenta inconmensurablemente la miseria humana”
“Me he hecho gradualmente más rebelde a medida que envejezco”
“Carecer de algunas de las cosas que uno desea es condición indispensable de la felicidad”
“Cuando estudias cualquier materia o consideras cualquier filosofía, pregúntate solamente cuáles son los hechos y cuál la verdad que ellos corroboran”
“El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía va por la vida prisionero de los prejuicios que se derivan del sentido común, de las creencias habituales de su tiempo y su país”
“En toda actividad es saludable de vez en cuando poner un signo de interrogación sobre aquellas cosas que por mucho tiempo se han dado por seguras”
«La mayoría de la gente cree en Dios porque es lo que les han enseñado a creer en la infancia. Y esa es la razón principal”
«Los científicos se esfuerzan por hacer posible lo imposible. Los políticos, por hacer imposible lo posible”
“Muchas personas preferirían morirse a pensar. Y, en realidad, es lo que hacen”
«Me parece fundamentalmente deshonesto y dañino para la integridad intelectual el creer en algo solo porque me beneficia y no porque piense que es verdad”
“Rousseau estaba loco, pero fue muy influyente. Hume estaba cuerdo, pero no tuvo seguidores”
“Observo que una gran parte de la especie humana no cree en Dios y no sufre por ello ningún castigo visible. Y si hubiera Dios, me parece improbable que tuviera una vanidad tan enfermiza como para sentirse ofendido por quienes dudan de su existencia”
“Si algo es verdad, es verdad; y si no lo es, no lo es. Si es verdad, debes creerlo, y si no, no debes creerlo. Y si no sabes si es verdad o no, deberías posponer tu opinión”.
Para saber más: El pensamiento de Bentham
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